española. Es necesario aplicarlo primero a una muestra de cada población —australianos o españoles— para que sea válido.
Ya he advertido que se trata de un proceso muy complicado. Se intuye que, por bien que lo hagamos, asumimos un margen de error en su fabricación, además de otras inexactitudes. Así, no se pueden explorar los rasgos cognoscitivos, emocionales o de conducta de una persona aislándola de sus circunstancias. En el momento de pasar la prueba, puede tener dolor o hambre, estar preocupada o eufórica, y verse envuelta en muchas otras situaciones que cambian con el tiempo e influyen en el resultado. También el examinador es un factor decisivo, tanto en la elección de la prueba que utilizar como en la interacción con la persona a la que examina y en la calificación de su respuesta. Por último, en los test cognitivos de opciones múltiples, la elección de la respuesta correcta puede deberse a que se sabe la solución o a que se elige por casualidad.
En cualquier caso, y aun teniendo en cuenta todos estos posibles equívocos, en la interpretación del resultado tendremos el mismo problema que con las mediciones de atributos cuantificables, ya que las respuestas siguen también una distribución normal y, por tanto, solo podemos decir que, cuanto más alejado de la norma se encuentre un individuo, más probable es que tenga un problema, pero no es seguro que lo tenga.
A esa misma incertidumbre se enfrentaba desde 1882 el Gobierno francés de la tercera república. Entonces, siendo ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes el por otra parte racista y colonialista Jules Ferry, se aprobaron las leyes educativas que establecían que en Francia la enseñanza primaria debía ser laica, gratuita y obligatoria para niños y niñas de seis a trece años. En 1886 se complementan con la ley Goblet, que excluía a las congregaciones religiosas de la docencia en las escuelas públicas. En un plazo de cinco años, los maestros religiosos, cuya falta de formación se subsanaba con una simple carta de obediencia al obispo, debían sustituirse por docentes profesionales con el título oficial de capacitación. A esta escasez de maestros preparados, se sumaba la dificultad de enseñar garantizando el otro gran principio republicano, la igualdad, pues los alumnos tenían unos niveles de formación tan dispares que era imposible organizarlos por edades, aparte de que había que detectar a los alumnos necesitados de apoyos especiales. Urgía encontrar una forma rápida y eficaz de facilitar la educación a todos los estudiantes en un momento en que, un siglo después de la Revolución francesa, los valores de la república seguían amenazados por los poderes del antiguo régimen. Se hacía imprescindible una escuela pública que formara ciudadanos militantes en las convicciones republicanas y, para que fuera exitosa, la clasificación del alumnado debía hacerse según criterios científicos. En este contexto, el Gobierno francés crea la Comisión para la Educación de Estudiantes Atrasados. Alfred Binet fue uno de los principales miembros de esta comisión.
Nacido como Alfredo Binetti en Niza, en 1857, fue hijo único de un médico y una artista. Empezó a estudiar Ciencias Naturales en La Sorbona, pero abandonó la formación reglada por la autodidacta y, a través de los escritos de autores como Charles Darwin, Alexander Bain y John Stuart Mill, se interesó por la psicología y por las teorías de la inteligencia humana. Entonces tuvo la oportunidad de entrar a trabajar en el Hospital de la Pitié-Salpêtrière a las órdenes del gran neurólogo Jean-Marie Charcot, bajo cuya dirección publicó varios trabajos sobre la hipnosis. Parecía que todo iba bien para Binet hasta que se descubrió que los sujetos supuestamente hipnotizados de sus estudios estaban en realidad advertidos de lo que iba a ocurrir y de las respuestas que debían ofrecer. Binet había seguido todas las instrucciones del neurólogo, pero Charcot le obligó a asumir toda la culpa, para así quedar exento del escándalo.
Tras perderlo todo, no volvió a La Salpêtrière ni a mencionar a Charcot jamás.
Con el nacimiento de sus hijas, Madeleine en 1885 y Alice en 1887, Binet siente la fascinación de cualquier padre al observar cómo, al crecer, sus hijas van adquiriendo nuevas habilidades, y empieza a interesarse por el estudio de la inteligencia y su desarrollo. De manera que, en 1904, cuando se constituye la comisión, Binet ya ha publicado un gran número de estudios sobre el desarrollo cognoscitivo.
