Guillermo Fárber

Te vi pasar


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Unas mil canas y desveladas tarde; cientos de libros y botellas tarde; docenas de frustraciones y colesteroles tarde; dos o tres arrugas y gonorreas tarde.

      Su mente había olvidado muchos de esos agravios, pero su cuerpo guardaba, en testimonio de un deterioro acumulado, eficaz memoria de todos y cada uno de ellos. Era, en fin, ese cuerpo sombra de aquel otro menos dañado, el que había conservado encendido un fuego ante el altar de Fernanda, y el que ahora llegaba como buenamente podía a esa cita tan largamente deseada.

      Pero él sabría, se prometió recuperando el ánimo, compen­sar con ardor, con experiencia, con entrega, lo que ella le aventajaba en estética. Así que redobló la demora, la tardanza provocativa y esmerada de su lengua en cada milímetro del cuerpo fogoso que comenzaba ya claramente a acelerar sus ondulaciones.

      Aspirando con fruición los diversos aromas de cada región de la piel explorada, Martín empezó a entender la maliciosa sabiduría de los espejos repartidos por la recámara. Desde la cama, y solamente desde ella, se descubría que la distribución de los espejos no era caprichosa. Estaban perfectamente orien­tados para crear en su conjunto una escenografía despiadada y simultánea, desde todos los ángulos posibles, de cuanto en la cama ocurría. Así, formaban una suerte de ojo de mosca del erotismo doméstico, una especie de foro a la impudicia, dise­ñado para el exclusivo solaz de los ocupantes de ese mullido tabernáculo de voluptuosidad. Lo cual le hizo recordar aquella falsa cita de Borges sobre lo abominables que son la cópula y los espejos, porque multiplican y divulgan el visible universo, que es una ilusión o más precisamente un sofisma.

      Fernanda, siempre con los ojos cerrados y siempre cule­breando el cuerpo, comenzó a gemir cuando la lengua de Martín bajó de los pezones inflamados al clítoris tirante. Fue al principio un gemido quedo, como de cachorro desamparado. Y cada vez más alto. Y cada vez más rápido. Y cada vez más potente. Y a la lengua de Martín se unieron sus labios y sus dientes. Y las imágenes en los espejos se desbocaron. Y Mar­tín se retorcía de furor con el rostro remachado en la viscosa entrepierna, y las uñas de sus manos se clavaban sin misericor­dia en las nalgas endurecidas del cuerpo ajeno fuera de con­trol. Fernanda, además de agitarse como traspasada por brutales choques eléctricos, comenzó a azotar el rostro de un lado a otro y a morderse sin piedad el labio inferior, mientras sus manos afianzaban encarnizadamente la cabeza de Martín con­tra su ávida ranura.

      El primer grito de Fernanda fue como el bramido único de una fiera herida. Los siguientes, que pusieron a Martín en un estado de fiebre enloquecida, llegaron a confundirse con la espeluznante serie de alaridos de quien es torturado por un experto.

      Martín, con su ansiosa boca prendida al capullo de Fernan­da como a su última esperanza, pensó que no podría soportarlo más. Mil generaciones de antepasados varones le pateaban el cerebro con la orden fulminante de montar en ese mismo instante esa atroz cabalgadura. Era un apremio de barbarie, absoluto y tajante, el más primario e irracional de todos, que él supo de algún modo que debía resistir hasta que brotara de ella la exigencia de consumar el rito.

      De pronto Fernanda lo jaló rabiosamente hacia sí, y de un zarpazo preciso aferró con violencia la erguida heráldica de Martín —su ya a esas alturas muy adolorida heráldica— y la encajó de golpe y sin miramientos en el húmedo vellón que se convulsionaba como yegua salvaje.

      Gritando y sacudiéndose como endemoniada, Fernanda se encargó de pulverizar en un par de minutos la tremebunda erección de Martín, quien sin poder contenerse derramó bien adentro de ella tres caudalosas oleadas de tributos estupefactos, en un síncope de agonía y dando gracias a Dios por el milagro de estar vivo.

      No era eso a lo que estaba acostumbrado Martín. Para él la mecánica del amor exigía perpetuarse en la refriega del balanceo a cualquier ritmo, con el sexo pausado de un dinosaurio, hasta que su compañera, saturada de crestas y valles de emo­ción, le suplicara entre quejidos lastimeros concluir por favor la tortura. Y aun entonces él se complacía en demorar el clí­max con saña de verdugo distraído, satisfecho de un dominio que en más de una ocasión le había dejado las rodillas irritadas por el frote excesivo con las sábanas.

