Jaime Donoso Arellano

Introducción a la música en veinte lecturas


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consecuencias que van desde la estética individual a las proyecciones sociales. Lo importante es recalcar la idea de la “opción” que ha asumido la cultura occidental pues con ello estamos reconociendo que hay otras posibilidades de hacer arte. De hecho, hay culturas tradicionales distintas de la occidental, que han transitado por caminos diferentes a los nuestros. Por lo tanto, el asunto no es obvio, aunque el acostumbramiento al concepto del arte vinculado a objetos nos haya ocultado las otras alternativas que existieron y siguen existiendo.

      Una breve observación comparativa entre dos momentos de nuestra cultura musical occidental, reforzará lo dicho. Comparemos los inicios del llamado Canto Gregoriano con el momento en que recibimos los primeros indicios de compositores occidentales “con nombre y apellido”.

      El Canto Gregoriano, es el conjunto de melodías vocales que constituyen el cuerpo oficial de la liturgia católica según el rito romano. En sus orígenes, se encuentran elementos musicales de la tradición judía más todos los otros rasgos que distintas comunidades cristianas con diversas etnias y geografías fueron aportando según se iban constituyendo y conforme se iba diseminando la palabra evangélica por el mundo. Cuando habían transcurrido más de 500 años del inicio de la era cristiana, podemos imaginar lo que sería el canto litúrgico en el amplio espectro que el cristianismo había ido abarcando, con idiomas y tradiciones musicales locales, propias de cada nueva comunidad. El panorama debe haber sido de una riqueza inaudita, pero poco propicio para establecer una unidad de concepto litúrgico que es una de las bases para la afirmación de una doctrina religiosa. Era un árbol frondoso y casi grotesco que nadie se había preocupado de podar y darle forma. Así como la doctrina debía luchar permanentemente contra las desviaciones heréticas, no era difícil suponer que la multiplicidad de maneras de enfrentar la liturgia y el canto que formaba parte de ella, podía derivar en caos. Sería San Gregorio I el Grande, papa visionario y gran político, a quien la tradición le atribuye haber reorganizado la liturgia en 14 años de pontificado (590-604), quien fijaría para la posteridad ese tesoro musical de canto que, en su honor, habría de llamarse Canto Gregoriano.

      ¿Quiénes son sus autores? No se conocen, son anónimos. Su aporte es un acto colectivo al servicio de una causa superior, tal como puede ser el aporte de los escultores en piedra a la fachada de una catedral gótica. De esos escultores, normalmente hemos recibido unas vagas noticias: “el maestro de Chartres, el maestro de Reims”. De los compositores de algunas formas gregorianas tardías hay brumosas referencias a un Wipo de Borgoña o a un Notker Balbulus, el tartamudo. No sabemos sus biografías, no hay testimonios iconográficos. Así, sin una preocupación aparente por asegurarse el reconocimiento de la posteridad, el aporte de ellos a la gran obra colectiva estaba realizado.

      Es con la polifonía –el gran aporte creativo del hombre músico de Occidente– que, después de un comienzo también anónimo, ve nacer la “firma”. Deberemos esperar hasta avanzado el siglo XI, para que empiecen a aparecer nombres específicos y escuelas de compositores, de quienes también se tienen escasísimas referencias pero que, al menos, han logrado inscribir sus nombres propios en la historia de la música. Cuando se piensa en Beethoven, Mozart o Tschaikovsky, de quienes conocemos los menores detalles de sus biografías, cartas y pensamientos más personales, no solo estamos en presencia de un cambio respecto a la disponibilidad de las fuentes de documentación o constatando la proximidad cronológica de ellas, sino ante una verdadera revolución en cuanto al rol e identificación del compositor en el conjunto social. Hoy casi no podemos imaginar otra manera de enfrentar el concepto de arte musical si no es a través de la relación obra-compositor. Por una parte, la obra, normalmente concebida como una propuesta estética individual; por la otra, el compositor, como expresión máxima de la subjetividad, alimentado del colectivo social, pero escindido de él.

