Martín levantó abruptamente la cabeza del almohadón, pero no tuvo que mirar a Fernanda para conocer su conjetura. Eran las tres o cuatro de la madrugada. Debía de ser Rogelio. Tenía que ser Rogelio. Solamente podía ser Rogelio. Más valía que fuera Rogelio.
Fernanda interrumpió de golpe su ya declinante balanceo y clavó la vista en el espejo del techo. Alzó imperativamente su mano derecha y sin mirarlo le dio instrucciones rápidas.
—No contestes —dijo casi cuchicheando—. Es normal que hable a estas horas cuando anda de viaje. Está puesta la grabadora. Pon atención.
Al tercer timbrazo, la grabadora tomó el control y se escuchó, después de una fecha y hora cavernosas de fábrica, la voz de una Fernanda ingenua, casera, anodina, la voz de la Fernanda doméstica enterrada para siempre en las voluptuosidades de esa noche de epopeya. “Hola —decía el infernal aparato—. Me da gusto que me llames, pero en este momento no estoy en casa o estoy dormida o no tengo ganas de contestar. Tú me entiendes, ¿no? Al escuchar la señal, por favor deja tu nombre, mensaje y número de teléfono. En cuanto pueda y quiera, me comunicaré contigo. Gracias. Chaíto.” Sonó luego el zumbido para grabar, y después la voz de quien llamaba.
En efecto, era Rogelio. Para un oído no entrenado, su voz podía parecer la de un individuo perfectamente sobrio y en dominio absoluto de sus facultades. Para Martín, que de eso sabía cuanto debe saber un hombre de mundo, era la de un vago rescatado de los precipicios de la juerga por una oportuna dosis de talco levantamuertos.
—Está acostumbrado a que le conteste la grabadora cuando habla muy noche —le explicó ella a Martín mientras Rogelio le protestaba su amor desde un rincón privado de alguna suite foránea y le enviaba apasionados recuerdos, saludos y besos y le prometía regresar cuanto antes llevándole un regalito que estaba seguro le iba a gustar.
Una suave grieta había surgido en el entrecejo de Fernanda.
—Parece normal —dijo ella sopesando cada palabra—, pero no sé, lo siento extraño. No suena como siempre.
Martín no dijo nada, pero también olfateó algo raro en esa llamada. Algo había en el tono, en las palabras, en algo. Algo en alguna parte le avisaba que no todo era normal en ese gesto de rutina de Rogelio.
Una virtud principal de todo vago que se respete —como lo eran ambos sin duda: vago rico Rogelio y vago pobretón él—, es un refinado sistema de alarma por intuición. En ese instante, antes que Rogelio terminara de grabar su vehemente mensaje, las sirenas de alarma de Martín comenzaron a emitir un tenue, pero inconfundible silbido: peligro en el horizonte.
Era el otro riesgo de la cacería amatoria que glosara Nico Membiela:
Cien mujeres gozaron mis favores
y todas, por infiel,
me han olvidado.
20
En el otro extremo de la línea, en rigurosa simetría de sensibilidades, el otro vago captaba al mismo tiempo la misma impalpable anomalía. Todo había sido exactamente igual que siempre, pero algo indefinible no había sido exactamente igual que siempre. Haciendo un esfuerzo para dominar su repentina, inexplicable inquietud, Rogelio Cuatro terminó de dictar su mensaje acostumbrado, en su habitual tono ligero, a la silenciosa máquina que en aquel otro mundo doméstico y respetado servía de secretaria sin sueldo a su mujer.
De repente, un segundo después de cortar la comunicación, el confuso desasosiego que había surgido de algún recóndito sótano de su mente y que aún no llegaba a concretarse en pensamientos, fue bruscamente interrumpido por una voz acalambrantemente melosa.
—Honey —dijo la rubia apoyada en el marco de la puerta—, won’t you take care of me?
Su escasa y estrafalaria ropa interior y su estudiado gesto de niña desamparada hacían juego perfecto con la chabacana decoración de dorados, columnas jónico sicótico, espejos inacabables e injustificados, espesos terciopelos rojos y mármoles ostentosos de esa habitación en el piso 23 de un edificio construido en el desierto.
