Jaime Donoso Arellano

Introducción a la música en veinte lecturas


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tiempo, “embrujo”. Y cuando el idioma francés emplea la expresión charme –que deriva de carmen– y charmant, para referirse al encanto y a quien lo posee, refleja cómo los idiomas recogen mitos que se pierden en la noche de los tiempos.

      Pero la pérdida paulatina de la conciencia del nexo no implica necesariamente la desaparición del vínculo. En el hecho musical de hoy, muchas veces hay manifestaciones de una nostalgia de lo absoluto, un sentimiento de anhelo no cumplido. La prueba fehaciente de ello es la supervivencia de lo ritual en las más importantes manifestaciones de la vida musical de hoy, sea el concierto de música docta, la ópera o el recital rock. Nuestra música está llena de ritos y liturgias.

      Como recalca Christopher Small, un tipo de liturgia musical apela al silencio total, como la tela en blanco del pintor, con un tiempo pre-ordenado, en espacios ad hoc distintos de la realidad cotidiana, donde los sonidos allí producidos no pueden salir a la vida exterior ni la vida de la ciudad puede penetrar al interior. Esa liturgia reclama la pasividad absoluta del auditor, a quien, durante el transcurso del rito, solo en determinados momentos le está permitida alguna manifestación externa como el aplauso. De hecho, pareciera haber más recogimiento en un concierto que en una misa.

      Hay otras liturgias que claman por la participación física y extrovertida, cuentan con una especie de agresión mutua entre intérpretes y auditores, un ritual colectivo y participativo, donde nada está vedado y mucho menos la purga catártica del grito y de los movimientos del cuerpo. Los ritos también están a la vista y la condición de oficiantes o “chamanes” de los músicos de rock, es evidente.

      Lo que, obviamente, diferencia estos ritos de una liturgia real –forma aparente de un culto dedicado a la divinidad– es que al interior de cada auditor se da una respuesta personal y no hay una verdad única compartida por todos, una supraverdad. En un culto divino, el alma y el cuerpo se elevan hacia una misma región en cuya existencia todos creen. En nuestra vida musical de hoy ¿hay conciencia de integrar el cuerpo o el alma en alguna especie de armonía universal?, o en el terreno de la ética, ¿reflexionamos sobre la influencia de los sonidos en el moldeamiento del carácter? ¿Será demasiado extemporáneo e inútil especular hoy a la manera platónica sobre el rol formativo de la música?

      El camino seguido por la música en Occidente es una senda alienada de sus orígenes, pero no por eso menos fascinante. Cierto es que en esa trayectoria se han presentado elementos contaminantes cuya presencia es acumulativa y ominosa. Muchos de ellos se han originado en buenas intenciones y han tenido efectos impredecibles: la difusión masiva, con lo que ella implica positiva y negativamente; el endiosamiento de los intérpretes, la deshumanización de los concursos de interpretación, la tecnología perfeccionista y tramposa, el consumismo musical, el glamour y frivolidad tan presentes en la vida de conciertos, la exploración indiscriminada del pasado en desmedro del presente, los planes de estudios esclavos de la mecánica virtuosa, y así una lista que puede continuar largamente.

      Nuestros tiempos han presenciado la actividad febril de la musicología. Podríamos acuñar un neologismo para explicar nuestros intentos metodológicos y las reflexiones inspiradas en el tema de los orígenes de la música. Así, podríamos hablar de “musiecología”, expresión que no debe tomarse demasiado en serio y que puede contener una dosis de ironía. Pero es una ironía amable que no pretende impugnar desde la altura soberbia de una cátedra. Es solo que frente a tanta frivolidad y malos tratos, bueno sería levantar –un poco– la voz para tratar de recuperar la pureza, es decir, remontarnos nuevamente al principio, cuando el canto era siempre encanto.

      OCCIDENTE ES UN concepto histórico-geográfico. Histórico, pues tiene un principio definido en la historia del hombre; geográfico, pues se constituyó en una región particular del mundo, sin perjuicio de la posterior extensión de sus parámetros culturales a lugares del orbe muy alejados de su origen. La cultura occidental se formó cuando la Europa occidental, que había sido parte del Imperio Romano y de su área de relaciones culturales, fue separada de él y tuvo su vida propia. La región noroeste del antiguo mundo fue afirmando su independencia contra las invasiones de los bárbaros y del Islam, el cristianismo se fue asentando y creciendo y el imperio de Carlomagno se consolidó. Todo ello contribuyó al nacimiento de un arte musical particularísimo sin parangón en la historia del hombre.

