Guillermo Fárber

Te vi pasar


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tela, un estilo demodé, un color estrafa­lario, cualquier cosa podía ahogar en el ridículo o en la vulga­ridad la más prometedora aventura. Y como uno nunca sabe al despertar qué le depara el destino, él toleraba camisas, panta­lones, zapatos, cinturones y corbatas de discutible calidad, pero en materia de calzoncillos y calcetines era intransigente: sólo lo mejor de lo mejor. Y hasta entonces nunca había tenido razones para arrepentirse de tan básica precaución.

      Al levantar de la alfombra la túnica de ella, Martín vio que le cabía en un puño. Un puño de seda de levísimas crepitacio­nes que guardaba, reconcentrado, el aroma penetrante de la promesa cumplida. Y pensó que estaba ya viejo para volverse fetichista a esas alturas, pero con tales señuelos cualquier cosa era posible.

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      Luego, porque Fernanda naturalmente había licenciado a la servidumbre, se ocuparon de los detalles prácticos. Bajaron desnudos a cerrar la puerta principal y las ventanas de las salas, encendieron las luces exteriores y las lámparas fluores­centes para achicharrar insectos voladores, activaron el sistema de riego del jardín y soltaron a los perros. Luego ajustaron al alza el termostato que regulaba la temperatura de toda la casa, pues no pensaban ponerse un trapo encima durante muchas horas. Finalmente asaltaron el refrigerador y comieron angulas con totopos en la mesa de la cocina.

      A manera de postre, Martín le vació a Fernanda en el pecho una lata de caviar negro que lamió en seguida con inhumana lentitud y puntillosa avaricia. Ella replicó dándole un enérgico masaje en el cuello con paté de ganso que le dejó puesto a manera de collar africano. El contestó armando en el minucio­so vellón de Fernanda una naturaleza muerta de calamares y ostiones ahumados, que con un generoso esfuerzo de la imagi­nación podían representar una familia de cuervos en su nido. Ella contraatacó cubriendo la heráldica de Martín con una capa de mayonesa que sorbió luego hasta la última gota. El realizó una maniobra envolvente atándole con una ristra de chorizos los tobillos a una pata de la mesa. Ella inició una ofensiva por los flancos, arrancándole vellitos de las axilas con los dientes, de uno en uno. Entonces él comprendió que era necesaria una acción táctica definitiva y tomó con la mano una buena porción de margarina blanda sin sal que untó de un manotazo certero en la retaguardia de Fernanda, quien ensayó, al ser curvada sin contemplaciones sobre el horno de microondas, una tímida e infructuosa protesta de inmediato ahogada por el sordo gritito de congoja que le produjo la desalmada penetración contrana­tura de un Martín de nuevo en posesión de todas sus facultades.

      Pero interrumpió su breve incursión punitiva cuando ella le anunció sin alzar la voz que ese día era su cumpleaños, y que esa su celebración elegida.

      Fue en ese preciso instante cuando Martín se explicó algunas cosas e intuyó muchas otras, y una intensa corriente de emo­ción le aceleró el pulso. Era una sensación incómoda, comprometedora. No tenía caso engañarse: se llamaba ternura, y era la emoción que más alarma le causaba a Martín en la vida. De manera que levantándose rápidamente, atropellando las palabras y escondiendo el rostro para no ver a Fernanda, dijo que la ocasión ameritaba un pastel.

      Pero en ningún rincón de la vasta despensa, en ninguno de los refrigeradores y en ninguno de los congeladores, había algo semejante a un pastel. Así que Martín improvisó una pasta de tierra, catsup, puré de papa, pasto y frijoles refritos. Escupió repetidas veces sobre la mezcla para infundirle aliento vital, y moldeó una pelota sobre la cual hizo sentarse a Fernanda para darle el toque maestro. Luego tomó el gran cirio que desde antes del génesis presidía el comedor, y lo clavó en la masa informe. Tras encenderlo, ella lo apagó de un suave soplo y él aplaudió y ambos bailaron un poco alrededor del pastel tomados de las manos y entonando los fragmentos que recorda­ban de canciones infantiles. Y fue al terminar esa danza cuando ella le confesó que le gustaba “estar batida”. Batida de todo, pero sobre todo de las tres eses: sudor, saliva, semen.

