de la palabra «histeria», no es fácil decidir si un caso patológico puede situarse bajo dicho concepto o incluirse entre las demás neurosis (no puramente neurasténicas). Por otra parte, tampoco en el sector de las neurosis mixtas corrientes se ha llevado aún a cabo una labor ordenadora de diferenciación y delimitación. De este modo, si para diagnosticar la histeria propiamente dicha acostumbramos, hasta ahora, guiarnos por la analogía del caso de que se trate con los casos típicos conocidos de tal enfermedad, es indudable que el de Emmy de N. debe ser diagnosticado de histeria. La frecuencia de los delirios y de las alucinaciones, en medio de una absoluta normalidad de la función anímica; la transformación de su personalidad y de la memoria durante el sonambulismo artificial; la anestesia de la extremidad dolorosa, ciertos datos de la anamnesia, etc., no dejan lugar a dudas sobre la naturaleza histérica de la enfermedad o, por lo menos, de la enferma. Si, a pesar de todo esto, puede ofrecernos alguna duda tal diagnóstico, ello depende de determinado carácter de este caso, que nos da pretexto para desarrollar una observación de orden general. Según ya hemos expuesto en el primer capítulo del presente trabajo, consideramos los síntomas histéricos como efectos y restos de excitaciones que han actuado en calidad de traumas sobre el sistema nervioso. Cuando la excitación primitiva queda derivada por reacción o mediante una elaboración intelectual, no subsisten tales restos. Así, pues, habremos ya de tener en cuenta cantidades, aunque no mensurables, y describiremos el proceso diciendo que una magnitud de excitación afluyente al sistema nervioso queda transformada en síntomas permanentes, en aquella medida, proporcional a su montaje, en la que no ha sido utilizada para la acción exterior. Ahora bien: en la histeria estamos acostumbrados a comprobar que una parte importante de la «magnitud de la excitación» del trauma se transforma en síntomas puramente somáticos. Esta peculiaridad de la histeria es lo que ha constituido durante mucho tiempo un obstáculo para considerarla como una afección psíquica.
Si en gracia a la brevedad denominamos «conversión» a la transformación de la excitación psíquica en síntomas somáticos permanentes, característica de la histeria, podemos decir que el caso de Emmy de N. muestra un escaso montante de conversión; la primitiva excitación psíquica permanece circunscrita en él, casi por completo, al sector psíquico, haciéndole así presentar una gran analogía con los de neurosis no histéricas. Existen casos de histeria en los que la conversión afecta a todo el incremento de excitación, de manera que los síntomas somáticos de la histeria emergen en una consciencia aparentemente normal. Sin embargo, es más corriente la conversión incompleta, de suerte que por lo menos una parte del afecto concomitante al trauma perdura en la consciencia como componente del estado de ánimo.
Los síntomas psíquicos de nuestro caso de histeria con escaso montante de conversión pueden agruparse bajo los conceptos de transformación de estado de ánimo (angustia, depresión, melancolía), fobias y abulias. Estas dos últimas clases de perturbación psíquica, consideradas por los psiquíatras de la escuela francesa como estigmas de la degeneración nerviosa, se muestran en nuestro caso suficientemente determinadas por sucesos traumáticos, constituyendo, en su mayor parte, como luego demostraremos, fobias y abulias traumáticas.
Algunas de las fobias podían contarse, sin embargo, entre las primarias, comunes a todos los hombres y especialmente a los neurópatas. Así, ante todo, la zoofobia (miedo a las serpientes, a los sapos y a todas aquellas sabandijas que reconocen por soberano a Mefistófeles), el miedo a las tormentas, etc. Pero también estas fobias fueron intensificadas por sucesos traumáticos. Así, el miedo a los sapos, por la impresión de la sujeto, siendo niña, el día que su hermano le arrojó un sapo muerto, lo que le produjo un ataque de contracciones histéricas; el miedo a las tormentas, por el sobresalto ya descrito, que dio lugar al vicio de castañetear la lengua, y el miedo a la niebla, por sus paseos en Ruegen. De todos modos, el miedo primario y, por decirlo así, instintivo desempeña, considerado como estigma psíquico, el papel principal en este grupo.
