María José Mas Salguero

El cerebro en su laberinto


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      Tras algunas explicaciones didácticas y necesarias sobre fisiología (¿qué ocurre dentro del cerebro?), la autora se mete en harina y a lo largo de los capítulos se suceden las descripciones de distintos trastornos. Es destacable que esto se resuelva de una manera elegante y empática. Nunca como una enumeración o como etiquetas donde encasillar a los pacientes. Porque como ella misma explica: en todos los trastornos del desarrollo, los límites entre uno y otro no son nítidos.

      TND, TEA, TDHA o TDL son siglas frías que María José desmenuza hasta humanizarlas, con amabilidad. A ello ayuda que el abordaje no se realice estrictamente desde un punto de vista puramente médico, sino consiguiendo despertar la curiosidad del lector a base de salpicar las páginas con anécdotas y otras “historias de la historia”. Porque no hace falta ser un lince para saber que algo relacionado con la consanguineidad pasaba con Carlos II el Hechizado… pero solo María José es capaz de poner al lector a reflexionar sobre por qué Margarita Teresa, la protagonista de Las meninas de Velázquez, siendo su hermana, estaba sana como una manzana.

      Como sucede siempre con los trabajos de la autora, la calidad científica del libro es impecable. No faltan los datos, las estadísticas o las citas a estudios actuales. Pero, mientras el recurso fácil sería encadenar una sucesión de papers, María José consigue dar una vuelta de tuerca. La magia en este caso reside en que las referencias a las investigaciones están acompañadas, siempre que es posible, de su lado más humano. Es decir, no solo se humaniza a los pacientes, sino también a los investigadores. Pocos se imaginan que al obstetra que diseñó la incubadora se le ocurrió la genial idea visitando el zoo de París. Sí, el Dr. Tarnier fue un día al zoo y, al observar que los huevos y crías de aves exóticas se incubaban en cajas de madera con botellas de agua caliente, pensó que quizá sería buena idea reproducirlo en el Hospital de la Maternidad de París. Así lo hizo. También estoy segura de que a muchos sorprenderá saber que la Dra. Apgar (a la que debemos el famoso test que se realiza tras el nacimiento del bebé) o la Dra. Wing (que observó y definió por primera vez que el autismo se expresaba como un espectro) son, efectivamente, mujeres.

      Es posible que solo haya algo que podamos echar en cara a María José en este libro. Y es que no pone el menor interés en disimular su debilidad por la ciencia: “Si tuviera que elegir la actividad humana por antonomasia no dudaría en escoger la labor científica”. Una vez más, apuesta por la humanización de la misma y recupera el concepto de clínica o kliniké griega. Eso sí, ella apuesta por un concepto de clínica de lo más actual, ya que, lejos de todo paternalismo, un error en que sería fácil incurrir en una obra de estas características, María José pone especial interés en involucrar a las personas que están cerca del niño. Según ella, son las primeras y más cualificadas para detectar los problemas siempre que conozcan qué competencias son esperables en cada edad y cuáles son los motivos de alerta. Por este motivo, y si el libro empezaba de forma valiente, también lo remata en el mismo sentido. Las últimas páginas son una exhaustiva relación de adquisiciones desde el nacimiento a los diez años, describiendo con precisión los excesos y defectos que deben llevar a la consulta con el neuropediatra. Una información muy demandada por las familias que, bien empleada, supondrá una joya para los cuidadores.

      Antes de dejarles, por fin, disfrutar de la lectura, permítanme dos cosas.

      -La primera, agradecer a María José su esfuerzo al escribir este libro, que es un reflejo de su persona y de su generosidad. Aunque, como comentábamos, ella se cree ambiciosa en su propuesta, aún no es consciente de que el libro va un paso más allá. Estoy convencida de que no solo será útil a profesionales sanitarios y a cuidadores, sino que servirá para algo tan importante o más, como es la sensibilización para la población en general sobre los trastornos del neurodesarrollo.

