Guillermo Fárber

Te vi pasar


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del pasillo, para guardar cierta elemental delicadeza delante de Fernanda) y le explicó sin un titubeo en la voz que el asunto —mañana le explicaría qué asunto— se estaba complicando y que prefería no arriesgarse a salir a la calle tan noche. Ella no debía preocuparse: él se quedaría a dormir en casa de Robelo.

      (Martín sabía que en su casa no había identificador de llamadas y que, aun en caso de haberlo, Gabriela tampoco se habría de molestar en consultarlo.)

      Gabriela aceptó el cuento con su tranquilidad de costumbre y a su vez le platicó que Schopenhauer había destripado al gato del vecino, pero no al fino, sino al corriente menos mal porque además de bonito era carísimo de todos modos pobre qué asco había regado los intestinos por todo el patio y ella tuvo que levantar el cochinero claro que luego había barrido bien con la manguera aunque de todas maneras se veía la mancha de san­gre pero ya se secaría con el sol y para colmo la sirvienta mandó decir con su tía la que trabaja a dos cuadras de aquí que no iría a trabajar al otro día ya sabes cómo son parece que esperan el día en que más las necesitas para dejarte tirada pero bueno ni modo eso era mejor que no tener nada y su hermana la que se estaba separando del marido le había pedido recoger las sábanas y el televisor y el compact-disc y algunas otras cosas de la casa de su ex pero ella no iba a poder hacerlo temprano porque se le andaba zafando el pedal del acelerador a Chomski y tendría que llevarlo primero al taller no fuera a ser que se le terminara de descomponer a media calle ¿te imaginas? lleno de cachivaches ajenos qué problemón mejor tomaba sus precauciones además debía de ser un desperfecto sin importancia barato de componer y de un ratito total el tipo no se iba a robar las cosas porque podía tener otros defectos pero no era ladrón .y tampoco le iba a pasar nada a su hermana si le llevaba sus cosas por la tarde en vez de al mediodía…

      Etcétera, mientras Martín jugaba con el cordón del aparato, examinaba la casa desde esa perspectiva en picada y soltaba de vez en cuando por la bocina, estrictamente al azar, esporádicos ajás, mmms y aaahs.

      Imaginó a Fernanda desnuda detrás de esa pared. Evocó la primera vez que vio una mujer en cueros, de cerca, de bulto, de cuerpo entero, de tiempo completo, desde una estratégica perforación hecha en el muro del cuarto de servicio de una casa vecina. Martín tenía doce años, había fantaseado mucho sobre eso, y el Playboy no mostraba entonces el vello púbico: aún regía la prohibición Keep off the grass. Así que fue aquella la sensación más fuerte y ambigua de su vida hasta ese momento. Durante los eternos minutos que tardó la núbil mulata tropical en salir de la ducha, secarse y vestirse —todo ello con una inmensamente provocativa dignidad natural—, un rudo turbión de emociones lo recorrió, desde el pasmo y la fiebre hasta la decepción y el ahogo. De ahí salió corriendo a mastur­barse con ferocidad en la paz de su baño privado, preguntán­dose confusamente cómo era posible que eso fuese todo. Tardó meses en digerir la experiencia, y años en aprender que en efecto eso era todo, pero que también era suficiente.

      Al regresar a la recámara luego de colgar el teléfono —un extraño aparatejo de muy trasnochada factura y seguramente genuino— Martín le preguntó a Fernanda si también esa reli­quia tenía un pasado de aristocracia. Ella le contestó que sí, desde luego, y muy ilustre: su propietario original había sido el conde de Revillagigedo.

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      Fue una noche indómita, y en ella pudo Martín demostrar hasta el límite sus legendarios poderes. Después de aquel primer clímax decepcionantemente breve, su natural temperan­cia de cavernícola fue reforzada por la determinación absoluta de probarle a Fernanda que también él era algo especial.

      Porque tuvo que reconocerlo: había en sus impulsos hacia ella algunas impurezas que ahumaban la nitidez de la experien­cia. La principal era una rebuscada sensación de desafío. Ella era para él en buena medida un reto, y los retos, reconoció, son para el esfuerzo y la conquista, no para el deleite y la entrega.

