Renacimiento romano
Después de la Aeterni Patris
10. La actualidad de Tomás y sus comentadores
Después del Concilio Vaticano II
Expansión y diversidad
Características perennes del pensamiento tomista
Tomás de Aquino
Tomistas
Introducción
Tomás
A lo largo de los siglos, Dios ha enriquecido a su Iglesia con numerosos maestros de «sana doctrina» (2Tm 4,3). Pensemos, por ejemplo, en santos y teólogos tales como Ignacio de Antioquía, Ireneo de Lyon, Ambrosio de Milán, Agustín de Hipona, Pseudo-Dionisio, Hugo de San Víctor, Buenaventura, Roberto Grosseteste y Enrique de Gante. Cada uno, con su propia capacidad y estilo, ha defendido y expuesto la sana doctrina que el apóstol recomendó a Timoteo. Sin embargo, entre todos ellos, una figura destaca como el principal maestro de esta doctrina evangélica sana. Este honor corresponde al dominico Tomás de Aquino y, aunque no todos los estudiantes de teología y filosofía tengan como principal referente a este teólogo del siglo trece, la mayoría de ellos aún se ve obligada a lidiar con sus postulados intelectuales. No es de extrañar, por ello, que Tomás de Aquino ocupe un lugar destacado en la historia de los intelectuales cristianos. El presente volumen intenta recorrer, ciertamente a pinceladas gruesas, más de siete siglos de la tradición que se originó con Tomás y que fielmente ha traspasado sus sanas enseñanzas.
La Iglesia Católica, desde luego, tiene al Aquinate en gran estima y reconoce en su obra una profunda consonancia con el depósito de la fe y con la tradición auténtica. Como lo expresó vivamente el papa León XIII en el siglo XIX:
Ahora bien, entre los Doctores escolásticos brilla grandemente santo Tomás de Aquino, príncipe y maestro de todos, el cual, como advierte Cayetano, «por haber venerado en gran manera los antiguos doctores sagrados, obtuvo de algún modo la inteligencia de todos»1.
La Iglesia Católica valora también a santo Tomás porque tiene la capacidad de sacar a la luz lo nuevo. El mismo Papa anteriormente citado reconoció que el logro del Aquinate fue que «reunió y congregó, dispuso con orden admirable y aumentó con nuevos principios las enseñanzas de sus ilustres predecesores»2. Por todo ello, la Iglesia reconoce en Tomás de Aquino una realización ejemplar de lo que Cristo dijo acerca de aquellos entendidos en las materias divinas: «todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo» (Mt 13,52).
Tomás escribió a mediados del siglo trece; gracias a ello, los patrones y pedagogías escolásticas enriquecen el corpus tomista. Hoy los historiadores podrán desmenuzar su obra para provecho propio; mas, el Aquinate, desde luego, estaba lejos de considerar sus tomos como material de discusión académica para futuras generaciones. Se habría sorprendido de descubrir que hoy, en algunos círculos, sus escritos son tratados como piezas de época, textos medievales de interés primordialmente histórico. En vez, la Iglesia venera a Tomás por la «perdurable originalidad» de su pensamiento3. ¡No es de extrañarse! Tomás escribió como un cristiano creyente. El Evangelio lo inspiró a buscar la verdad acerca de la realidad y, sobre todo, la verdad acerca de la realidad más alta. La búsqueda de lo real fue el impulso del hombre de Roccasecca. Asimismo, el tomista se constituye como un realista metafísico, pues las enseñanzas de Tomás dependen de aquello que es lo más formal en el ente: el actus essendi (acto de ser)4.
