Jaime Donoso Arellano

Introducción a la música en veinte lecturas


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términos son ambiguos y conflictivos, se mencionan aquí solo para aclarar que la música vernácula, el folklore, el jazz, el rock o la música pop, aunque expresiones riquísimas, no han sido los modelos referentes para escribir este texto.

      Algunos de los capítulos de estos apuntes, tuvieron su origen en artículos escritos para la revista de Radio Beethoven. Agradezco la comprensión de su Director, señor Adolfo Flores Sayler, por permitir la publicación de ellos en versión modificada y desarrollada en el presente texto.

      El autor

      LA PRESENTE EDICIÓN no difiere sustancialmente de la tercera, con excepción de la ampliación de los anexos del capítulo 19 donde se han agregado dieciséis nuevos nombres de compositores chilenos; también se han agregado nuevos títulos en la bibliografía.

      Agradezco la valiosa colaboración prestada por el compositor Tomás Brantmayer para esta publicación.

      El autor

      LOS EXHAUSTIVOS ESTUDIOS de Marius Schneider sobre la música en las civilizaciones no europeas, cautivan desde la primera lectura, por su erudición y apertura a un mundo fascinante. Sucesivas relecturas pueden llegar a perturbar, pues provocan una resonancia íntima y esa complicidad con el autor que se dan cuando lo leído confirma nuestras tímidas reflexiones y refuerza verdades que alguna vez creímos entrever.

      Cuando Schneider, revisando los mitos referentes al Génesis en grupos étnicos muy disímiles, nos dice que “toda vez que la génesis del mundo es descrita con la precisión deseada, un elemento acústico interviene en el momento decisivo de la acción”, pareciera que el sonido primigenio, original, resonara una vez más en nosotros y pusiera todo nuevamente en su lugar.

      A partir de ese enunciado, el autor prodiga información acabada sobre un mundo de dioses, sonidos-luz, voz-canto creadora de la materia, sacrificios sonoros y naturaleza acústica de los lazos entre los dioses y los hombres, mundo vasto y múltiple en que el sonido y la música, desde los más antiguos mitos revelan su carácter de consustanciales con el primer acto creador.

      Si imaginamos la vida del hombre primitivo, no será difícil entender que su asombro frente a una naturaleza incomprensible, bella y pavorosa, cruel y generosa, lo lleve a “deificar” todo su entorno. La naturaleza entera es un conjunto de divinidades de la tierra, del aire, del fuego, del agua. Vincularse con esos dioses, para agradecer o suplicar con algún tipo de lenguaje, será un asunto de supervivencia. No pueden olvidarse las características que ese primer lenguaje del hombre debe haber tenido; podríamos imaginar que ese balbuceo no estaba muy alejado de la guturalidad animal, lo que es razón importante para maravillarse con las múltiples sutilezas con que diariamente usamos hoy nuestro bien asentado idioma: las palabras con su carga ancestral etimológica, los modos verbales, las construcciones lingüísticas, etc. Por ello, podemos imaginar que alguna vez el hombre primitivo, arrobado o temeroso, intentó en estado de éxtasis el contacto con el orden sobrenatural a través de la simple prolongación de un sonido o la emisión de uno o dos sonidos repetidos hasta la saciedad, en un afán que no estaba al servicio de la comunicación rápida, útil y cotidiana destinada a la satisfacción de necesidades elementales. Relacionarse con los grandes manipuladores de la vida, con los dispensadores de la luz, el calor, la lluvia, necesitaba de un lenguaje diferente, sublimado, distinto. Ese día, con esos sonidos mantenidos, repetidos y gratuitos, el hombre empezó a cantar. Nuestra comunicación normal es a través del idioma hablado y no del idioma cantado; cantar es una “pérdida de tiempo”, pues cualquier texto necesita más tiempo para ser dicho en forma cantada. Rezar una oración, siempre será más breve que cantarla; si decidimos cantar, asumimos que sacrificamos la economía de tiempo para dar lugar a otro tipo de placer u otro tipo de eficiencia; por ejemplo, el placer o eficiencia estéticos o alguna forma peculiar de expresión. Lo dicho es observable hasta en el mundo animal, cuando nos percatamos de la profunda diferencia entre un ladrido –expresión normal en la “comunicación” de los perros– y el aullido.

