María José Mas Salguero

El cerebro en su laberinto


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diagnosticar y tratar las dificultades en el neurodesarrollo y también a los docentes que deben diseñar los apoyos adecuados al alumno que los precisa. Por eso, sin menospreciar la fuente de ayuda que suponen las mediciones y los test en la valoración de las características de una persona, debemos tener en cuenta que por sí solos no determinan si un niño tiene dificultades o no. Su utilidad es incuestionable, pero su relevancia en el diagnóstico debe enmarcarse siempre en el contexto global de la historia personal del niño, el examen clínico y las demás pruebas complementarias.

       El desafío de los trastornos del neurodesarrollo

      Si ya resulta difícil delimitar lo que significa normalidad, definir lo que es un trastorno del neurodesarrollo (TND) tampoco resulta sencillo.

      La palabra trastorno significa ‘que ha cambiado la esencia o las características permanentes de algo’ o ‘que se ha trastocado el desarrollo normal de un proceso’. También es una alteración ‘leve de la salud’. Referido al sistema nervioso, implica que sus funciones, ya sean las sensoriales, ya sean las motoras, cognoscitivas, conductuales o emocionales, están distorsionadas y, puesto que todas estas tareas se producen a través de los circuitos del encéfalo, se deduce que su estructura o funcionamiento no están bien. El término neurodesarrollo indica que estas diferencias surgen en la infancia y la adolescencia, mientras se están formando y desarrollando el cerebro y el resto del sistema nervioso. Modifican, pues, el tejido encefálico, y son de este modo constitutivos de la conducta de la persona, es decir, que no van a desaparecer nunca, y producirán un impacto significativo en las competencias personales, sociales y académicas del niño.

      Así que los TND son retrasos o desviaciones del desarrollo esperado para la edad, asociados a una alteración crónica de la normal formación de los circuitos encefálicos que sucede durante su creación, progreso o maduración y que repercute en la actividad diaria del niño.

      La complejidad del entramado de los circuitos nerviosos refleja lo intrincado de los procesos que albergan. En su continuo interactuar con el medio, adquieren y perfeccionan las capacidades necesarias para desenvolverse con eficacia, se adaptan a las circunstancias, se conectan y se hacen dependientes entre sí. Por ejemplo, para movernos con soltura necesitamos percibir bien el entorno —circuitos sensoriales de la vista, de la audición, del tacto…—, recordar qué son y para qué sirven los objetos que nos encontramos en nuestro camino —circuitos de la memoria— y utilizar los movimientos más adecuados a cada ambiente —circuitos motores—. De esta manera, el funcionamiento de cada circuito depende del de todos los demás, y la disfunción de uno de ellos repercutirá en el desempeño de los restantes, obligándolos a reorganizarse. Esta interdependencia es la base de la gran variabilidad en las manifestaciones de los trastornos del neurodesarrollo, tanto respecto a qué capacidades están afectadas como a la intensidad del desarreglo.

      Pese a esta gran diversidad, podemos atisbar ciertas características que comparten los TND. Por definición, todos aparecen mien-tras madura el sistema nervioso (en la infancia o en la adolescencia) y su expresión dependerá del momento del neurodesarrollo en que se encuentre el niño. Es decir, resulta imposible detectar alteraciones de una facultad que aún no se ha adquirido y, como ocurre en el desarrollo normal, varía la habilidad con que se ejecuta esa competencia, ya que prospera en cada etapa. Pensemos, por ejemplo, en el control de la postura y en cómo avanza desde la inmovilidad absoluta del recién nacido hasta la fluidez del movimiento juvenil. Pues, en el caso de que haya un TND, el neurodesarrollo de la persona que lo tiene también progresa siempre hacia un mejor dominio de las habilidades afectadas, es decir, no sufre remisiones ni recaídas, aunque las diferencias en su pericia respecto a sus iguales en edad pueden evidenciarse cada vez más, ya que el problema no desaparece por completo.

