Guillermo Fárber

Te vi pasar


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perentoria declaración de una Fernanda conteni­damente febril, Martín sintió un violento hervor de su sangre en la palma de las manos, en la nuca, en la garganta, en toda su piel al mismo tiempo. Todavía vaciló un instante infinitesi­mal en el que se conjugaron todas las dudas de su existencia, y luego se abalanzó sobre ella, con un jadeo sordo de animal sofocado. Abarcó con un abrazo furioso los gráciles y firmes contornos del cuerpo apenas cubierto por la seda, e incrustó el rostro en el pelo negrísimo y oloroso a milenios de tentación.

      Acaso complacida por la ruda vehemencia, Fernanda le indicó, con suavidad en la voz y languidez en el cuerpo, la primera norma de conducta.

      —No —murmuró dejándose estrujar pasivamente por el abrazo—. Aquí no.

      Martín, sintiendo que le explotaba la fiebre en el pecho, no supo ni le importó saber si estaba de acuerdo. Lo único en que pudo pensar fue en la desesperada urgencia de llegar inmedia­tamente a donde fuera “aquí sí”

      Movido menos por un impulso romántico, ciertamente im­propio de él, que por la necesidad imperiosa de no perder el contacto con ese cuerpo tan esperado, Martín la alzó en brazos y echó a andar a grandes trancos hacia la casona en penumbras que parecía contemplar la escena con la displicencia de quien ya lo ha visto todo..

      Fernanda cedió a ese gesto febril como antes al abrazo, sin compartirlo del todo ni resistirlo en absoluto. Pasó los brazos indolentes por el cuello de Martín, cerró los ojos en un abandono sin reservas, y un principio de sonrisa pareció esbozarse en su rostro perfecto. La espesa mata de su cabellera acarició el rostro de Martín y ondeó al viento como una gloriosa bande­ra de liberación.

      Cruzó como un ciclón el jardín, provocando rumores de rocío a su paso, y penetró en la casa por la puerta principal, que no se distrajo en cerrar. Atravesó el vestíbulo, el corredor abovedado, la sala de recibir, la sala del piano, y desembocó resoplando en el salón de los antepasados, espacioso galerón desde el cual tres docenas de aburridos óleos de los Cuatro Apellidos y Algunos Más atestiguaban el arranque hacia las alturas de los escalones de mármol, de amplia huella y escaso peralte, entre gruesos barandales de hierro forjado con roseto­nes de bronce encajados en los huecos de las caprichosas volu­tas.

      Ahí Martín sufrió un momentáneo titubeo: era la antesala de la verdad. Fernanda, que percibió su vacilación, hizo una lánguida señal con la mano: “Sube”.

      Era el salvoconducto supremo y él evocó mentalmente el inocente alarde del valsecito peruano:

      Mi sangre,

      aunque plebeya,

      también tiñe de rojo.

      Manteniendo su languidez, Fernanda lo guió por los veri­cuetos de los aposentos privados, menos numerosos que am­plios, hasta entrar en lo que evidentemente era la recámara de ella, fiel reflejo de la levedad que sin remedio transmitía a todo cuanto la rodeaba. Absorto en Fernanda, apenas si captó Martín el ambiente general, vaporoso, de la habitación.

      Lo que no pudo dejar de percibir fueron los espejos. Una profusión de espejos de todos tamaños, colgados, empotrados, remetidos, colocados, puestos, pegados, que creaban con su perpetuo intercambio de engaños un inquietante juego de pers­pectivas. Entre esa multiplicación de imágenes, dominaba la recámara en su centro, como un lujurioso altar de la molicie, una alta y enorme cama montada sobre una tarima de dos escalones y cercada por velos que descendían desde las alturas de un baldaquino de rebuscadas columnas salomónicas de madera.

      Martín la depositó sin demasiadas ceremonias sobre el mullido edredón de plumas de ganso, y con un sofoco que ya no era solamente de pasión, la miró extasiado, todavía sin creerlo del todo. Recordó la sentencia de san Pablo, que tan eficazmente solía calmar su conciencia en tales ocasiones: “Los pecados de la carne serán perdonados, mas no los del espíritu”. Y él menos que nunca ponía en duda en tales mo­mentos la sabiduría teológica.

