Guillermo Fárber

Te vi pasar


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el decurso de ese paciente y solapado cortejo, varias veces la observó mientras estaba desprevenida y advirtió en ella algunas reacciones espontáneas, palabras sueltas, gestos distraídos, reveladores de una realidad abismalmente distinta de la máscara anodina que mantenía por educación, por cos­tumbre, por recelo, quién sabe por qué. Al instante retomaba ella su careta de insípida profesional, pero él fue guardando esos indiscretos atisbos en su memoria como indicios de que la hermosa mujercita no se agotaba en la trivial apariencia. Poderosas corrientes se agitaban en el fondo de ese aparente lago suizo, y el tufo abominable del desperdicio vital se insi­nuaba en Dinamarca.

      En virtud de esas señales dispersas —que él fue coleccio­nando cual codicioso gambusino de promesas enmascaradas, aparentando en todo momento una indiferencia que le producía un extraño deleite—, al cabo estuvo Martín convencido de la existencia, en las honduras de Fernanda, de un hervidero de ansiedades en espera de una grieta en la costra para derramarse como lava por la superficie del decoro y la formalidad.

      Eran esas ansiedades, quiso él creer, el origen de la orden escueta: “Ven”, y quiso en ese momento, extasiado, creer que en efecto:

      Si nos dejan,

      haremos un rincón

      cerca del cielo.

      

      3

      Con esa absurda idea, con esa loca esperanza en mente, mo­viéndose a velocidades desusadas en él, Martín se puso su mejor chaqueta de gamuza, sirvió en el patio la copiosa ración para el fiel de Schopenhauer, llamó por teléfono a Robelo para avisarle que una vez más lo iba a usar de tapadera con Gabrie­la, con quien era miembro fundador y presidente vitalicio de ammasijos: Asociación Méxicana de Matrimonios Sin Hijos, y garrapateó con su lasallista caligrafía de rasgos arcaicos una nota que fijó con un imán en forma de fresa en la puerta del refrigerador: “Fui con Robelo. Un enredo. Me tardo”.

      Nunca pudo imaginarse Martín cuán proféticas iban a resul­tar esas palabras, mientras cerraba con llave la puerta de la calle y tarareaba una deliciosa samba argentina que le ense­ñaron con aceptable puntualidad dos desinhibidas azafatas con las que había pasado hacía poco un alucinante fin de semana en ménage à trois:

      No tengo miedo al invierno,

      con tu recuerdo lleno de sol.

      

      4

      La “casa familiar” a que tan casualmente se había referido Fernanda en su primer encuentro, era una mansión colonial sobreviviente del pueblo de Tacubaya, oculta tras un espeso y alto muro forrado de hiedras añejas. La construcción, renova­da de piso a techo para conjugar los generosos espacios de los siglos pasados con las últimas comodidades tecnológicas, conservaba casi intacta el aura de tiempos más estables y felices, anteriores a la rebelión de las masas.

      Los contrastes resultantes de la remodelación eran eviden­tes. Desde el vetusto portón de entrada, sólido como para resistir embates de ariete, y que se abría con un mecanismo electrónico, todo parecía ideado para desconcertar al visitante habituado a que las cosas de un mismo lugar fueran congruen­tes con un solo tiempo. La pilastra-nicho plateresca, robada de algún convento de La Laguna, mostraba al exterior, tras unos gruesos barrotes previsores del vandalismo callejero, la escueta rejilla del interfón en el lugar donde antaño seguramente estu­vo una virgen de serena factura. La alberca con solarium, bajo su estructura de aluminio y cristal de plomo, resaltaba entre la minúscula capilla posa de la esquina, las verandas encortinadas del comedor y la fuente de piedra empotrada en forma de concha venera donde una sirena eternamente tocaba la guitarra entre foliaciones barrocas y tritones barbados. Allá en el fon­do, la cascada artificial conducía su danza de aguas purificadas entre enormes peñascos de utilería de concreto, musgos de vinil y palmeras de verdad. En el amplio vestíbulo de piso de Talavera, un robusto facistol de cuatro caras, robado de una iglesia del Bajío, ya no sostenía biblias ni misales sino revis­tas, periódicos, la correspondencia del día, la lista de las com­pras encargadas al chofer. Y detrás de las cornisas exteriores del segundo piso, semi-oculta entre la simetría de unos remates austeros y unas gárgolas estrictas, el inconfundible perfil de la antena parabólica recordaba que, después de todo, éstos eran, en efecto, los tiempos de la masa.

