Guillermo Fárber

Te vi pasar


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que no buscaran.

      Una vez pensó Martín en ciertos paquetitos que él sabía guardados por Rogelio en la caja fuerte de la biblioteca, pero descartó la ocurrencia. En realidad no le hacían falta, y tampo­co Fernanda los había necesitado para mostrar los prodigios de erotismo que tan cuidadosamente guardaba tras su fachada incolora. Porque a esas altura la vaga sospecha de Martín se había confirmado más allá de cualquier duda: dentro de la señora todaformas se escondía una gitana cerril.

      Nada podía compararse, pensó, a la dicha inicua e irrepeti­ble del descubrimiento mutuo. Así como nunca había una se­gunda oportunidad para causar una primera impresión, jamás el amor concedía segundas veces que merecieran recordarse. La primera vez podía durar días y quizá, en casos raros, hasta semanas, pero cuando se acababa, se acababa y ya no había más que hacer. Podía ser angustioso si uno, imprudentemente, se detenía a pensarlo en serio. Sin importar lo que ocurriera de ahí en adelante, nunca jamás era lo mismo entre dos, quienes fueran; y nunca jamás sería igual entre ellos. Esa ocasión sería única, y cada instante se fugaba para siempre. Por eso dijo el sabio cínico francés que no hay mujeres bellas, sino sólo muje­res nuevas.

      Después de esa noche, se dijo, sólo quedaría conversar, conversar y convivir por años en el empeño inútil y lastimoso de conciliar las dos galaxias distantes que forman cualquier pareja humana. Y en el trayecto ineludible hacia la frustración y la derrota final, sólo quedaba contemplar cómo todo lo demás —los afanes, las ilusiones, las pasiones, los agravios, los recuerdos, sobre todo los recuerdos— se iban diluyendo en el marasmo de lo diario, en esa atmósfera gris sucio donde habita todo lo que ya da igual, en ese puerto ubicuo en donde atracan sin remedio todas las naves de la experiencia humana.

      Martín tan sólo se estaba asomando a ese abismo de opaci­dad esponjosa, y ya un principio de horror le atenazaba la garganta. Las preguntas que no se hicieran ella y él en ese momento, se dijo, ya jamás se harían. Lo mismo las promesas, los reclamos, las insinuaciones, los malentendidos. La oportu­nidad de plantearlo todo era ahora. Cuanto se quedara en el limbo, ahí permanecería por el resto de los tiempos; ni siquie­ra las mentiras podrían cambiar más tarde. Porque en el reino del después, entre dos seres humanos no había lugar para la creación; solamente para rectificaciones menores.

      Y la angustia de asir el momento presente le hacía a Martín bramar por dentro de impotencia y tironear con los dientes cada momento fugaz y lanzarse de cabeza en cada nueva, microscópica ocurrencia de él o de Fernanda, queriendo ama­rrar lo que se escurre de la red más fina y más fuerte, lo que atraviesa la celda más sólida y maciza. Y esa angustia, que sin demasiada solemnidad él podía calificar de metafísica, pensó que finalmente se resolvía en él de modo idéntico al que lo hizo en el primer antropopiteco africano. El único, miserable modo que los humanos comparten democráticamente con todo lo vivo y quizá también con lo inanimado. El modo del oran­gután y de los cactos y del bacilo del tétanos: prescindir de la razón y lanzarse entero al amok, como un trastornado, a la experiencia cruda y banal de lo que no debe pensarse. Ignorar esa ley conducía a la tristeza advertida por la cuarteta visiona­ria del compositor cubano:

      He renunciado a ti

      ardiente de pasión.

      No se puede tener

      conciencia y corazón.

      Y la única experiencia para él, en ese momento, era la realidad física de Fernanda. En un sentido perfectamente real, eso era lo único existente en el Cosmos en el instante presente, es decir, en la eternidad. Lo cual le recordó que la gran dife­rencia entre una hechicera y una bruja es muy simple: veinte años de matrimonio.