Rogelio Cuatro, a quien el mal gusto no le molestaba, siempre y cuando fuera cabal, congruente y desvergonzado, puso al instante su mejor rostro de fiestero profesional y pensó que decididamente había mujeres con suerte en este planeta: de haber pronunciado una sola palabra cinco segundos antes, ese magnífico retazo de bacalao noruego estaría en ese preciso momento en el elevador, cubriendo como pudiera las muchas áreas libres de su piel con el resto de su ropa entre las manos, un puñado de billetes verdes incrustados de cualquier modo en el brasier, y una cordial invitación a no volver a pararse frente a él en el resto de su vikinga existencia.
—Sure baby —respondió con una ancha sonrisa—. I’m coming.
Pero su mente estaba en otra parte.
21
De regreso del baño ella emprendió lo que llamaba su particular Feria de Vanidades. Consistía en un ceremonioso desfile a lo largo de su corte de espejos, para contemplarse morosamente en uno tras otro, desde diferentes ángulos, combinaciones, distancias, perspectivas. Mientras ella cumplía con el rito, le pareció a Martín que su deslumbrante figura desnuda ejecutaba una especie de ballet de ofrendas a la belleza gratuita y arbitraria.
—No te equivoques —explicó ella de pronto—. No es tanto que me guste verme en ellos, sino que me tranquiliza su fidelidad. No sabes cuánto, cuánto me tranquiliza. De todos tus amigos y enemigos, el espejo es el único que te es siempre leal. Tú puedes engañarte con lo que ves, si quieres, pero no es culpa suya. Él te dice exactamente cuánto te vas muriendo cada día, cómo te estás arrugando, cuándo nace cada estría, cómo avanza la celulitis, de qué manera se te comienzan a colgar las carnes, qué gesto tienes realmente hoy. Esa honradez a toda prueba me da una sensación de seguridad, de estabilidad, de que por lo menos algo en el mundo persiste en decir la verdad. Es confiable, es… tranquilizante.
Martín pensó que todos los seres humanos seguían un tránsito semejante. Primero confiaban en sus padres, luego en Dios, luego en alguna ideología o en la ciencia o en el arte, y luego cada quién se volvía de plano loco según su muy particular gusto, temores y fantasías. Él, por ejemplo, ya no creía de veras sino en el toreo, en un puñado de escritores y en la experiencia sensorial inmediata. De hecho, aparte de su ritual peregrinación dominical a la plaza de toros, sus prioridades en la vida eran pocas y claras: leer, comer, beber, coger. Y ya.
Fernanda creía en los espejos. Algunos seres humanos, menos refinados, creían en los espejismos: el dinero, la fama, el poder, la velocidad, el peligro, la disciplina, el orden, la virtud, el pecado. Y finalmente otros, muy pocos, se arriesgaban en serio al confiar sus vidas al amor o a la amistad —o a supremas incertidumbres similares.
—¿Tienes un favorito, un espejo preferido? —preguntó él.
—Sí —respondió ella de inmediato, señalando al otro extremo de la recámara una espléndida luna biselada, montada en un marco giratorio de esbeltas, pero enérgicas formas. No es muy antiguo ni es valioso, pero tiene solidez, fuerza, y al mismo tiempo calor, cariño. Es como acogedor, como protector. Me gusta. Me vigila. Me cuida.
Martín lo estudió un instante, desde la cama.
—¿Ya le pusiste nombre?
Ella negó con la cabeza, lentamente.
—Nunca hagas eso —respondió Martín, y por primera vez su gesto parecía realmente severo—. Dice Zorba que cada noche que una mujer pasa sola es un insulto a Dios. Y yo digo que cada cosa que te sirve con lealtad, merece un nombre propio. Es un desprecio imperdonable no dárselo.
Saltó de la cama y se acercó al espejo. Lo rodeó, lo acarició. Y como si éste quisiera confirmar la alta opinión que Fernanda tenía de su fidelidad, Martín