      Por otra parte, las conductas que aparecen en los TND se encuentran presentes en todos nosotros, pero será su grado de expresión y la falta de adecuación al contexto lo que dé lugar a que el niño tenga dificultades, que pueden ser escolares, sociales o de salud, y eso será lo que permita diagnosticar el trastorno. En un adolescente, una reacción impulsiva durante un juego de emociones intensas es probablemente normal, pero continuas respuestas irreflexivas en el aula suelen tener malas consecuencias y generan dudas sobre el origen de esta conducta, porque, como ya vimos en el capítulo anterior, puede resultar muy difícil establecer los límites entre la conducta apropiada y la disfuncional. Que los comportamientos no sean exclusivos de los TND los hace dependientes del ámbito en que se expresan, de lo permisiva que sea con el acatamiento de sus normas la cultura en que se manifiestan y también, por supuesto, de la valoración del profesional que los evalúa. He aquí por qué su diagnóstico genera controversia y a menudo no está exento de cierto grado de subjetividad. A esto tampoco ayuda que carezcamos de marcadores biológicos —alteraciones detectables mediante pruebas que exploran la anatomía o la fisiología corporal: análisis, pruebas de imagen, eléctricas…— específicos que permitan objetivar la presencia de anomalías patológicas.

      Otro rasgo muy habitual es encontrar en un mismo niño pautas de comportamiento que corresponden a distintos trastornos. La comorbilidad, es decir, la concurrencia de dos o más trastornos en una misma persona, es casi la norma, porque a menudo los síntomas se asocian y se solapan, como sucede con la hiperactividad que presentan muchos niños con trastorno en el espectro del autismo (TEA). La dependencia recíproca de las redes neuronales podría explicar la asociación de síntomas y la confluencia de trastornos en una misma persona. Además de esta convergencia de síntomas, la ausencia de pruebas específicas que nos permitan emitir un diagnóstico explica por qué no es raro que no podamos determinar dónde acaba un trastorno y dónde empieza otro. Así puede suceder entre el TEA y el trastorno del desarrollo del lenguaje (TDL)3: como ambos comparten impedimentos en la comprensión y expresión del lenguaje, se resienten las relaciones con los demás y, en ocasiones, resulta difícil determinar qué fue primero, si los problemas del lenguaje, más propios del TDL, o la dificultad en la reciprocidad social, característica imprescindible para diagnosticar un TEA.

      En resumen, cuando hablamos de TND nos referimos a aquellos trastornos que presentan las características que acabamos de describir: deben iniciarse en la infancia o la adolescencia, su expresión depende del momento de desarrollo en que se encuentre el niño, su curso es estable, suelen ser comórbidos con límites mal definidos entre distintos trastornos, carecen de marcadores biológicos, sus síntomas son rasgos normales que dan problemas por expresarse con demasiada intensidad o sin adecuarse al contexto, y su diagnóstico no resulta del todo imparcial.

      Esta definición y caracterización de los TND es la más aceptada, pero resulta restrictiva al dejar fuera muchos otros problemas que interfieren en el neurodesarrollo y lo modifican. Como hemos dicho, y como ocurre en general, las manifestaciones de estas interferencias se observan en forma de retraso o en el ritmo lento en la adquisición de los aprendizajes. Un retraso que, para considerarse propio de un TND, debe avanzar hacia la mejoría, aunque con una velocidad variable para cada niño. Esta afirmación solo es válida para los trastornos asociados a un daño del tejido encefálico que esté causado por un agente lesivo puntual, es decir, que actúa una sola vez en el tiempo, ya que, si lo hace de forma continuada o repetitiva, provocará un deterioro progresivo de los circuitos neuronales y funcionales. Pero estas enfermedades regresivas o neurodegenerativas, aunque sucedan en la infancia o adolescencia, y por tanto es obvio que repercuten de forma negativa en el neurodesarrollo, no suelen considerarse TND. Tampoco se incluyen entre los TND los trastornos psiquiátricos de la infancia, como pueden ser las anomalías en el reconocimiento de la realidad —psicosis—, de la conducta —psicopatía— o de las emociones —ansiedad o depresión—, a pesar de que indudablemente interfieren en la buena marcha del desarrollo del sistema nervioso central. E incluso tienden a estudiarse aparte de los TND los trastornos lesivos estáticos, los no progresivos, cuando tienen una causa demostrable, como serían las secuelas de un traumatismo craneal.

      Si nos fijamos, parece que el consenso actual deja fuera de los TND