Guillermo Fárber

Te vi pasar


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Fernanda fue al baño y él recordó una frase de Favela: “Después de la tempestad viene la náusea”. Quizá. O bueno, seguramente. Pero esa tempestad, se dijo, estaba aún muy lejos de terminarse. Alabado fuera el Profeta.

      —Tengo un amigo —gritó desde la cama—, mayor, un anciano de hecho, pero fresco de corazón. Se llama Leonardo. Leonardo Favela. Es arquitecto, pintor, escultor, museógrafo, un iconoclasta de tiempo completo. Acaba de cumplir ochenta y tres. Yo le digo octogeranio. Se ve como de sesenta, se mueve como de cuarenta y piensa como de veinte…

      Martín titubeó un instante.

      —¿Me estás escuchando? —quiso saber.

      —Seguro —contestó ella desde el baño, con una voz lejana, pero interesada—. Lo que pasa es que me recordó a mi propio abuelo. Pero sigue.

      —Tiene una receta para no envejecer del alma —prosiguió Martín—. Dice que en tu primer año de casado o arrejuntado debes depositar en una copa un grano de arroz o de frijol o de lo que sea por cada coito. Al cabo de ese año, inviertes el proceso y comienzas a retirar un grano por cada nuevo acoplamiento. Los granos que quedan en la copa al término del se­gundo año, son la medida del deterioro de ese año (el tuyo, el de tu pareja, el de la relación, el que quiera, pero deterioro a fin de cuentas). Entonces calculas la proporción que esos granos sobrantes fueron de tu desempeño inicial, y ésa es tu “cuota personal de depreciación” o “índice de desgaste de la relación” o el nombre que se te dé la gana. De ahí en adelante jamás debes permitir una pérdida mayor que ese margen.

      Se escuchó el ruido del agua yéndose por el excusado.

      —Si eso comienza a ocurrir —continuó—, es decir, que te deteriores más rápido de lo que es normal en ti, debes cambiar de ciudad, de trabajo, de alimentación o de pareja. Cambia lo que quieras, pero muévete, porque te estás muriendo más rápido de lo que te toca.

      Se ajustó los lentes sobre la nariz.

      —Favela —dijo— le llama a ese sistema su reloj de arroz, su alarma vital, y nunca ha dejado de hacerle caso. En cuanto detecta algo que le esté afectando en ese renglón, lo manda al carajo. Lo que sea: casas, oficios, empleos, mujeres, países. Suena egoísta; lo es.

      —Me convence el razonamiento —dijo ella, apagando la luz del baño y cerrando la puerta tras de sí. Realmente era tan bella a contraluz, se dijo Martín, como lo era de cualquier otra manera—. Pero suena bastante complicado el sistema, ¿no te parece? O será que las matemáticas nunca han sido mi fuerte.

      —No, lo de Favela no es matemáticas. Es simple conta­bilidad. Una manera inteligente de llevar las cuentas de tu vida, el registro del único capital indispensable para seguir existiendo: la energía. Porque para Favela el que carece de energías para fornicar no tiene con qué hacer nada que valga la pena en este mundo.

      —Bueno… de todos modos uno se va acabando, ¿o no?

      —Desde luego. Pero fíjate en este punto. ¿Recuerdas la paradoja de Zenón sobre Aquiles y la tortuga? Es el mismo principio, sólo que simétrico, si así quieres verlo. Tú le vas descontando a la vida (o la vida a ti, según lo veas) una proporción fija cada periodo. Una proporción que es siempre una parte de lo que te queda, de manera que entonces siempre te queda algo. Cada vez menos y menos, pero algo. Así en el reloj de arroz la muerte hace el papel de Aquiles y uno (tú, yo, cada quien) es la tortuga. En otras palabras, en el reloj de arroz de Favela… la muerte nunca te alcanza.

      Guardó silencio, observando el efecto que pudiera causar en Fernanda la revelación. Pero ella, que no parecía demasiado impresionada, guardó silencio.