      -Y la segunda, agradecerle su amistad. Una amistad que se hizo más fuerte aquella noche de noviembre en la que nunca fuimos rivales, sino compañeras, en este maravilloso mundo de la divulgación donde tanto camino nos queda por recorrer juntas.

      Marián García

       ¿Quién es normal?

      Para entender lo diferente, necesitamos establecer qué es lo normal, y aquí empiezan las dificultades porque ¿quién es normal? Si todos somos el resultado de las experiencias en las que hemos desarrollado nuestras capacidades, ¿cómo establecemos la normalidad? Sería bastante apropiado decir que, en una situación dada, actuar de acuerdo con las capacidades de cada uno es lo adecuado. Pero, aunque las capacidades de dos personas fuesen genéticamente iguales, como sucede en el caso de los gemelos idénticos, parece imposible que perciban, analicen y, por tanto, reaccionen de la misma manera ante una situación concreta. Porque, por muy iguales que sean sus genes, sus experiencias no lo son e influyen mucho en su respuesta, y las de ambos se consideran normales. Quizá podamos decir que la reacción que tendrían la mayoría de las personas es la que daríamos por normal. Pero normal no en contraposición a anormal, sino como sinónimo de lo más común.

      Y, en efecto, esta es la manera que utilizan las ciencias biológicas para definir la norma, mediante la curva de distribución normal o campana de Gauss.

      Cuando la dimensión o parámetro que se observa puede expresarse con una medición física, el asunto se simplifica. Por ejemplo, la temperatura corporal, la altura, la tensión arterial y la cantidad de azúcar en sangre son magnitudes medibles y, por tanto, comparables entre individuos. La altura de la mayoría de las personas de una población estará entre unas medidas que llamaremos estándar. Cuanto más lejos de los valores habituales nos situemos, más difícil será encontrar a un individuo que los tenga. Así, en nuestro entorno, resulta rarísimo encontrar a una persona de veinte años que mida menos de ciento cuarenta centímetros o más de doscientos, pues la estatura media de las mujeres españolas en 2019 es de 163 centímetros, y la de los hombres, de 178.

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      Figura 1.1. Distribución normal

      La cuestión se complica cuando intentamos medir cualidades, y no cantidades. ¿Cómo se miden la armonía del movimiento, la cognición o la conducta? Debemos también establecer qué movimientos, patrones cognoscitivos o patrones de conducta son la norma, los más frecuentes para una población determinada. Y para eso inventamos los test.

      Un test tiene valor y su resultado es fiable si se ajusta a criterios científicos. Por eso componerlo es un proceso complejo que requiere varias fases sucesivas, en las que los resultados de cada una son la base para realizar la siguiente.

      Para confeccionar un test, empezamos por especificar el atributo que queremos medir, lo cual supone el primer escollo, pues, aunque todos comprendemos qué es la inteligencia o la personalidad, por ejemplo, su definición es difícil y controvertida. Después hay que elaborar las preguntas o acciones que usaremos para evaluar dicha característica, así como para analizar la dificultad de completarlas y la potencia con que describen la variable que se valora. Lo siguiente es determinar la fiabilidad del test, es decir, que sus resultados sean coincidentes, o prácticamente coincidentes, cada vez que se usa para una misma persona. Tras esta fase, hay que controlar la validez del test aplicándolo a una muestra de personas que pertenecen a la población donde se utilizará —por ejemplo, vocabulario en niños españoles de tres años—. Los datos obtenidos se llaman normalizados, porque, como su resultado gráfico coincide con el de una curva normal [figura 1.1], se les pueden aplicar una serie de reglas matemáticas que permiten compararlos e interpretarlos de forma homogénea o estándar, en un proceso conocido por el nombre técnico de tipificación. Lo último que se hace es fijar las instrucciones que permitan su correcta administración.

      Aunque todos los pasos son importantes, la validación de la prueba resulta fundamental, pues queremos medir cualidades que varían de una población a otra, de una cultura a otra. Se debe evaluar con fiabilidad a la población concreta que pretendemos