      Otra mancha en la experiencia era una cierta percepción irritante que no era exactamente rencor y no eran exactamente celos, sino más bien una especie de envidia, una opaca envidia hacia Rogelio por poseer no sólo a Fernanda sino al único mundo donde ella podía caber.

      Las mujeres como ella podían crecer en muchos huertos, se dijo, pero sólo se servían en restaurantes exclusivos. De ese modo, Rogelio no era simplemente un rival oficial más —de los cuales Martín ostentaba colecciones sin que ninguno le quitara un segundo de sueño—, sino el “indicado” para ella, el único titular posible en su tiempo legal.

      Ése era el origen de una envidia incongruente porque, a la vez, a Martín se le congelaba de horror la médula espinal ante la mera idea de cargar para siempre con alguien como Fernan­da o de ser alguien como Rogelio. De hecho, se le erizaba la piel ante la posibilidad de ser como cualquier otra persona que él conociera o pudiera imaginar, incluyéndose a sí mismo en tal recuento; pero en vista de que cada quien tiene que ser de alguna manera concreta, le parecía que lo menos repugnante en esta vida, para él, era ser como él, aunque tal manera de ser le pareciera casi tan detestable coma cualquier otra.

      Y aún había otras sombras entre él y Fernanda, pero eran menores y él no estaba en esos momentos para mucho autoaná­lisis. En todo caso lo haría, pero después, después, después, se dijo al extender la mano de náufrago hacia el vientre de terciopelo de Fernanda. Con la vista atornillada en la mortífera visión del cuerpo de Fernanda, en pose de mosquetero comenzó a deslizar lentamente su mano rumbo al pubis angelical y toda reflexión murió de muerte natural en esa prematura etapa y él no dijo una palabra más y olvidó su franca curiosidad y su incoherente envidia y su vago enojo y ella tampoco hizo más preguntas y aceptó la caricia y el fervor y fue resbalándose sobre sus codos y su rostro se concentró y levantó otra vez poco a poco la vista al techo y su piel volvió a llenarse de color y terminó por cerrar los ojos y balancear la cabeza y ondular el cuerpo y gemir y quejarse y jadear y gritar y clavar las uñas en las sábanas y en la espalda de él y en los giros de las columnas y él multiplicó su presencia y su vehemencia en las comarcas de ella y se abandonó a sus convulsiones y ambos casi fueron uno por instantes y él supo que podría posponer indefinidamente su segunda andanada sin perder un átomo de placer y por otro largo rato los únicos sonidos de la recámara fueron los rumores elementales de la única verdadera lucha por la vida: “De ti, por ti y en ti nos gozaremos”.

      Fue un momento típico de aquella noche gloriosa. Pleno, gozoso, redondo. Y como obsequio absolutamente inesperado del destino, por vez primera en muchos años Martín experi­mentó la casi olvidada sensación de habérselas no con un mero cuerpo ajeno, sino con una persona total. Era ésa una emoción inquietante y prodigiosa que sólo había conocido dos o tres veces antes, en un pasado inocente e irrescatable. En parte por lo inesperado, en parte por la falta de costumbre, y en parte por la ilusoria sensación de creerse ya inmune a los efectos telúricos del amor, la tremebunda fuerza expansiva de esa sensación inusitada le abrió a Martín un hueco de desamparo en el estómago.

      Pero nada es totalmente desafortunado en esta vida: ese apenas asomarse a las verdaderas profundidades del amor le ayudó a concluir ese nuevo encontronazo con varios orgasmos más en la cuenta de Fernanda, y el segundo suyo una vez más pospuesto. Era otra de las lecciones de su experiencia amato­ria: los sacudimientos del espíritu y los espasmos genitales se anulan mutuamente.

      Por la ubicua imagen en los espejos le vino de pronto a la mente la perfecta expresión “bestia de dos traseros”. Doblado por la cintura, con las piernas sobre la cama y la cara en el suelo, satisfecho de haber sobrevivido a otro asalto con la batería intacta, pensó que Shakespeare siempre había encontra­do la mejor forma de decirlo todo, sin dejar ya nada para nadie después de él.

      O en palabras de José Alfredo:

      Ya lo ves

      como un cariño

      nos arrastra y nos humilla.

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