la persona que ejercía el puesto religioso más alto en Israel. Sin embargo, es mostrado en vestiduras viles, una representación de sus pecados y los pecados del pueblo que representaba como sumo sacerdote. La vileza de sus vestiduras no representa la culpa por sus pecados, sino su contaminación. Como Josué, todos estamos, en un sentido espiritual, vestidos con vestiduras viles. No solo somos culpables delante de Dios; también estamos corrompidos en nuestra naturaleza, contaminados y viles delante de él. Necesitamos ser perdonados y limpiados.
Por esta razón, la Biblia nunca dice que la gracia de Dios simplemente compensa nuestras deficiencias, como si la salvación consistiera en muchas buenas obras (o incluso una cantidad variable de buenas obras) más otro tanto de la gracia de Dios. En lugar de ello, la Biblia habla de un Dios que “justifica al impío” (Romanos 4:5), que es encontrado por aquellos que no lo buscan y que se revela a sí mismo a quienes no preguntan por él (ver Romanos 10:20).
El recolector de impuestos en la parábola de Jesús no le pidió a Dios que simplemente compensara sus deficiencias. En lugar de ello, golpeaba su pecho (que es una señal de angustia profunda) y decía, “Dios, se propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13). Él se declaró en total bancarrota espiritual y, en base a ello, experimentó la gracia de Dios. Jesús dijo que ese hombre descendió a su casa justificado, fue declarado justo por Dios (ver Lucas 18:9-14). Como el recaudador de impuestos, nosotros no necesitamos que la gracia de Dios tan solo compense nuestras deficiencias; necesitamos que su gracia provea un remedio para nuestra culpa, limpieza para nuestra contaminación. Necesitamos que su gracia provea la satisfacción de su justicia, que cancele una deuda que no podemos pagar.
Podría parecer que estoy sobreabundando en el tema de nuestra culpa y nuestra vileza delante de Dios. Pero nunca podremos comprender correctamente la gracia de Dios hasta que entendamos la situación de aquellos que la necesitamos. Como el Dr. C. Samuel Storms ha dicho,
La primera y posiblemente la más fundamental característica de la gracia divina es que presupone el pecado y la culpa.
La gracia solo tiene significado cuando se mira a los hombres en un estado caído, indignos de la salvación y sujetos a la ira eterna…
La gracia no contempla a los pecadores simplemente como indignos, sino como merecedores de maldad… No es simplemente que no merezcamos la gracia; sino que sí merecemos el infierno.3
Respondiendo a la gracia
Anteriormente en este capítulo, mencioné un incidente en donde un individuo otorgó una muy inadecuada, quizá hasta fatalmente incorrecta, definición de la gracia. Sospecho que la mayoría de los lectores respondieron negativamente a la sugerencia de que la gracia de Dios simplemente compensa lo que nos falta para ser aceptos ante Dios. Probablemente respondiste como lo hizo una persona, “No, eso no es correcto. Incluso nuestras buenas obras son trapos de inmundicia a los ojos de Dios”.
No mencioné ese incidente simplemente para refutar una postura mal planteada de forma intencional. Utilicé ese incidente porque creo que es la manera en que la mayoría de los cristianos viven la vida cristiana. Actuamos como si la gracia de Dios solo compensara lo que le falta a nuestras buenas obras. Creemos que las bendiciones de Dios son al menos parcialmente ganadas por nuestra obediencia y nuestras disciplinas espirituales. Sabemos que somos salvos por gracia, pero pensamos que debemos de vivir por nuestro “sudor” espiritual.
Así que, ¿quién necesita la gracia? Todos nosotros, tanto el santo como el pecador. El cristiano más dedicado y trabajador necesita la gracia de Dios tanto como el pecador más disoluto y testarudo. Todos necesitamos la misma gracia. El pecador no necesita más gracia que el santo, tampoco el creyente inmaduro e indisciplinado necesita más gracia que el piadoso y celoso misionero. Todos necesitamos la misma cantidad de gracia porque la “moneda” de nuestras buenas obras está devaluada y no tiene valor para Dios.
