Aunque lo que fastidiaba a Martín no era que la gente se desplomara muerta en el arroyo. De hecho consideraba tal posibilidad una sana medida profiláctica que convendría realizar periódicamente en toda gran urbe. Lo intolerable era que ese incidente seguramente tomaría por sorpresa a las burocracias de la limpieza, incapaces de despejar con eficacia las aceras de cadáveres, con las incomodidades del caso para los sobrevivientes (entre los cuales, dicho sea en su favor, no le preocupaba demasiado estar o no estar).
En su programa de entrenamiento Martín tenía previsto para ese día un footing ligero de diez kilómetros en cincuenta minutos. Programó su jogger-watch, se calzó los Nike nuevos taiwaneses, que estaban aún un poco duros, y cumplió religiosamente el ritual de calentamiento con calistenia suave, flexiones, sentadillas, inspiraciones. Era curioso. Jamás en su vida le había concedido a nada ni a nadie el quisquilloso cuidado que ponía en la carrera. Ni un escrito, ni una mujer, ni una cantina, ni una canción, le habían merecido nunca semejante interés obsesivo. Era curioso.
Al doblar la primera esquina del parque se topó como siempre con la mole de bronce dedicada a los próceres de la Revolución. Esbozó una mueca sarcástica: ni siquiera los más grandes héroes se merecían tanta ignominia, y lo pensaba no sólo por los blancuzcos y reiterados churretes de paloma. Y fue al bajar la vista de ese bronce deplorable cuando percibió a lo lejos, en la esquina opuesta del parque, una figura esplendorosa. Martín normalmente corría con la mirada fija en el piso, como en carrera de obstáculos, para estimular la concentración sorteando las inevitables excrecencias caninas, plantadas en la vía pública menos como demarcaciones territoriales que como insolencias solapadas de dueños desaprensivos. Pero algo lo impulsó en ese instante a levantar la vista, y entonces la descubrió.
Era como un bello espectro que avanzaba pausadamente, flotando, hacia él.
Al principio, la distancia y la miopía le impidieron distinguir detalles y mucho menos facciones. No sospechó siquiera que semejante criatura pudiera ser parte de su pasado —ese pasado de lo que no pudo ser, siempre más real que el pasado ocurrido.
El primer golpe de vista a la tenue aparición tan sólo le advirtió, con la languidez de un reconocimiento que le llenó de vapores el corazón: “Dama a la vista”.
Eso era insólito. Por lo común, el mensaje combinado de sus ojos débiles, sus testosteronas amotinables y su cultivada ordinariez verbal era “Hembra a la vista”. O, en días particularmente profanos, “Pellejo a la vista”. Así, por primera vez desde su olvidable infancia de monaguillo emergente, Martín Cortés validó el refrán castizo de que lo cortés no quita lo valiente, sobre la plebeya versión de que lo cortés no quita lo caliente.
Con deliberado deleite aflojó el paso para demorar el cruce con la inesperada aparición: uuuuuno… dooooos… uuuuuno… dooooos… Cambiar el ritmo del trote era un honor que a nada ni a nadie concedía Martín. Durante el mismísimo gran terremoto, por ejemplo, entre edificios crujientes, aullidos humanos y perrunos, diluvios de cristales y latigazos de cables enfurecidos, primero terminó sobre asfalto movedizo su sprint final de diez minutos, como estaba marcado en el programa, luego ejecutó su rutina de enfriamiento y sólo después de eso se unió, sin demasiado entusiasmo, a las cuadrillas de rescate. Salvar gente, pensó entonces, qué futilidad; pero también, qué remedio.
Pero esto era algo mucho más raro que un terremoto. Se trataba de una dama, especie prácticamente extinta del Jurásico dorado. De manera que aflojó el paso en su honor, mirándola con fijeza: el talento rindiéndose a la belleza.
De pronto, como un lancetazo en el rincón más íntimo de la memoria, un destello de sospecha le atravesó la mente. Al acortarse la distancia la sospecha se convirtió en turbación, y la turbación en sorpresa.
Sí, era ella.