      

      14

      En una de las pausas del amor, mientras hablaban de alguna intrascendencia anatómica respecto de las diferencias reales entre los hombres y las mujeres, Fernanda se refirió a la herál­dica de Martín como “pene”. La expresión le pareció a Martín de una vulgaridad tan inadmisible que debía corregirse de inmediato.

      Todo lo suyo, le informó, tenía nombre propio y esa maravilla encabritable se llamaba Tizona. Como la espada del Cid: depositaria de la fuerza y símbolo de la rectitud; heroína de cien batallas y fiel servidora de su amo.

      —En reconocimiento de lo cual —añadió ella muy seria— recibirá en su momento el honor de ser enterrada contigo, supongo.

      Lo dicho, pensó Martín, la mujercita superficiosa de su casa estaba evidenciando un fértil trasfondo de socarronería que quién sabe dónde ocultaba en su vida normal. Eran infinitas las sorpresas del Señor.

      —Si es que no la reclama antes —respondió él— la Rotonda de las Pichas Ilustres. La patria es primero, ya sabes.

      —Si tiene tal abolengo —dijo ella, que de genealogías sabía un rato largo—, también tendrá divisa, digo yo.

      —Ciertamente. Es un lema antiguo y apropiado, usado antaño para las lanzas de torneo: “Se Dobla Pero No Se Rompe”. Alguna vez supe decirlo en latín, pero entonces yo era monaguillo, me gustaba el incienso y no había leído a Marx. Groucho Marx.

      Bien —dijo ella, inclinando ligeramente la cabeza y poniendo su mano derecha en la entrepierna de Martín, como para recibir un ceremonial beso de salutación—, pues está siendo un placer conocerte, Tizona, un verdadero placer. Estoy segura de que nuestra compenetración espiritual será cada vez más profunda y prolongada.

      Después de aclarar ese delicado asunto, ella lo hizo sentarse en el centro de la cama en postura de flor de loto (o una acep­table imitación de flor de loto, que Martín había aprendido en sus tiempos de meditador en la escuela del Maharishi Mahesh Yogui) y realizó para él una asombrosa demostración de elasti­cidad.

      Fue otra revelación. Fernanda, La Dama de Muy Altos Vuelos, casi podría ganarse la vida en un circo como contorsio­nista. Y tal vez sin el “casi”.

      —No te conocía esa habilidad —dijo él, verdaderamente impresionado por la sorprendente flexibilidad de los músculos y las articulaciones de Fernanda de los Cuatro Apellidos.

      —Prácticamente nada conoces de mí —contestó ella, en un tono que no era de queja ni de alarde, sino simplemente para establecer un hecho indiscutible.

      Y rodeó la postura de Buda Martín con una pierna que dobló de manera imposible hasta tocar con delicadeza su propia nuca.

      —Nada importante, al menos —aclaró—. Esto lo hago desde niña. Entonces yo pensaba que así podría meterme en los agujeros estrechos que aparecen en todos los cuentos de hadas. Quería poder irme siempre por donde cayó Alicia en el País de las Maravillas. No quería quedarme fuera de la cueva de los tesoros a la que se entra por una angosta grieta. O ato­rarme en el hoyo del árbol por el que solamente caben las ardillas y que es en realidad la puerta de la casa de Merlín. Por eso hoy sigo lista para cuando por fin me encuentre con el agujero que lleva a la magia.

      Se puso de pie en la cama, muy derecha, viendo al frente, y juntó sus hombros hacia adelante hasta que éstos se tocaron y sus brazos cayeron libremente hacia abajo, pegados al cuer­po, haciendo que su torso pareciera un cilindro compacto y fino, como un misil listo para ser disparado.

      —Para los que saben de esto —continuó—, es evidente que mi rutina es reducida, pero lo que hago lo hago bien y en todo caso creo que sería bastante para entrar en ese agujero fantástico que todavía espero encontrar algún día. ¿Tú sabes algo del nombre y ancestral arte del contorsionismo?

      —N. P. I.

      —¿Perdón?

      Él se puso serio y miró a su alrededor con desconfianza.

      —N. P. I. —repitió con gravedad— es una de las contrase­ñas principales en el código de la cia. Top secret.

      —¿De la cia?