Guillermo Fárber

Te vi pasar


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mediante una indemnización ridícula entregó el gobierno a los campesinos para demostrar que la justicia social consistía en la facultad de destruir impu­nemente las propiedades de la gente decente, ganadas a pulso con trabajo honrado.

      Aunque había que precisar esa acusación de ingenuidad. En realidad don Manuel era un amo benévolo con los trabajadores, pagaba bien y promovía obras de beneficio colectivo. Pero su gusto mal disimulado eran las adolescentes apenitas en flor, y por ahí lo engañaron. Con y sin consentimiento de las afectadas, algunos padres y madres ambiciosos le entorilaban de una manera o de otra a sus retoños de mejor ver, en cuanto éstas comenzaban a empitonar con ímpetu tropical las blusas de tela ligera. Nunca se supo que don Manuel hubiese desdeñado una de esas ofrendas: las aceptaba siempre lleno de remordimientos religiosos que sofocaba mal, y de promesas que invariablemen­te cumplía, pero al parecer aceptó cuantas nínfulas le ofrecie­ron sus vasallos feudales. Pronto comenzó a poblarse el pueblo de herencias criollas en vientres mestizos, pero a diferencia de Pedro Páramo, que disfrutaba la inapreciable ventaja de saberse odiado, don Manuel el Inocente se imaginaba que la propa­gación de su simiente se daba en actos de amor comunitario. A pocos años de esa vida fantasiosa, algún joven a quien él sin sospecharlo siquiera había vuelto cornudo, lo sorprendió con el cogote al aire en la peluquería del pueblo.

      Eso era todo. Una historia ramplona y común. Por eso el fantasma se le aparecía sólo a mujeres, preferentemente jóve­nes y bellas. Fernanda se había tropezado con él algunas veces y siempre le llamaban la atención tres cosas: su mirada de sorpresa infinita y malograda, el tajo tremendo en la garganta, y un abultamiento perpetuo en la entrepierna, que parecía decidido a reventar las costuras del pantalón de charro.

      —Te lo voy a creer —dijo Martín— no porque lo digas tú, sino porque en una casa con trastos de virreyes cualquier cosa es posible.

      Tras de lo cual le explicó que las casas demasiado llenas le recordaban la anécdota del turista que fue a visitar a un famoso gurú oriental.

      —Al entrar en la pobre choza —dijo—, el turista observó que el gurú estaba sentado en el piso de tierra pues no había dentro ni una silla, ni una mesa, ni una cama, nada. “¿Dónde están tus muebles?”, preguntó el turista, muy extrañado. El gurú replicó al instante: “¿Dónde están los tuyos?” “Oh, bue­no —contestó el turista—, es que yo aquí sólo estoy de paso.” El gurú entonces se le quedó mirando largamente y por fin dijo con voz muy suave: “Yo también”.

      Fernanda se estiró como pantera. Las sombras lunares de los árboles del jardín le prestaban una apariencia etérea. Su cuerpo, y especialmente esos senos gloriosos, pensó Martín, conformaban una de esas visiones que jamás pueden hastiar. De pie sobre la gruesa alfombra, con las piernas cruzadas oprimiendo a su prenda amada, él sintió de pronto y una vez más la creciente pugna de aquello por escapar de la cárcel y elevar su entusiasmo al aire libre.

      —Desde un principio sospeché —dijo ella, con un mohín de reproche— que no te gustaba mi cama. No importa. Peores ofensas he tenido que soportar en mi vida —en su mirada seductora brotó de pronto una abierta llamada—. Te perdono, eunuco. Ven acá.

      Sólo en trance de muerte, sabía él, se justificaba desdeñar invitaciones semejantes. El lapidario bolero cantaba la pena aplicable a la monstruosa culpa de no actuar debidamente en tales casos:

      De lo que te has perdido

      la noche de anoche

      por no estar conmigo.

      De lo que te has perdido:

      yo llena de fuego

      y tú pasando frío.

