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—Ven —dijo ella secamente, y colgó.
Sólo eso dijo. Ni buenas tardes, ni su nombre, ni por favor. Pero Martín reconoció la voz y olfateó, como perro de presa, la urgencia. Y en un relámpago premonitorio ancestralmente anhelado, todos sus instintos, sus nervios, sus reflejos más elementales, se enardecieron con la alerta.
Era Fernanda.
La inaccesible Fernanda del final de su adolescencia. Fernanda la etérea, la sutil, la lejana, que había quedado registrada en la historia de Martín como una asignatura pendiente muy lejos de sus posibilidades. De las muchas, de las demasiadas cosas que Martín sabía para siempre fuera de su alcance, Fernanda se contaba entre las pocas a cuya renuncia aún se rebelaba: el zen perdía eficacia en su trayecto entre el cerebro y el corazón, entre sus neuronas y sus hormonas.
Se la había reencontrado por casualidad, un par de años atrás, en el parque en el que él trotaba entonces. Era un atardecer nublado, melancólico, con una concentración de esmog que según los siempre serenos reportes oficiales “bordeaba el límite de lo tolerable”. Cualquier día, iba pensando Martín al trote, comenzaría la gente a caer muerta