Ella, ocho años después, ocho siglos más bella, ocho megatones más sugerente. Martín detuvo en seco su trote metros antes de alcanzarla y esperó, menos jadeante que azorado, a que terminara de encontrarlo el destino. Fernanda empujaba una sofisticada carreola de bebé que más bien parecía un modelo en miniatura de un módulo lunar. El resto de su porte hacía juego: impecable, original, caro. Pero no vestía de blanco, como el deslumbramiento le había hecho creer a Martín en un principio, sino de varios tonos de gris claro sabiamente combinados. Al levantar la mirada y verlo, ya muy próximo, ella lo reconoció al instante y sus rasgos exquisitos se iluminaron con una sonrisa de rostro completo. Él sintió como un escopetazo de algodones en el esófago. Fue un encuentro breve, en el que sólo habló ella. De lo obvio: su marido, llamado Rogelio, sus dos bebés, su casa: la charla previsible de una mamá flamante cuyo horizonte de preocupaciones comenzaba en la oportunidad de una vacuna y terminaba en la higiene de una papilla.
Todavía Dios protege la inocencia, pensó Martín, en los minutos en que oyó sin escuchar la vida y milagros de las dos musarañas ajenas, las dos carnitas de su carne producidas por su añoranza imposible. Minutos que Martín no sintió pasar, mientras se le enfriaban a lo salvaje los músculos de las piernas, el incipiente sudor de las sienes era absorbido por la cinta de apache en su cabeza, y el pulso, alterado menos por el esfuerzo que por la emoción, regresaba con disciplina a su frecuencia normal.
Cuando Fernanda terminó el recuento descriptivo de sus dos engendros ahí presentes, irremediablemente comenzó el retrato épico del papá de los engendros, por fortuna ausente. Martín se quedó en que era un hombre divino, muy sencillo a pesar de su estirpe aristocrática, con cuatro larguísimos apellidos de tal abolengo que era imposible no decirlos completos. Por lo cual, sin un gesto que traicionara su pensamiento, bautizó in pectore al miserable, en ese momento y para siempre, como Rogelio Cuatro.
Y así siguió Fernanda otro largo rato, en un tiempo agradecido por Martín, segundo a segundo, detallando el inventario de nimiedades que una mujer más o menos recién casada considera definitorias de su existencia. Pero Martín puso oídos sordos a todo ese caudal informativo, y el único dato descriptivo que guardó del usurpador fue uno que ella no mencionó explícitamente, pero que se infería sin remedio: al canalla del marido se le salía el dinero por las orejas.
Fue un parloteo, en suma, tan trivial que sólo impresionó a Martín por el tono socarrón de quien lo decía. Evidentemente algo valioso e inquietante latía por debajo de ese disfraz cotidiano y previsible. Había un espíritu por ahí, una rebeldía refrenada, algún anhelo en espera.
Hasta que vino, como la apertura súbita de una ventana a la playa de un mediodía cegador, la oportunidad imprevista: ellos, dijo Fernanda, estaban provisionalmente en esa colonia, en el penthouse prestado por un amigo de su esposo, mientras los arquitectos terminaban de remodelar la casa familiar. ¿Por qué no iba cualquier día de éstos a cenar? Seguramente Rogelio y él se caerían bien, y a ella le encantaría recordar la época tan agradable que habían pasado juntos en la universidad.
Sin confesar que la última frase él la habría por lo menos matizado con media docena de asegunes, Martín propuso, titubeante y puramente al azar, una fecha para una semana después, que ella aceptó con la parsimonia de quien se sabe dueño absoluto de su entorno.
Al verla alejarse al frente de una estela de enigmas, Martín evocó la estrofa de Agustín el inmortal:
Quisiera el sortilegio
de tus verdes ojazos
y el nudo de tus brazos,
Señora Tentación.
2
En los años transcurridos desde aquel encuentro providencial, Martín los visitó con cierta frecuencia, siempre mediante invitación expresa y siempre procurando sepultar entre cinismos e indiferencias —y él invariablemente temía que sin éxito— las frenéticas turbaciones que la cercanía de Fernanda le despertaba sin remedio.
A lo largo de esas visitas, paradójicamente, amistó con Rogelio