      Mientras este concepto geográfico-político-cultural se iba poco a poco plasmando, había un arte y una música en particular, insertos en ese mundo, pero correspondían a una idea diferente a la que hoy, normalmente, manejamos.

      Cuando hoy hablamos de arte, pensamos inmediatamente en los artistas y en las obras específicas que producen. La divulgación masiva nos hace unir nombres y obras a través de modelos que han llegado a ser hitos culturales de referencia obligada: Leonardo-La Gioconda; Velásquez-Las Meninas; Beethoven-la Sinfonía Heroica; Haendel-El Mesías. Y así suma y sigue, con Shakespeare, Cervantes, Bach, Chopin, Stravinsky, Messiaen, Pärt, Ferneyhough, etc.

      Lo anterior revela algo que pareciera obvio: en el campo del arte existe la obra y su autor; en la gestación de esas obras no ha intervenido directamente el grupo social sino solo unos seres distintos y destacables que se llaman compositores, dramaturgos, artistas visuales o escritores; la apreciación de las obras de arte, es una contemplación pasiva que el grupo social hace en lugares especiales aislados del fárrago de la vida cotidiana y se llaman salas de concierto, teatros de ópera, museos, salas de exposiciones. En pocas palabras, pareciera que el Arte transcurre en una franja paralela a la vida real. El lugar propio para la vida del arte es una especie de templo en cuyo interior se celebran liturgias desacralizadas y a ello nos referimos en el capítulo anterior.

      Insistamos en las siguientes observaciones.

      1. La música, en definitiva, es un hecho sonoro donde se da una situación física en que se pone en juego una voz que canta o un instrumento tañido, frotado, percutido o soplado; esto, cuyas primeras manifestaciones son prácticamente coincidentes con las primeras formas sociales del hombre, fue en sus orígenes un hecho mágico y trascendente para la vida del grupo en el que todos estaban involucrados. Se trata de una forma de hacer arte que es colectiva y que se mantendrá así hasta la aparición de la primera “firma”, manifestación de individualidad plena, donde inequívocamente se pretende el reconocimiento de un “yo” creador. Dado que esto está directamente vinculado a la fijación que surge a través de la escritura, esta comenzará a coexistir junto a tradiciones orales que todavía persisten.

      2. Occidente ha hecho su opción por una forma de arte donde, en el caso de la música, determinados individuos –llamados compositores– dueños de códigos y lenguajes, producen “objetos musicales” para que un grupo de no iniciados, no involucrados en el proceso creativo, contemplen o escuchen pasivamente dichos objetos en recintos especiales y con ciertos ritos.

      3. Los objetos musicales, que nacieron desempeñando funciones vinculadas a situaciones específicas –rito religioso, ceremonia estatal, diversión cortesana, fiesta campesina– se fueron independizando, aspirando a convertirse en proposiciones autónomas y desfuncionalizadas y revelaron a la vez su capacidad de ser signos de un tiempo y de una visión del mundo.

      4. Los objetos musicales ya autónomos –una sonata, una sinfonía– incorporan un vocabulario complejo para cuyo desciframiento y ejecución se necesita una técnica, muchas veces de tal dificultad, que se requiere de una gran inversión de tiempo para su dominio. Dichas técnicas vocales o instrumentales llegaron a adquirir grados de virtuosismo, creándose el estamento de los intérpretes especialistas.

      5. El objeto musical autónomo, con calidades diversas, logra concentrar en sí un sistema de ideas musicales y vitales, que puede estar inscrito en lo que se llama un “estilo” general de una determinada época o individual de cada compositor. Esto engloba tanto las convenciones heredadas como las proposiciones innovadoras, lo que resulta relativamente accesible para los contemporáneos del objeto pero que es todo un desafío para las generaciones posteriores. Ellas deben asumir una actitud de investigación del pasado