Trabajando con Charcot había aprendido el método científico y, tras su mala experiencia, se había vuelto mucho más crítico con los resultados de las investigaciones. Descartó enseguida las teorías biométricas de la época que pretendían que el tamaño y la forma del cráneo —frenología— o la fuerza aplicada al cerrar el puño podían servir para evaluar la inteligencia de una persona. En su lugar, propuso calcular la capacidad cognitiva basándose en la correcta ejecución de tareas lingüísticas y de cálculo.
Centró sus esfuerzos en diseñar un test con el que podía detectar qué alumnos necesitaban un apoyo adicional y cuáles eran sus dificultades. En 1905, junto con su exalumno el psiquiatra Théodore Simon, publica la primera escala de inteligencia Binet-Simon. Diseñada en francés y validada para niños franceses, consistía en completar treinta acciones de complejidad creciente. Estos ejercicios eran representativos de las habilidades propias del niño en diversas edades y para seleccionarlos se basaron en las investigaciones previas de Binet, fruto de su observación del neurodesarrollo de muchos niños en su entorno natural. Las tareas más fáciles podían resolverlas todos los niños, incluso los más pequeños y los que tuvieran alguna discapacidad; sin embargo, las más complejas requerían niveles de neurodesarrollo y de experiencia mucho más avanzados.
Con este novedoso método, Binet y Simon pudieron comparar las capacidades mentales de los niños sin que su edad significase un factor limitante. De esta manera establecían su edad mental, lo que permitía determinar el nivel que les correspondía en el sistema educativo.
Por su sencillez y breve tiempo de aplicación, esta escala obtuvo muy buena acogida desde el principio. Revisada hasta en tres ocasiones por el propio Binet, pronto conformó la base de otras escalas validadas para otras poblaciones, como la Stanford-Binet, su equivalente para los estadounidenses. En la misma época en que Binet desarrollaba su escala, en los Estados Unidos surge la cuestión de cómo satisfacer las necesidades educativas de una sociedad cada vez más diversa. El psicólogo estadounidense Henry Herbert Goddard encuentra en las escalas de inteligencia la manera de abordar este problema, y traduce la de Binet-Simon al inglés con la idea de apli-carla para detectar a los alumnos más desaventajados. Poco después, Lewis Terman, profesor de Psicología de la Universidad de Stanford, California, empezó a utilizar esta escala traducida para clasificar a los alumnos californianos, pero se dio cuenta de que las normas desarrolladas en París no se adecuaban bien a los estudiantes estadounidenses, así que adaptó el test al estándar de su país, y además amplió el número de pruebas para que pudieran aplicarse también en adultos.
«La inteligencia no es un constructo unitario».
Pero la motivación de la escala estadounidense era la opuesta a la de Binet. Mientras el europeo la había diseñado como guía para ayudar a los estudiantes con necesidades especiales, los estadounidenses pretendían que fuera útil para medir la inteligencia heredada y promover el eugenismo del que eran abanderados. Así, demostrando científicamente la superioridad de la raza blanca, buscaban desalentar la procreación en otros grupos para «reducir en el futuro la debilidad mental, el crimen, la pobreza extrema y la ineficacia en la industria», en palabras del propio Terman. Binet se enteró tarde del uso pervertido que pretendía darse a su escala y lo condenó con dureza poco antes de morir en 1911.
Porque Binet era muy consciente de los límites de su escala. Su objetivo no consistía en «medir la inteligencia», pues, según él, no podía definirse como una medición numérica cuantificable, tal y como sí ocurría con la altura o el peso, sino como una capacidad abstracta que solo podía evaluarse de forma cualitativa. Porque la inteligencia no es un constructo unitario, sino un conjunto de cualidades de di-versa importancia según el ámbito en que se valoren. Binet pretendía detectar a los niños con dificultades en el desempeño escolar, y por eso las habilidades que intentó medir eran académicas, sobre todo de cálculo y lingüística, aun sabiendo que no son las únicas cualidades que definen la inteligencia. Observó que los retrasos podían mejorar con la intervención adecuada y reconoció la influencia del ambiente en el desarrollo intelectual, que por tanto no era solo cuestión de genética.
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