      Ella, siempre sin abrir los ojos, levantó los brazos como en ofrenda y él entendió lo que quería decir. Tomó el borde infe­rior de la túnica y lo enrolló poco a poco, con manos ligeramente temblorosas, sobre el cuerpo que se fue arqueando a su paso. Bajo la túnica, sin transición de ropajes intermedios, estaba ella en estado de gracia. La piel tersa y de color unifor­me. La cintura estrecha, apretada. Las levantadas nalgas eran duras, pequeñas, y con una suave depresión en su cara exter­na. Los muslos, fuertes, pero no musculosos. Los senos, de cáliz de orfebre veneciano, no admitían otro adjetivo que el insatisfactorio, pero inevitable “turgentes”, y vibraban con firmeza siguiendo la cadencia pausada que Fernanda imponía al descubrimiento de su cuerpo. Y el velloncito minucioso, parejo, como trazado a regla, añadía al casi doloroso deseo de Martín, el puro deleite de la contemplación: “Tu vientre, un montón de trigo cercado de violetas; los dos pechos tuyos como dos cabritos mellizos de una cabra”.

      Era la clase de cuerpo compacto, él lo sabía muy bien, que no viene tan sólo de la relativa juventud, los genes selectos y las proteínas abundantes desde la cuna, sino también de la discipli­na y el ejercicio implacable. Estaba enterado de que ella iba al gimnasio con frecuencia, pero nunca sospechó que lo tomara tan en serio.

      El olor de su desnudez era a cosa fresca, a fruta sin cortar, a aparato electrónico recién desempacado. Mientras Fernanda mantenía los ojos cerrados y se arqueaba calmosamente sobre la cama como gata golosa, Martín adivinó de algún modo lo que ella deseaba y comenzó a recorrerla entera con la lengua.

      De pronto, al levantar la vista mientras lamía el tobillo, su mirada tropezó consigo misma: la base inferior del dosel, es decir el techo de la cama, era un gran espejo que no podía ser, como acaso los demás, para la práctica de la vanidad, sino para las artes del amor. Y desde ese nuevo ángulo, la arrebatadora belleza de Fernanda resultaba aún más enajenante. Martín no quiso especular de quién podría haber sido la idea sorprendente de tan obvia; simplemen­te la agradeció desde el fondo de su corazón.

      Ésa era para Martín la prueba de fuego de toda experiencia: si lograba capturarla en el aquí-y-ahora. Porque siempre su mente tendía a fugarse, a separarse de lo que él estuviera haciendo, para juzgar y evaluar el acto desde la fría distancia del pensamiento, en vez de actuarlo simple, espontáneamente. Sus clases de budismo zen le prevenían enfáticamente contra ese perverso desvío de la atención. Tienes que concentrarte, le decían una y otra vez, en lo que estás haciendo, sea lo que sea. Todo tu ser debe estar en lo que estás, o no estás en ninguna parte.

      En ese momento, en ese lugar, que eran todo el tiempo y todo el espacio, él estaba con Fernanda, y por una vez parecía estar logrando la concentración absoluta en el acto presente.

      En esa cama, se dijo, instante por instante comenzaban y terminaban el universo y la eternidad. Y al momento se dio cuenta de la contradicción: otra vez estaba pensando lo que estaba haciendo, no lo estaba haciendo sin más. Se exigió, abatido, borrar toda idea, poner su mente en blanco y hundirse entero en la experiencia. ¡Pero ya! Y se puso talmúdico: Si no él, ¿quién? Si no entonces, ¿cuándo?

      Sin interrumpir el meticuloso recorrido de su lengua por las inacabables sinuosidades del cuerpo que se cimbraba como bambú al paso de la caricia, Martín fue despojándose de sus ropas con movimientos bastante desaliñados, pero eventualmen­te efectivos, hasta que su desnudez acompañó a la de Fernanda en el estanque ilusorio del espejo en el dosel.

      Se dejó sin embargo los gruesos lentes de fino arillo metáli­co, porque quitárselos era tanto como sacarse los ojos. Al ver su propio cuerpo reflejado arriba junto al otro espécimen soberbio, debió Martín reconocer que no obstante su pasado no tan remoto de gimnasta universitario, y a pesar de las dietas, los ayunos y los trotes diarios que lo conservaban en un estado físico superior al normal de su edad, no eran ellos dos animales comparables.

      Ante la deslumbrante turgencia de carnes y perfección de líneas de Fernanda, su propia figura con lentes justificaba el concluyente dictamen del espejo: no eran, él y ella, animales equivalentes. Ya ni siquiera sus glúteos, construidos