      Y Martín, mientras saltaba como tigre cauteloso desde esa distancia sobre Fernanda, se vio la entrepierna colorada y pensó que muchas veces había él jugado al Drácula, ejecutando el acto supremo en vellones sangrantes. Pero, se dijo en el aire, hacerlo mientras era él quien estaba menstruando, ésa sí que era una experiencia novedosa.

      Y ante la repetición ostentosa recordó la diferencia crucial que él aún no había comprobado: susto es la primera vez que no puedes por segunda vez, y pánico es la segunda vez que no puedes por primera vez.

      

      17

      Ese nuevo encuentro fue tan memorable como el resto, pero no logró arrancarle a Martín la segunda salva de honor de la noche. Así que el semen continuaba acumulándose en sus hinchados testículos, como tanques de guerra en la frontera enemiga los días previos a un blitzkrieg definitivo. Incluso para él, aquello quizá estaba resultando ya un poco demasiado extravagante, y cada vez le resultaba mayor el esfuerzo de la concentración. Pero el criterio, se dijo para apaciguar su inci­piente preocupación, debía ser puramente pragmático: mientras se doblara y no se rompiera… De pronto Fernanda se quedó mirándolo a contraluz, se le acercó con toda calma y le tomó su exhausto, pero todavía combativo emblema con ambas manos, con un gesto de científico estudiando a un animal extraño. Lo palpó, lo pesó, lo sostuvo, lo observó con meticulosa seriedad y al final emitió un dictamen de firme convencimiento.

      —Me gusta la Tizona —dijo.

      Martín la miró con severidad.

      —No —respondió pronunciando con esmero cada sílaba—, me encanta tu verga.

      En el rostro de ella apareció una sombra de inquietud.

      —Me temo que la expresión no es del todo exacta —dijo, con un ligero estremecimiento de la voz.

      —Sí lo es —insistió él—. Me-en-can-ta-tu-ver-ga.

      —Es que, no… No se aplica… No refleja cabalmente la opinión…

      —Observa mis labios, Me encanta tu… —ella lo observaba, entre recelosa y compungida—. Aquí atención, para no cometer la pedantería ahora de moda de pronunciar la “ve” casi como “efe”: vvvvveeerga. O beeerga, para el caso es lo mismo.

      —De ninguna manera —protestó ella—. Esas consonantes pertenecen a dos categorías muy diferentes de articulación…

      —Dilo.

      —Las peculiares formas de manifestación individual…

      —¡Dilo! —gritó Martín, pero sus ojos sonreían—, ¡con un carajo, dilo!

      —Me encanta…

      —¡¿Qué?! —exclamó él agitando las manos frente a ella animándola a seguir—. ¿Qué te encanta?

      Ella hizo una aspiración profunda, frunció el entrecejo y pareció prepararse para dar la voz de ¡Fuego! en un fusilamiento.

      —Tu verga —exclamó finalmente con suavidad, modulando cada letra, y en sus ojos brilló una lucecita traviesa—. Ya está. Lo dije. No puedes quejarte. Siempre he tenido facilidad para los idiomas extranjeros.

      Martín adoptó un gesto de extrañeza.

      —Disculpa —dijo—, pero no creo haber escuchado bien tu comentario. ¿Qué fue lo que dijiste?

      —Dije, y aún no me lo agradeces, que seguramente debido más a mi índole magnánima que a los merecimientos reales del asunto, encuentro —tomó aire— en tu vvvvverga algunos modestos, pero agradables valores estéticos.

      —¡Dios! —exclamó él, elevando los brazos al cielo—. No gana uno para vergüenzas. ¿Cuántas veces debo repetirte que se llama Tizona? ¿Tendré que soportar toda la vida tu insufri­ble vulgaridad? Pero, bueno, resignación, es el precio de tu pasado proletario. Y en cuanto al merecido elogio, gracias por la parte que me toca, que es toda. Como dijo el elefante, quizá no sea una gran cola, pero es mi cola.

      Ella, que evidentemente gozaba de un pensamiento rápido, ya tenía el cerebro sintonizado en otras frecuencias. Hizo una mueca de intriga.

      —¿Vvvvvergüenza también viene