      Era así como su marca, como de hierro al rojo, solía gra­barse en el alma de sus inspiraciones. O al menos eso prefería él creer.

      Y era así como Martín obedecía su vocación de apóstol del erotismo y de maestro de la dilación en un paraje estadístico donde tres cuartas partes de la población masculina en edad de merecer sufrían de eyaculación precoz.

      Fernanda, jadeante debajo de él, comenzó a pasar de la crispación al relajamiento. Su respiración se fue aquietando, y minúsculas gotas de sudor brillaron en su cuello y en sus axilas de durazno. Martín sentía su progresivo aflojamiento como un triunfo de la paz, en tanto que la espesura del vellón minucioso aprisionaba aún su heráldica con pastosa tenacidad. Era sorprendente la fuerza que tenía Fernanda en los músculos vaginales; no guardaba él memoria, en su extenso catálogo de nidos, de ningún otro nido tan vigoroso.

      Tampoco recordaba otro sabor íntimo como el suyo. La experiencia le había permitido verificar a Martín un conoci­miento confidencial transmitido con celo por los varones de su familia desde tiempos remotos, según el cual si las cosas se parecen a sus dueños y los perros se comportan como sus entrenadores, las vaginas exhiben a sus dueñas. Puesto en la fórmula escueta que utilizó su padre al comunicarle el secreto el día en que él cumplió 18 años: igual que su lubricante, es la mujer.

      Para Martín esa regla había demostrado ser artículo de fe. Como una denuncia insobornable, como una confesión bajo drogas, como una evidencia más fiel que una huella digital, así había llegado él a considerar al elíxir de bienvenida, que reve­laba la cruda verdad de su propietaria con un veredicto sin apelación. Amarga, ácida, dulce, agria, insípida, melosa, espesa, picante, tibia, escurridiza, generosa… Como fuera una, era la otra. Todo el secreto estaba ahí.

      Ese sencillo conocimiento ancestral le había ahorrado a Martín muchos desengaños, y gracias a él ahora estaba seguro de dos cosas: Fernanda era mucho más de lo que aparentaba ser, y no iba a desengañarlo. Su linfa era distinta a cuantas él recordaba. Grata y serena, incitante al olfato y placentera al gusto, tierna al tacto y sugerente a la vista, era una linfa hospi­talaria, amable y a la vez tentadora, de una feminidad altiva y confiada: la linfa de una real y apasionada dama. Tenía razón la serenata reiterada:

      Nuestras almas se acercaron tanto así,

      que yo guardo tu sabor

      pero tú guardas también

      sabor a mí.

      

      7

      Después de un largo rato de quietud sabiamente concedido a la sedimentación del amor, ella abrió los ojos, con indolencia suprema, y le sonrió como somnolienta. Tomó el rostro de él y lo besó suavemente en los labios. No parecía sorprenderle su breve desempeño. Quizá creía que siempre era así. Sin duda, con otro —¿o con otros?—, pero no con él. Ya se encargaría de desengañarla. Y se juró a sí mismo que la próxima vez, la próxima vez…

      Mientras tanto, una inquietud lo acosaba. Se apoyó en los codos para separarse unos centímetros de Fernanda y la miró a los ojos. La pregunta era obvia: ¿por qué él?

      “¿Por qué no?”, contestó ella. Era su primera vez, es decir, la primera ilegal, y muy probablemente la última, aunque no se arrepentía. No es que le diera culpa. Era algo que tenía que hacer desde hacía mucho. Se lo debía a sí misma. Además él y ella eran antiguos conocidos, y ella sabía que lo atraía. Además él era discreto. Y…, continuó con una sonrisa mali­ciosa, Rogelio le había dicho que tenía fama de buen amante.

      De modo, pensó Martín, que el miserable de Rogelio Cua­tro le había contado de él. ¿Qué más le habría dicho? ¿Que eran compinches del metódico libertinaje corporativo, pagado siempre por la constructora? ¿Que en sus fiestas privadas frecuentemente rivalizaban en la alfombra de la sala, entre el coro de aduladores, duraciones sobre sus respectivas cabalgaduras, y que casi siempre ganaba