Gracias a su genialidad única, el Doctor Angélico aún sirve de guía fiable para descubrir la verdad acerca de la realidad. Conduce al estudiante bien dispuesto a descubrir la verdad real acerca de cosas reales que se originan en el Dios real. Tomás sabía que solo el eterno Dios podía dar razón del origen y constitución de todo lo que existe. Solo el ente existe en la realidad; el no-ente, no existe. Este primer principio fundamental, y un tanto evidente, constituye el núcleo del proyecto filosófico y teológico de Tomás. Ningún otro principio excede en importancia a la distinción real entre ente y no ente. Es más, la persona humana descubre este principio naturalmente, mediante sus facultades propias de conocer. «Nuestro intelecto conoce el ente naturalmente, y aquello que esencialmente le pertenece al ente como tal», afirma Tomás. Luego añade, «y en este conocimiento se funda la noción de los primeros principios, como el de que «no se puede al mismo tiempo afirmar y negar lo mismo» y otros semejantes»5. A partir de la distinción real entre ente y no ente, Tomás descubre la distinción real entre potencia y acto. El ente no es la nada; sin embargo, algunos entes llegan a ser algo diferente de lo que son o, incluso, algo más. Sobre este punto y muchos otros, el Doctor Angélico se mantuvo abierto a la sabiduría de la antigua filosofía griega: el pagano Aristóteles fue el primero en resolver la disputa entre aquellos pensadores que no podían reconciliar sus observaciones del cambio con el hecho de la continuidad. ¿Qué ocurre cuando la pequeña bellota crece hasta convertirse en un gran roble? La potencia, entonces, es en las cosas el principio que no es la nada, y sin embargo no es acto. A ojos de Tomás, la distinción real entre potencia y acto acarrea implicancias para toda la realidad.
Con sagacidad y sutileza, Tomás aplicó la distinción real de potencia y acto tanto a materia y forma como a esencia y existencia. Materia y esencia sirven de principios potenciales, mientras que forma y existencia operan como principios actuales. Todos los entes materiales (y, por ende, creados) están compuestos de materia y forma; incluso las inteligencias espirituales puras son compuestas por esencia y existencia. Tomás comprendió que la distinción real de acto y potencia poseía una aplicabilidad universal a toda la realidad. Puesto que incluso una substancia está en potencia de ser adicionalmente articulada por medio de sus accidentes o propiedades, substancia y accidente son entendidos en términos de potencia y acto6. En otras palabras, el realismo de Tomás de Aquino se extiende fielmente a toda la realidad, desde la más ínfima partícula subatómica hasta el ángel más alto. A su vez, la distinción real entre potencia y acto ayuda a la mente creada a descubrir algo sobre el mismo Dios, quien no posee capacidades no-actualizadas; no conoce ni materialidad ni potencialidad. Solo en Dios, según se formula habitualmente, esencia y existencia permanecen idénticos. Dios no recibe su existencia de otro, y su ser no admite actualización ulterior. En palabras sencillas, «Dios es su propia existencia»7, mientras que todo lo demás solo goza de existencia prestada.
Guiado por su fe cristiana, Tomás percibió una profundidad dentro del principio de acto y potencia que no entró jamás en la imaginación aristotélica. Si bien Aristóteles reconoció que ciertos objetos poseen la capacidad de convertirse en algo distinto, jamás consideró el potencial de las creaturas inteligentes de unirse personalmente con Dios. Tomás, sin embargo, tenía certeza de ello gracias a los documentos de fe, y su realismo sirve a la religión cristiana incluso más, pues sostiene que el Dios que creó el orden inteligible de la realidad también revela su plan sobrenatural para el universo de modo que la mente humana pueda aprehenderlo. Desde la perspectiva del Aquinate, solo una filosofía realista es capaz de sustentar el realismo soteriológico de la persona y obra de Cristo. En sus escritos teológicos, al menos, Tomás extrae, desde este principio evidente del ser, las conclusiones no evidentes del Evangelio.
Tomás vivió en el periodo premoderno del pensamiento cristiano, antes del advenimiento de la filosofía empirista del siglo XVII. Gracias a esto, nunca fue dominado por la sed insaciable de hechos y detalles. En vez, buscó entender la realidad que subyace a los hechos de la existencia natural y sobrenatural. Asimismo, Tomás antecede a las filosofías racionalistas post-cartesianas y a los prejuicios de la Ilustración, por lo cual, para él, la sabiduría filosófica