Las demás fobias, más especiales, aparecen también determinadas por sucesos particulares. El miedo a un sobresalto súbito e inesperado es consecuencia de la tremenda impresión recibida al ver morir repentinamente a su marido, fulminado por un ataque al corazón. El miedo a las personas extrañas, y en general a todo el mundo, demuestra ser un residuo de la época en la que se vio perseguida por la familia de su marido y creía descubrir en cada desconocido un agente de sus perseguidores o pensaba que todo el que a ella se aproximaba conocía las infamias que verbalmente o por escrito se difundían sobre ella. El miedo a los manicomios y a sus infortunados huéspedes se relaciona con toda una serie de tristes sucesos acaecidos en su círculo familiar y con los relatos que, siendo niña, escuchó de labios de una estúpida criada. Esta última fobia se apoya, además, por un lado, en el horror instintivo primario del hombre sano al demente y, por otro, en su preocupación, común a todo nervioso, de sucumbir a la locura. El miedo, particularmente especializado, a tener a alguien detrás de ella aparece motivado por varias temerosas impresiones de su infancia y épocas posteriores. Después del suceso del hotel, particularmente penoso para el sujeto por integrar un elemento erótico se acentuó más que nunca su miedo a la entrada subrepticia de una persona extraña en su cuarto. Por último, el miedo a ser enterrada viva, tan frecuente en los neurópatas, encuentra una completa explicación en su creencia de que su marido no estaba muerto cuando sacaron de la casa el cadáver, creencia en la que se manifiesta conmovedoramente la incapacidad de aceptar la brusca interrupción de la vida de la persona amada. Por lo demás, todos estos factores psíquicos sólo pueden explicar, a mi juicio, la elección de las fobias, pero no su duración. Por lo que a esta respecta, hemos de tener en cuenta un factor neurótico, o sea, la circunstancia de que la paciente observaba desde años atrás una completa abstinencia sexual, motivo frecuentísimo de tendencia a la angustia.
Menos aún que las fobias, pueden ser consideradas las abulias de nuestros enfermos como estigmas psíquicos consiguientes a una disminución general de la capacidad funcional. El análisis hipnótico del caso demuestra más bien que las abulias se hallan condicionadas por un doble mecanismo físico, simple en el fondo. La abulia puede ser de dos clases. Puede ser, sencillamente, una consecuencia de la fobia, y así sucede cuando la fobia se enlaza a un acto propio (salir de casa, buscar la sociedad de los demás, etc.) en lugar de a una expectación (que alguien pueda introducirse subrepticiamente en el cuarto, etc.), siendo entonces la angustia enlazada con el resultado del acto la causa de la coerción de la voluntad. Sería equivocado presentar esta clase de abulias al lado de sus fobias correspondientes como síntomas especiales; pero ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que tales fobias pueden existir, cuando no son demasiado intensas, sin conducir a la abulia. La otra clase de abulias se halla basada en la existencia de asociaciones no desenlazadas y saturadas de afecto, que se oponen a la constitución de otras nuevas, sobre todo a las de carácter penoso. La anorexia de nuestra enferma nos ofrece el mejor ejemplo de una tal abulia. Si come tan poco, es porque no halla gusto ninguno en la comida, y esto último depende, a su vez, de que el acto de comer se halla enlazado en ella, desde mucho tiempo atrás, con recuerdos repugnantes, cuyo montante de afecto no ha experimentado disminución alguna. Naturalmente, es imposible comer con repugnancia y placer al mismo tiempo. La repugnancia concomitante a la comida desde muy antiguo no ha disminuido porque la sujeto tenía que reprimirla todas las veces, en lugar de libertarse de ella por medio de la reacción. Cuando niña, el miedo al castigo la forzaba a comer con repugnancia la comida fría, y en años posteriores, el temor a disgustar a sus hermanos le impidió exteriorizar los afectos que la dominaban mientras comía con ellos.
He de referirme aquí a un pequeño trabajo en el que intenté dar una explicación psicológica de las parálisis histéricas, llegando a la conclusión de que la causa de tales parálisis era la inaccesibilidad de un círculo de representaciones -por ejemplo, del correspondiente a una extremidad- a nuevas asociaciones. Esta inaccesibilidad asociativa procedería, a su vez, de que la representación del miembro paralizado se hallaba incluida en el recuerdo del trauma, cargado de afecto no derivado. Con ejemplos tomados de la vida ordinaria mostraba que tal catexis de una representación por afecto no derivado trae siempre consigo cierta medida de inaccesibilidad asociativa, o sea, de incompatibilidad con nuevas catexis.
No me ha sido posible todavía demostrar tales hipótesis en un caso de parálisis motora por medio del análisis hipnótico, pero puedo aducir la anorexia de Emmy de N. como prueba de que el mecanismo