      Indudablemente, estamos muy lejos del concepto de lo que hoy llamamos canto, aunque no solo por la eventual falta de “belleza” del canto primitivo, sino también por su función y trascendencia. El canto primitivo es un ritual, una fórmula mágica de la más alta significación para la vida del grupo. Por tanto, el canto es en-canto, encantamiento. Quien canta, embruja y por ello quien dice “estoy encantado de conocerlo” le está diciendo a su interlocutor, ni más ni menos: “Ud. tiene canto y por ello, estoy embrujado”.

      Si consideramos al canto cristiano primitivo como la piedra angular de la música docta occidental, nos damos cuenta de que a la época de su codificación orgánica (el Gregoriano en el siglo VI), no estábamos tan distanciados de las músicas llamadas míticas o “primitivas”; no, desde luego, en términos comparativos de belleza, sino en cuanto al concepto y a la función. El canto de la iglesia cristiana temprana todavía era “el” medio de poner en contacto el mundo terreno y el divino. Su carácter anónimo, su melodía mansa, su vinculación al texto en forma de recitación simple o elaborada, revelan un mundo totalmente opuesto a la idea de un arte producto de un inequívoco “yo” creador y a la organización sistemática de los sonidos en combinaciones que satisfacen humanos y personalísimos puntos de vista.

      El Gregoriano fue cediendo el paso, reticentemente, a la polifonía. Pero tampoco esta polifonía temprana pretendía plasmar visiones cargadas de subjetividad. Este primer contrapunto, impersonal y “objetivo”, mucho tenía de sagrado juego de abalorios, muy de acuerdo con los sagrados textos que usaba y las sagradas ocasiones para las que se escribía.

      Pero hubo un momento, o muchos momentos concomitantes, que señalaron un punto de quiebre y el hombre comenzó a perder de vista el origen mágico-religioso del hecho musical; enriqueció humanamente las reglas que gobernaban el comportamiento de los sonidos, pero los despojó de su vinculación con un orden superior. Mucho se puede decir sobre el punto de quiebre y hay respuestas musicológicas cada vez más precisas, pero cediendo a una tentación literaria, citando a Christopher Small recordemos a ese inefable personaje del Doktor Faustus de Thomas Mann, el erudito Breisacher, cuando denuncia la “humanización” del contrapunto: “Esto, entonces, fue la declinación, es decir, el deterioro del arte único y verdadero del gran contrapunto, frío y sagrado juego de números, el cual, gracias a Dios, nada tenía que ver con el sentimiento (humano) que prostituye...”

      Muchos pensarán, por el contrario, que ahí comenzó la verdadera música. Desde el temprano Renacimiento hasta el expresionismo post-romántico se da, justamente, la época que al auditor medio le resulta familiar y comprensible en la medida en que esa música aparece como un lenguaje que aunque no tiene contenidos concretos traducibles, sí está claramente impregnada de gestos que tienen una carga semántico-expresiva que la historia y la cultura fueron moldeando. Cada gesto, sea un giro melódico o una sonoridad armónica, contiene asociaciones extra-musicales que llegaron a ser estereotipos de la alegría o del dolor. El catálogo de gestos siguió creciendo hasta rebasar sus límites. Ahí termina la familiaridad del auditor medio y comienza la crisis del siglo XX con su multitud de respuestas. Ese segundo punto de quiebre, pudo haber significado el momento del reencuentro con los orígenes, pero transcurridos más de 100 años, no se ha hecho evidente tal reencuentro, aunque en nuestro actual siglo cada vez hay más manifestaciones que podrían apuntar a ello. En cierta medida, los acercamientos (fusiones) de mundos tradicionalmente considerados opuestos, explican ciertas tendencias actuales.

      Dejando momentáneamente estas consideraciones históricas a un lado, digamos simplemente que el hombre adoptó con entusiasmo las herramientas que el Humanismo le dio para teñir la música de expresividad y que paulatinamente se fue perdiendo la conciencia del antiguo nexo que el sonido musical establecía entre orden terreno y orden sobrenatural. Si la fuente de toda vida fue un sonido primariooriginal, el sonido musical tendría que ser, por excelencia, el puente que uniera los dos órdenes. Por eso hemos dicho