Guillermo Fárber

Te vi pasar


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de conspiradora para indicar que había comprendido. Y, en seguida, como para demostrar que había en la vida ocupaciones menos estériles que jugar con las palabras, culminó su demostración física formando con su cuerpo encima de Martín, apoyándose en las puntas de los pies y en los codos, una especie de pagoda. Una fascinante pagoda de erotismo que él no había visto jamás, ni siquiera en fotografías de los explícitos templos de la India central.

      Ante aquello, Martín decidió que le importaban un rábano tanto los idiotas agujeros de Merlín y de Alicia, como las limitaciones técnicas de ella como contorsionista. Para él, con esa pagoda y nada más con ella, Fernanda quedaba consagrada para siempre como diosa suprema de la voluptuosidad plástica.

      Al pensarlo, se inclinó ligeramente hacia adelante y en una especie de homenaje litúrgico tocó apenas, con la punta de la nariz, el hendido y palpitante vellón que así se ponía a su alcance y que era sin duda el centro de gravedad de la escultura formada por el cuerpo doblegado de Fernanda. La mujer, se dijo, es el centro del universo, y su centro es el centro del centro: ahí cabe Dios entero, sin frío.

      Y no intentó acercarse más Martín, porque tan sólo con el esfuerzo realizado ya se le estaba anunciando la posibilidad de un calambre en la parte baja de la espalda.

      —Practico diario —explicó ella cuando regresó a su postura normal de maja relajada—. Mi maestro de gimnasia es también yogui.

      Le dirigió una de esas abismales miradas suyas.

      —¿En qué piensas?

      —En cuánto te debía el destino —contestó Martín, sobándo­se las entumecidas rodillas— que conmigo te pagó. De veras me parece extraordinario lo que puedes hacer con tu esqueleto.

      Y se mordió los labios para reprimir la ingenua, ofensiva, lacerante pregunta de a quién más había ofrecido esa exhibi­ción. Por alguna razón que no entendió y prefería no averi­guar, sintió que necesitaba urgentemente unos minutos de soledad.

      —¿Puedo —inquirió— husmear un poco por acá arriba?

      —Husmea todo lo que quieras. Pero ten cuidado. Hay va­rios detectores electrónicos de machos foráneos, ocultos donde menos te lo imaginas. Si te descubren, una cimitarra turca descenderá de lo alto como guillotina o saldrá de un muro como serpiente, y te castrará con la eficacia de un cirujano. Si eso ocurre, te suplico limpiar muy bien la sangre, depositar en la basura las gónadas ya inservibles, tomar tus ropas e irte discretamente. Si algo no hace falta en esta casa, es un eunuco.

      —Oh, no te preocupes por eso —dijo él, levantándose y poniendo su mejor cara de Inspector Mongol—, la curiosidad nunca ha tenido sexo.

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      Fue en cierto modo un recorrido decepcionante. Nada que no hubiera imaginado o intuido de alguna manera. La misma calidad en todo, el mismo orden, la misma limpieza, la misma edad apabullante resanada con millones nuevos de inversión. A pesar de la penumbra lunar y de su propia calidad de intruso desnudo, nada parecía ofrecer un especial interés. Además, nada reflejaba cabalmente a los habitantes actuales de la casa, sino al linaje. Como que en esa casa ya no vivían personas concretas sino alcurnias.

      Ni siquiera la recámara de Rogelio Cuatro, ciertamente un caso extremo de individualismo feroz, parecía totalmente suya. Como un poco demasiado sutil, un poco demasiado adusta, un poco demasiado no él. De todos modos, pensó Martín, haber hurgado en los ámbitos privados de Rogelio le daba una ventaja sobre éste: conocer algo del otro que el otro no sabía que él sabía.

      Sin embargo, era sumamente curioso que Rogelio sólo fuera realmente Rogelio afuera de esa casa, mientras que con Fer­nanda sucedía exactamente lo contrario. Por lo que ya le constaba a Martín, ella solamente era ella dentro de su recámara. Y sin Rogelio, quiso suponer.

