Jaime Donoso Arellano

Introducción a la música en veinte lecturas


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mundial de muchos millones de personas. A la salida, el público consume profusamente las grabaciones a la venta;

      Atenas, 500 A.C. Un importante filósofo reflexiona sobre la música de su tiempo y revela las profundas relaciones que él cree percibir entre ciertas maneras específicas de organizar los sonidos musicales y la conducta de los auditores; llega a propugnar que solo ciertas combinaciones sonoras son “buenas” desde el punto de vista ético.

      El muestrario podría seguir y seguir, con situaciones completamente diversas, aunque solo sea en el campo de la música llamada docta.

      Así como se ha dicho que debe hablarse con propiedad de la “historia de las músicas”, también en su relación con la sociedad debe plantearse el tema correctamente: “músicas y sociedades”, entendiendo que hay múltiples manifestaciones de los objetos musicales que se enmarcan en un concepto de sociedad que va desde pequeñísimos grupos elitistas e ilustrados hasta enormes masas sin mayor información.

      En el capítulo final, podremos ampliar estas observaciones y auscultar la realidad que enfrenta hoy la relación música-sociedad.

      EXISTE LA LLAMADA “música programática”, que es aquella que hace derivar la forma de su discurso de un referente extramusical. Por ejemplo, un “programa literario” que da cuenta de una peripecia narrativa a la que la música se va acomodando o sirve de estímulo a la imaginación creadora. El ejemplo más extremo al respecto es la llamada “música incidental” que acompaña la acción de un film u obra de teatro y donde la música –salvo notables excepciones– ha sacrificado su autonomía en beneficio de la ilustración de las imágenes y escenas.

      Es posible haber llegado a enterarse del programa de la Sinfonía Fantástica de Héctor Berlioz, muchos años después de conocer la música casi de memoria. Puede amarse entrañablemente la Sinfonía Pastoral de Beethoven, antes de saber que cada movimiento tiene un título que vincula música con naturaleza (el campo, el arroyo, la tempestad). Y también es posible no saber con certeza cuáles de las múltiples travesuras de Till Eulenspiegel son la que Richard Strauss describe en su poema sinfónico y, sin embargo, disfrutarlo plenamente en su propuesta puramente musical.

      Muchos auditores han vivido y siguen viviendo la experiencia de escuchar música solo en relación a sus valores absolutos, sin prestar atención a todo lo que suene a anécdota, programa literario o referente extramusical. Esto puede resultar incomprensible para los que consideran que la música solo se entiende por sus asociaciones, particularmente en la llamada “música descriptiva”, o solo por sus connotaciones emocionales.

      Lo básico es que la música depende, en primer lugar, de sí misma. Es cierto que un compositor puede tener la intención de hacer una imitación directa de la naturaleza aprovechando la capacidad de mimesis que tiene la música. Dicha capacidad podrá permitir asociaciones visuales o hacer que se utilicen figuras retóricas musicales relacionadas con emociones básicas y también podrá hacer uso de simbologías simples y complejas, reconocibles u ocultas. Por último, el compositor puede no tener otro objetivo que la voluntad de arte para producir una estructura sonora sin otros referentes, únicamente fiel a su ley.

      Los propósitos del compositor pueden estrellarse con las aproximaciones del auditor que con pleno derecho adjudica contenidos imitativos, descriptivos, evocativos y simbólico-afectivos a obras que en su génesis no contemplaron nada de eso. Si bien nadie puede pronunciar un dictum en estas subjetivas materias, la pregunta es si vale la pena colgarle significados extramusicales a las estructuras musicales, cuando por sí solo el descubrimiento de cada una de ellas es un goce completo y una ímproba tarea para el oído.

      La antigua dicotomía “música absoluta” y “música descriptiva” es útil para explicar ciertos procesos, pero produce más inconvenientes que beneficios, pues toda música debe ser, en última instancia, absoluta. Por descriptiva o simbólica que una obra pueda ser en su intención, su valor esencial dependerá de cuán autorreferente sea en su propuesta. Incluso, puede decirse que la intención original del compositor palidece frente al objeto independiente que él proyectó al mundo. El objeto musical entregado debe contener tal autosuficiencia que no sea necesario inquirir respecto de orígenes e intenciones. Un juicio adverso sobre una obra no podría mejorarse al conocer los motivos o intenciones del compositor.