Tampoco nuestros méritos, ni nuestros deméritos, determinan cuánta gracia requerimos, porque la gracia no proporciona méritos ni compensa los deméritos. La gracia no toma en cuenta los méritos o deméritos. En lugar de ello, la gracia considera a todos los hombres y mujeres como totalmente no merecedores e incapaces de hacer nada para ganar la bendición de Dios. Nuevamente, como C. Samuel Storms ha escrito,
La gracia deja de ser gracia si Dios está obligado a otorgarla en presencia del mérito humano… La gracia deja de ser gracia si Dios está obligado a quitarla en presencia del demérito humano… [La gracia] es tratar a una persona sin esperar nada a cambio, sino solo de acuerdo a la infinita bondad y al propósito soberano de Dios.4
Notemos que la descripción del Dr. Storms de la gracia de Dios tiene dos aspectos: no puede ganarse por tus méritos ni puede perderse por tus deméritos. Si en ocasiones sientes que merecemos una respuesta a tu oración o una bendición particular de Dios debido a tu arduo trabajo o sacrificio, estás viviendo por obras, no por gracia. Pero también es cierto que si pierdes la esperanza de recibir la bendición de Dios debido a tus deméritos, lo que debías hacer, pero no hiciste y lo que hiciste, pero no debías hacer, también estás haciendo a un lado la gracia de Dios.
Francamente, la segunda declaración del Dr. Storm es de más ayuda para mí. Rara vez pienso en mis méritos, pero frecuentemente soy muy consciente de mis deméritos. Por tanto, me deben recordar frecuentemente que mis deméritos no obligan a que Dios retire su gracia de mí, sino que él no me trata conforme a mi maldad. Preferiría mil veces depositar mi esperanza de obtener su bendición en su infinita bondad que en mis buenas obras.
John Newton, el comerciante de esclavos descarado y disoluto, después de su conversión escribió el maravilloso himno “Sublime gracia”. Él nunca cesó de maravillarse al contemplar la hermosura de la gracia que lo alcanzaba incluso a él. Pero la persona que creció en una familia cristiana piadosa, que confió en Cristo a una temprana edad y nunca ha caído en los llamados pecados “horrendos”, debería estar tan maravillado con la gracia de Dios como lo estaba John Newton.
He aquí un principio concerniente a la gracia de Dios: en la medida en que te aferres a cualquier vestigio de justicia propia o pongas cualquier confianza en tus logros espirituales, en esa misma medida no estás viviendo por la gracia de Dios en tu vida. Este principio aplica tanto en la salvación como en la vida cristiana. Permíteme repetir algo que dije en el capítulo 1. La gracia y las buenas obras (es decir, las obras hechas para ganarse el favor de Dios) son mutuamente excluyentes. No podemos pararnos con un pie en la gracia y el otro en nuestros méritos.
Si estas confiando en cualquier medida en tu propia moralidad o logros espirituales, o si crees que Dios reconocerá de alguna forma tus buenas obras como meritorias para tu salvación, entonces debes considerar seriamente si eres un verdadero cristiano. Entiendo que algunos pueden sentirse ofendidos por esto, pero debemos ser absolutamente claros sobre la verdad del evangelio de la salvación.
Hace cerca de doscientos años, Abraham Booth (1734-1806), un pastor bautista en Inglaterra, escribió,
Los actos más brillantes y las cualidades más valiosas que pueden ser encontradas entre los hombres, aunque pueden ser muy útiles y verdaderamente excelentes, cuando son puestas en su lugar adecuado y se utilizan para fines correctos, son, para el tema de la justificación, tratadas como insignificancias…
La divina gracia desdeña ser ayudada por el pobre e imperfecto desempleo de los hombres en la realización de esa tarea que particularmente le pertenece. Los intentos por completar lo que la gracia comienza, traicionan nuestro orgullo y ofenden al Señor; pero no pueden promover nuestro interés espiritual. Que el lector, por tanto, recuerde cuidadosamente que la gracia es absolutamente gratis, o no es gracia: y que aquel que profesa buscar la salvación por gracia, o cree en su corazón que es completamente salvo por ella, o actúa inconsistentemente en los asuntos de suma importancia.5
Los pensamientos de Abraham Booth son tan válidos y necesarios como lo eran doscientos años atrás. Aquellos que son verdaderamente salvos son aquellos que han venido a Jesús con la actitud expresada en las palabras de un antiguo himno, “Nada traigo en mis manos, solo a tu cruz me aferro”.6
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