      En las anteriores ocasiones en que había estado en esa casa, desde su reinauguración hacía más de un año, Martín había husmeado cuanto había podido por todos los rincones del jardín, por las construcciones anexas para el servicio, por la planta baja y el húmedo sótano. Había percibido o imagi­nado, muy tenues, las vibraciones de existencias transcurridas dentro de esos muros, unas algo venturosas, la mayoría desdi­chadas. Había valorado el gasto colosal invertido en esa remodelación que más parecía la reafirmación de un orgullo que la restauración de un hogar. Había disfrutado el discreto encanto de la cantera atravesada por cables coaxiales; del azulejo mon­tado en aleaciones insólitas que amortiguaban los movimientos sísmicos; del adobe penetrado por bien disimuladas vigas de acero que multiplicaban su resistencia en puntos clave; de la añosa piedra de los muros, recorrida en sus intersticios más angostos por los sutiles alambres del sistema de alarma; de la luz infrarroja para secarse las manos en los baños de visitas, reflejada en antiguos emplomados de catecismo barroco y elemental.

      Pero jamás había subido la monumental escalinata rumbo a las habitaciones de la planta alta, el ámbito privado, el lugar donde en realidad ocurrían o no ocurrían las cosas. En ese lugar intrigante pensaba cuando, haciendo una profunda aspira­ción, tocó el timbre incrustado en la pilastra-nicho. Al hacerlo, brotó en su memoria el verso de un bolero surrealista cuya exacta puntuación él nunca había podido desentrañar:

      En el joyel de oro

      de mis recuerdos eres.

      Mientras esperaba recordó que el paraíso musulmán prome­te a cada varón un contingente de ochenta mil huríes siempre vírgenes y siempre dispuestas para su uso exclusivo; y una potencia sexual inextinguible para atender como Dios manda rebaño tan abundante. Pero él desconfiaba de las promesas religiosas. De todas las promesas, de todas las religiones. Aunque no se oponía de ninguna manera a la compilación administrativa de recibir después de la muerte su correspon­diente hato de ochenta mil ovejas complacientes, pensaba que nada malo podía haber en ir tomando en esta vida cuantas se fueran pudiendo, a cuenta del premio mayor. Y en cuanto a la pure­za, tenía la consoladora teoría de que todas las mujeres de la tierra eran de hecho vírgenes mientras no lo conocieran a él. Lo cual era estrictamente cierto. Para él.

      

      5

      La voz que llegó por el interfón era la de ella, y fue ella misma quien acudió a abrirle la puerta. Estaba deslumbrante, como siempre, pero quizás había llorado, y su atuendo era de intimidad. Unas incipientes ojeras, en el rostro limpio de maquillaje, le daban un cierto aire de Dolorosa medieval, y su esbelta silueta se recortaba en contornos difusos contra las penumbras del jardín antiguo sobre el que comenzaba a caer la noche.

      De ser interrogado por el adjetivo que mejor describía a Fernanda, Martín habría contestado sin vacilar: distinguida. Y en ese momento de revelación, envuelta en una pálida y ligera túnica que ondeaba levemente, su distinción adquiría un cierto aire fantasmal: “¿Quién es ésta que se descubre como el alba?”

      Confundido en sus entrañas como no recordaba haberlo estado nunca, Martín cerró lentamente la puerta a sus espaldas e intentó el principio de una torpe plática convencional. Ella no dio muestras de escucharlo. Mirándolo a los ojos, impávi­da, como hablando desde el fondo de un túnel, pronunció con mucha suavidad la frase que volvía superflua cualquier otra palabra.

      “No hay nadie” dijo, y Martín no necesitó más para enten­der en un flamazo que ceder a la tentación es siempre un acto de humildad.