      Un par de sencillos experimentos didácticos para aclarar conceptos.

      Anunciando que trataré de ilustrar musicalmente una tormenta, voy a un piano, ejecuto un rapidísimo arabesco en el registro más agudo del teclado, digo que eso fue un rayo y mis auditores lo aceptan. A continuación, toco con los antebrazos un racimo (cluster) de notas del registro más grave con el pedal resonador en acción, digo que eso fue un trueno y mis auditores lo aceptan, más convencidos aun. Entre ambos ejemplos hay un abismo: el registro grave del piano, así tocado, se parece efectivamente a un trueno (aunque mucho mejor lo pueden hacer los timbales en la orquesta); en cambio, un rayo nunca ha “sonado” como fue descrito en el piano. En el primer caso, hubo un intento de imitación literal; en el segundo, hay una apelación a la asociación del auditor y es asunto mucho más complejo, pues supone, entre varias otras cosas, la relación velocidad-claridad-luz-resplandor con las frecuencias altas (sonidos agudos). En el último caso, nos aproximamos al mundo de los signos y símbolos.

      Otro ejemplo: Suponiendo que mis auditores no conocen El Carnaval de los Animales, de Camille Saint-Saëns, elijo dos ejemplos similares a los anteriores y, como en un juego, los hago adivinar, esperando proposiciones de títulos adecuados. El rebuzno de los asnos es fácilmente descubierto pues las cuerdas son capaces de imitar muy realistamente dicho sonido. Luego se oye el celebérrimo “El Cisne”, a cargo de un violoncello solista acompañado de dos pianistas. Para los efectos de poner un título adecuado, puede haber pequeñas discrepancias entre los auditores: aves diversas, peces, pero raramente un exabrupto. Cuando se revela que el número musical describe a un cisne, hay aprobación general. ¿Por qué? Porque los pianistas tocan arpegios suaves y tersos, solo con los necesarios cambios armónicos para corresponderse con la melodía del violoncello, y los auditores aceptan la asociaciónevocación con la superficie tranquila de un lago; sobre esa superficie armónica, se despliega una melodía sinuosa, legato, sin aristas, en perfecta concordancia plástica con los contornos de un cisne que se desplaza complacido en su propia belleza. Todo esto con el timbre expresivo y sin estridencias, contenido, de un violoncello.

      Es indudable que el compositor puede, desde el título elegido para su obra, condicionar en gran medida el libre sentido asociativo del auditor. Por ello, en el transcurrir del Carnaval, vamos aceptando con el mismo humor de Saint-Saëns el desfile de personajes del reino animal ejemplificados con músicas apropiadas; pero la verdad es que el título solo sirve de portada inicial, pues producida la conjunción de dos o tres ideas musicales que nos cautivan, nos dejamos llevar hacia adelante por el solo mérito de ellas y no porque necesitemos la figura del cisne siempre delante de nuestras narices. Es decir, confiamos en la música y terminamos apelando solo a ella. Si no es capaz de subsistir como pura estructura sonora creíble y suficiente, con o sin cisne, queda a la altura de cierto arte “comprometido” en el que los pretendidos recursos artísticos son demasiado dependientes de los contenidos ideológicos, en una yunta artificiosamente forzada y frágil.

      Se ha dicho repetidamente que todas las artes aspiran a la condición de la música. Esa condición consiste en que la música puede decirlo todo, sin decir nada en particular. ¿Qué “dicen” o qué “quieren decir” las tres notas repetidas que luego caen una tercera mayor en la apertura del prodigioso primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven: sol sol sol mi bemol? Ni la interpretación que adjudica a ese motivo la presencia del “destino que llama a la puerta”, ni la seca explicación que lo describe solo en su ritmo e interválica, son satisfactorias. ¿Qué dice entonces? Todo y nada. Todo, porque en ese motivo están contenidos todo el patetismo, la reciedumbre, la seriedad, la tragedia, la alerta y la tensión. Nada, porque ninguno de los anteriores conceptos en particular, es capaz, por sí solo, de definirlo y agotarlo. Solo una suma imaginaria de todos