      Como ya se ha dicho, en la historia y transformación de estos objetos musicales, la fijación por escrito de las ideas de los compositores ha jugado un rol más que esencial. La música de otras culturas descansa en la tradición oral, como también mucha música vernácula o folklórica que convive al interior de la tradición occidental. El arte sonoro docto occidental vive de la escritura, llegando a identificar música con partitura. No existe otro testimonio musical en el mundo que haga depender de manera tan estrecha el hecho sonoro, de un plan óptico, de una disposición gráfica de las ideas musicales. En la evolución de la partitura como testimonio gráfico, se ha caminado en un afán progresivo de procurar, exhaustivamente, la perfección de esta especie de instructivo que da el compositor al intérprete para el fiel cumplimiento de sus indicaciones. En otras palabras, históricamente puede apreciarse una voluntad clara de parte de los compositores de reducir el campo de acción personal de los intérpretes. Esto se puede constatar al comparar una partitura barroca, que aún deja margen a la improvisación o subentiende que se ejecutarán en la práctica algunas convenciones no escritas, con una partitura romántica, del siglo XX o actual, en que todo procura estar exactamente estipulado. Como excepción que confirma la regla, en el siglo XX aparecieron obras en las que el compositor renuncia al control total, permitiendo la entrada de lo azaroso, casual o aleatorio en la ejecución.

      Objeto sonoro, más un sistema de escritura que lo fija en el tiempo, son ideas matrices para caracterizar la música en Occidente. De ambas condiciones, nace un sinnúmero de consecuencias, para bien y para mal de nuestra cultura musical: la presencia de la razón lógica y su influencia en los modos de percepción que ello implica; el dinamismo creador, entendido como un esfuerzo de carácter evolutivo que procura el dominio y solución de problemas objetivos, lo que va dando origen a estilos cambiantes a través de las generaciones; la difusión masiva de los objetos musicales a través de recursos tecnológicos que los han puesto a disposición de públicos multitudinarios, etc. Cada uno de estos aspectos, tiene un anverso y un reverso. No obstante ello, la difusión mundial de esta particular manera de hacer la música, y su aceptación general basada en los rasgos de “inteligibilidad universal” que parecería poseer, confieren a la música de Occidente un valor peculiar. Ello no puede legitimar una actitud soberbia frente a otras culturas musicales que han privilegiado otros aspectos; solo establece lo distintivo de su situación.

      Cada manifestación artística en particular tiene una manera específica de relacionarse con el entorno social. La historia de la música en Occidente nos revela los profundos y variados cambios que esta relación ha experimentado. Si conjugamos la multiplicidad de los destinatarios, las funciones diversas, el placer de los intérpretes, los imperativos de los creadores, etc., se nos revela una enorme pluralidad de manifestaciones y los muy diferentes roles que la música puede jugar ante sus audiencias.

      Imaginemos situaciones diversas, sin ningún orden cronológico, para que aflore esta variedad:

      Lugar y tiempo: por ejemplo, Londres 1604. Cuatro personas en torno a una mesa leen una partitura que ha sido impresa especialmente para permitir la cómoda lectura desde cada asiento. Se trata de personas que, en vez de jugar a las cartas, deciden pasar una velada cantando madrigales, forma culta y refinada, con temáticas amorosas, pastoriles. Una elegante y culta diversión;

      Berlín, 1993. Un compositor, con pleno dominio de la tecnología moderna, organiza una especie de “acción de arte” y concibe una partitura para un grupo de 4 músicos subidos en otros tantos helicópteros que, a una orden del compositor-director, sobrevolarán el lugar e incorporarán sus evoluciones y su “ruidismo” al sonido de instrumentos más tradicionales;

      Weimar, 1735. Un compositor funcionario de una iglesia, prepara durante la semana a un coro de niños y adolescentes, más un grupo de instrumentistas, para intervenir en el servicio religioso del Domingo en los momentos apropiados. Los textos, son bíblicos y comentarios poéticos –a veces de dudosa calidad– elaborados por algún letrado de la comunidad y dicen relación con la liturgia correspondiente al día;

      París, 1850. Un gran número de personas, expectantes, llenan una sala de gran capacidad. Ese día, se medirán dos famosos pianistas, cuya fama ha cruzado las fronteras. Sus méritos descansan básicamente en una prodigiosa técnica que les permite hacer despliegues de virtuosismo nunca visto ni oído. El público alcanza estados colectivos de histeria;

      Nueva York, 1995. Más de 20.000 personas se congregan en un recinto al aire libre. Tres tenores, los más famosos según el ranking,