      —Con una sola condición —continuó él, entonces, un tanto decepcionado—, una condición obvia. Que no te suicides. Esto es, que no permitas un deterioro excesivo. El antídoto es mantener un nivel de actividad, particularmente sexual, igual o superior al que te corresponde por edad.

      La miró con mayor intensidad.

      —Puesto en términos plebeyos, debes fornicar para no morirte, follar para no fallar. ¿Qué te parece la teoría?

      Ella no se anduvo por las ramas.

      —Una vacilada —dijo.

      Martín soltó una carcajada. Tenía que ser. La mujer, se dijo, carece de los dos pequeños cerebros subdesarrollados que el hombre tiene en la entrepierna para que piensen, cosa absur­da, los asuntos que no se deben pensar. De esa manera la mujer se ahorra muchos disparates, porque el problema con los cerebros estúpidos (y era otra frase de Favela) no es que no piensen, sino que piensan puras estupideces.

      —Tal vez tengas razón —reconoció él, sonriendo aún—. De todos modos encuentro algo poético en la imagen de un reloj de arroz como un reloj de arena. Pero, bueno, la lección es clara: para evitar la muerte prematura hay que cogerse cuanto objeto apetecible se le acerque a uno con ánimo amistoso.

      La mirada que le dirigió entonces Fernanda pareció capaz de fundir el iceberg del Titanic en dos segundos.

      —¿”Cogerse”, dijiste?

      —Es la expresión popular —respondió él— o vvvvulgar, si prefieres.

      —Levanta un dedo.

      —¿Cuál?

      —Cualquiera.

      Martín, elevó el índice. Entonces Fernanda trenzó sus manos como se hace para rezar, y envolvió con ellos el solitario dedo de él, oprimiéndolo con fuerza.

      —Ahora dime —murmuró—, ¿quién está “cogido”? ¿Quién está cogiendo a quién?

      Fue un instante memorable en la vida de Martín: otro mito caía frente a él, y su dedo, estimulado por el terso calorcito que lo rodeaba, había comenzado a moverse por sí solo dentro de su agradable envoltura, con una cadencia inconfundible. Derecho y tieso como cadete, entraba y salía al suave ritmo de su estuche hospitalario. Fernanda había cerrado los ojos y oprimía y aflojaba acompasadamente sus manos alrededor del dedo intruso que era ahora el centro indudable de su atención. No cabía duda, se dijo Martín, una imaginación libre podía armar la más bulliciosa de las orgías con una sola compañe­ra… y hasta sin compañera. Y ya en el éxtasis, hasta sin cuerpo.

      Unos cuantos minutos más duró ese entretenimiento, hasta que la evolución natural de las circunstancias condujo a Martín a la decisión fría, cerebral y objetiva, aunque un tanto bruscamente ejecutada, de sustituir como huésped de la concha ma­nual, el índice impositor por la real thing para depositar otro grano de arroz en su íntimo reloj de aquella noche ceremonial. Como dijera el poeta tropical:

      Me enredaste en la malaria

      de tu amor.

      Al concluir el nuevo furor en los jadeos usuales, pensó Martín con satisfacción que había sido, como todos los anterio­res, un digno encontronazo: lo que se llama en criollo echarse un buen brinco o un cañazo de padre y señor mío. Y una vez más pudo él mantener la reserva de licor viril debidamente embotellada en la cava inferior de sus testículos tumefactos, donde continuó añejándose como dictan los cánones vitiviníco­las.

      En ese descanso recordó a ciertos amigos suyos que presumían de nunca haber pagado por coger. Ilusos: siempre se pagaba por coger. Lo único discutible era cuánto y en qué moneda: en tiempo, en paciencia, en mentiras, en ansiedades, en olvidos.

      Como advierte el moreno:

      En este mundo tan profano

      quien muere limpio

      no ha sido humano.

      

      19

      Fue justo al terminar ese nuevo encuentro cuando sonó el teléfono, Fernanda disminuía poco a poco las ondulaciones de su cuerpo y Martín resoplaba como infartado con la cara hun­dida en un almohadón, orgulloso y a la vez asustado de haber