      Por lo demás, de su rendez-vous de fisgonería le quedó claro que los tributos ahí se pagaban en especie. El costo que esa casa exigía a sus habitantes lo cobraba en rasgos, en hue­llas, en vestigios.. Era la historia acumulada, se dijo Martín, las cosas amontonadas, que cobraban su cuota de identidad. No se podía cargar con tanta prosapia sin ser aplastado por ella.

      Martín tan sólo encontró un objeto realmente inesperado en su excursión descubridora. Fue un vetusto y singular sillón de peluquería de pueblo, de principios de siglo tal vez, que ocu­paba un cuartito anexo a la sala de juegos de los niños y que mostraba un tajo largo y antiguo en el asiento de cuero co­rriente. Sus limitados mecanismos giratorios y de elevación funcionaban perfectamente, y era muy posible que se utilizara de manera regular para lo que estaba destinado. Otro dato del mundo íntimo de Rogelio, sin importancia, pero uno más: dónde le cortaban el pelo. Mil insignificancias como ésa, pensó Martín, construían el perfil secreto de un hombre —a su vez otra insignificancia, desde luego.

      De regreso en la recámara de Fernanda, hizo una escala en un baño del pasillo, en cuyo clóset rebuscó hasta encontrar un frasco de pintura de uñas de color rojo intenso que se vació cuidadosamente en el pubis. Luego, escondió el paquete geni­tal entre sus muslos y entró en la recámara con las piernas apretadas una contra otra y dando pasitos microscópicos de indio atemorizado.

      —No fue una cimitarra turca —explicó con cara compungi­da ante la mirada interrogante de Fernanda—, sino un vil ma­chete para cortar caña. Un fantasma vestido de revolucionario zapatista brotó súbitamente de la chimenea del pasillo y, ¡zas!, privó para siempre de tentaciones al hijo del hombre.

      Fernanda se había reclinado con un atisbo de sonrisa.

      —Pero no te enfades —prosiguió él—. Seguí tus instruccio­nes. La sangre la limpié con la banda de héroe de la patria que le dio Juárez al tatarabuelo Cirilo, y mis dos queridos, añorados cerebros inferiores, los sembré en una maceta del balcón, como huesitos de aguacate, a ver si se dan.

      —¿Y la Tizona? —preguntó Fernanda, que demostró así una vez más su espíritu práctico—. ¿Qué hiciste con ella? Se merecía un destino mejor, lo sabes. No me digas que la arrojaste a los perros porque los tengo a dieta.

      —Tizona, la ilustre —respondió solemnemente Martín, con el pubis enrojecido, las piernas aún cruzadas con fuerza y manteniendo su estampa de esclavo apaleado—, tras una aje­treada existencia llena de laureles, reposa ya en la cripta fami­liar, dentro de la urna que guarda las cenizas de la tía Rosenda la Coscolina. Supuse que se sentía sola, y ya sabemos que eso nunca le gustó. Ahora se acompañan, tal para cual y para toda la eternidad.

      —Amén —dijo Fernanda, que no pudo evitar un gesto de aprobación al imaginar la complacencia de la tía Rosenda, cuyas cenizas efectivamente estaban depositadas con muchas otras en la cripta del sótano, ante la oportunidad de compartir la eternidad con tan calificada compañera de cama, eh, de urna.

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      Pero a ella le llamó la atención que él mencionara a un fantas­ma zapatista.

      —No recuerdo haberte contado esa historia —dijo.

      —No lo hiciste —replicó él, que consideró prudente callar que meses antes se la había narrado la cocinera como si fuera una vergüenza familiar—. Se me ocurrió nomás.

      —Es que existe —dijo ella con un asomo de recelo—. Hasta yo lo he visto. Es el más sociable de todos. Dicen que se trata del bisabuelo Manuel, asesinado por un zapatista en el sillón de barbero que viste. La familia siempre ha creído que el corte en el asiento lo hicieron la misma mano y el mismo cuchillo que degollaron al bisabuelo. A mí eso me parece un cuento. Y si no es cuento, es aún más desagradable, como tener en la casa el cuello rebanado del pobre señor que de todos modos se tenía ganado lo que le pasó. Y no por abusivo sino por imbé­cil.

      En