      Así recorrieron la planta baja en su viaje de regreso a la recámara, profanando todo a su paso bajo bóvedas indiferen­tes, artesonados de inconcebible paciencia y cuadrifolias como ojos severos.

      Otra vez en absoluto control de su potencia, como estaba acostumbrado, Martín la cabalgó innumerables veces sobre las alfombras de la Nao de China, junto a los bargueños toleda­nos, contra las consolas espejadas, sobre las credencias de marquetería, de pie en el escabel del bufón de Fernando VII, sentados en el taburete del piano, reclinados contra el atril del piano, arqueados en el teclado del piano, trepados encima del piano y encuevados debajo del piano (un Erard, la firma prefe­rida de Liszt, traído por barco de Francia en 1832, le informó ella a sobresaltos entre arremetida y arremetida).

      Poseídos por el enfebrecido deseo de desear, visitaron luego la sala de juegos, una especie de hangar ostentoso que nadie visitaba nunca. Sobre la anchurosa mesa de carambola ensayaron figuras clásicas y combinaciones insospechadas. En un alarde selvático en que estuvo a punto de desnucarse, él saltó sobre la mesa como gorila embravecido, se golpeó el pecho con ambos puños y se columpió de mala manera de la emplo­mada lámpara Liberty-Tiffany’s que pendía de una cadena milagrosamente resistente. Después ella le dibujó con tiza azul símbolos zulú en rostro y pecho, usando sus tetillas como ojos de espíritus benéficos.

      De ahí pasaron al salón del ajedrez, dibujando en el piso grandes losas alternas de mármol blanco y negro. Las soberbias figuras de madera y latón dorado de un metro de alto reconstruían la posición decisiva de la partida que Carlos Torre ganó a Emmanuel Lasker, tras pulverizar el esquema defensivo del campeón mundial con su sagaz maniobra “La lanzadera”, en el mismo año de gracia de 1925 en que empató con los otros monstruos Capablanca y Alekhine (todo lo cual ignoraba Martín, pero constaba en una placa puesta en lugar destacado del salón para honrar “el momento supremo del ajedrez mexicano de todos los tiempos”).

      Quizá por eso el ambiente de ese lugar le pareció a Martín decididamente esquizoide. Tanto, que decidió dar por lanza un taco de billar a Fernanda, se la montó en la espalda y la paseó como jinete vengador por todo el tablero, derribando impunemente y con una extraña seriedad las piezas del momento culminante del ajedrez nacional.

      Una vez limpio de combatientes el campo de honor, Martín efectuó un sorpresivo enroque de bandos y comenzó a perse­guir despiadadamente a la Reina con su alfil en ristre, cerrán­dole las salidas, ofreciendo gambitos y rehusando sacrificios, hasta propinarle en la casilla 8TD tal mate de bulto que a su juicio podía en justicia aspirar al premio de brillantez de la noche, aunque no alcanzara las alturas teóricas de la Lanzadera.

      Milagrosamente, en su peregrinaje de estropicios sólo rom­pieron un jarrón chino de la dinastía manchú, de cierto valor, pero que Fernanda, según le confesó, siempre había considerado repulsivo.

      De regreso a la recámara, Martín tarareó:

      Luego en la intimidad,

      sin complejos del bien

      ni del mal…

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      11

      Al término de esa excursión de recreo, y como fin de fiesta francamente teatra, iluminado por una luna llena que entraba a raudales a través de la ventanería provocando sombras góti­cas en la escalera, Martín subió de nuevo la majestuosa espiral con Fernanda en los brazos. Pero esta vez ella iba prendida de su cuello, ondulando grácilmente el cuerpo como delfín y emitiendo quejiditos de gratitud, acaballada a horcajadas sobre el eufórico, inexorable, indoblegable blasón. A lo largo de la ascensión triunfal, contemplado por la galería en pleno de los Ilustres Antepasados, Martín pensó que había muchas hazañas, aparte de las guerreras, merecedoras de investidura aristocráti­ca. De hecho recordó un honor de caballería que él se estaba ganando con creces. Junto a hidalgos de privilegio, de ejecuto­ria y de solar conocido, existía un curioso rango en la nobleza española que parecía pensado específicamente para él: Hidalgo de Bragueta. Seguramente honraba méritos distintos, pero acaso pudiera reclamarlo por hazañas logradas en el campo de batalla.

      De vuelta en la recámara,