leemos, cómo cristaliza la revolución que el modernismo venía impulsando: tacto, luz, sonido, color y alto nivel de resolución en las imágenes. Una extraña mezcla de impresionismo y nitidez. El uso de la secuencia de adjetivos como filtro para lo sustantivo.
La novela nos cuenta el ser y no ser de Antonio Azorín, joven con una posición propia de rentista, que vive su primera juventud en su provinciano lugar natal, donde crece intelectualmente a la sombra de su maestro Yuste, quien, en cuanto personaje, sirve para mostrar el batiburrillo ideológico –desde un radicalismo anarcoide hasta un idealismo del yo– sobre el que crecen el ser y el llegar a ser del héroe narrativo, mientras que ese Azorín en proceso de aprendizaje se presenta como el no ser o no llegar a ser de ese fracasado feliz con el que finaliza su historia. Aunque, más que de una novela de aprendizaje, habría que hablar de una novela de desaprendizaje arquetípica: alguien quiere cambiar el mundo y el mundo lo cambia a él.
Lo dicho: la juventud de un joven provinciano, Antonio Azorín, que quiere «intervenir» en la sociedad para mejorarla, que se instala en Madrid y durante años se desempeña como «periodista y revolucionario», pero que finalmente se resigna a ver cómo «su pesimismo instintivo se ha consolidado; su voluntad ha acabado de disgregarse en ese espectáculo de vanidades y miserias». De este Azorín hecho y deshecho se nos cuentan, a través de la expresión directa de sus pensamientos y de los diálogos con nuevos y viejos amigos –un trasunto de Baroja entre ellos–, sus ideas sobre esto y lo otro y lo de más allá, con disquisiciones que van desde la política, el periodismo y la literatura hasta el nihilismo, lo inmoral del progreso, el fracaso del socialismo, la democracia como error, el anarquismo y el eterno retorno de Nietzsche. Todo un repertorio ideológico abandonado por un protagonista que ve cuán inútil e insuficiente es todo. Si el pesimismo es el horizonte, la ironía es el confortable recurso final: «Entre la indignación y la ironía, me quedo con la ironía».
Una novela, en definitiva, sobre un tiempo en el que los intelectuales –la literatura, uno de nuestros espejos– nos devuelven una imagen justamente contraria a la que pocos años después propondría el pensador italiano Antonio Gramsci: «Contra el pesimismo de la inteligencia, el optimismo de la voluntad». Es decir, la voluntad… de la razón.
El pesimismo como excusa.
Aurora roja
pío baroja
(san sebastián, 1872 – madrid, 1956)
Éste es el tercer y último volumen de una trilogía, La lucha por la vida, que Pío Baroja escribió alrededor de un personaje, Manuel Alcázar; las dos primeras novelas, cada una con su entidad propia y dándonos cuenta de su infancia y primera juventud, nos permiten asistir a su ascenso social (y geográfico, porque, a modo de correlato narrativo, el protagonista se irá desplazando desde los barrios del sur de Madrid hacia el centro, poblado de pequeños talleres de artesanos, de tenderos y empleados).
Cuando la novela comienza, Manuel, después de haber pasado un sinfín de desventuras, ha entrado en el círculo familiar de su amigo el cajista y consigue, merced al préstamo generoso de un viejo amigo, la propiedad de una imprenta sita en el barrio de Chamberí. En el entretanto ha reaparecido su hermano pequeño, Juan, que tras abandonar el seminario, se ha labrado cierto nombre como escultor y, llevado por su temperamento un tanto místico, se ha convertido en un anarquista radical que choca con las ideas de ese Manuel aburguesado –«Yo, entre explotado o explotador, prefiero ser explotador»–, mientras defiende y practica, sin éxito y en condiciones cada vez más desgarradoras, sus ideales anarquistas hasta que, enfermo y decepcionado, muere y lo entierran en el cementerio civil bajo la aurora roja del amanecer.
Si en las los primeras novelas de la trilogía, La busca y Mala hierba, la figura de Manuel y su desclasamiento, lento y zigzagueante, protagonizan la historia, la aparición de Juan, el hermano anarquista, produce un desdoblamiento de la acción y el consiguiente enfrentamiento y choque entre ambos espacios ideológico-narrativos: el conservador que el desclasamiento de Manuel propicia y el radical anticapitalismo de Juan. Ese contraste, que la novela desarrolla con la agilidad que el estilo directo tan típico del autor provoca, vendría a ser el ADN argumental de la novela –dos largas líneas en espiral–, que aumenta su valor narrativo –literario y no solamente humano– cuanto mayor equilibrio estructural establece entre cada una de esas dos líneas de acción que pone en situación de diálogo o de careo, en el sentido más policial del término.
Podemos así hablar de dos novelas: una, la del desclasamiento individual, con sus obstáculos y necesarias adaptaciones a la realidad –«Si quieres hacer algo en la vida, no creas en la palabra imposible. Nada hay imposible para una voluntad enérgica»–, y otra, la de la militancia anarquista con los idealistas y estériles heroísmos de quienes pretenden cambiar con violencia la sociedad sin tener en cuenta las duras consecuencias: «Hay que cauterizar brutalmente la llaga social». Dos novelas que al entrecruzarse nos emplazan a los lectores a posicionarnos en calidad de jueces que no sólo deben juzgar la bondad de los procedimientos formales seguidos para lograr ese equilibrio, sino que inevitablemente han de tomar partido por una u otra de esas dos caras que la novela, por cuanto es una entidad narrativa única, nos muestra. La lectura como responsabilidad.
Campos de Castilla
antonio machado
(sevilla, 1875 – colliure, 1939)
Vivimos en tiempos cínicos, donde calificar a alguien de honesto u honrado se acerca más al insulto o menosprecio que al elogio de una virtud. Sobre Machado, don Antonio, se levanta, a modo de espada de Damocles o de techo a punto de derrumbe, la amenaza de tal renombre por más que su consideración en el sistema educativo, así como los éxitos de las adaptaciones musicales de sus versos sigan haciendo de él uno de los poetas españoles más populares y conocidos, aun entre aquellos que no han leído ninguno de sus libros.
Algo semejante me atrevería a decir sucede con Castilla, que se ha quedado más que atrás en la historia, como un nombre, una realidad, un ente y una identidad que apenas consigue trascender su propia geografía, hoy rota y casi –o sin casi– vaciada de contenido político y literario. Si bien hace apenas un siglo constituía por sí misma una ideología y una concepción política de España, hoy carece de fuerza referencial.
Sin embargo, hace todavía poco tiempo, a propósito de lo que alguien llamaba «la eternidad de Campos de Castilla», se recordaba que, en lucha contra el tiempo y los desgastes y erosiones de todo tipo que acarrea, la gran poesía conserva un rasgo y gesto pertinente, a saber: la capacidad para permanecer por encima incluso de la popularidad del nombre y renombre del poeta. Todo un mérito en medio de eternidades tan breves como las que vivimos últimamente. La poesía de Machado, el bueno, es palabra en el tiempo y palabra contra el tiempo.
Escribe Olvido García Valdés, la también poeta, y de las grandes, que el poema vendría a ser la enunciación cabal de un yo poético que es un yo lingüístico, pero que la razón de existir de la poesía es también una «enunciación de realidad» que hace que recibamos el poema como campo de vivencia del poeta.
Y desde ese entendimiento, la Castilla del poema sería leída hoy –es decir, aceptada y asumida por los que a ella se acercan– como una doble experiencia: sensorial y cognitiva. Y ello no por cuanto es paisaje, aunque sin renunciar a él, sino por ser conciencia, proclamación, ecclesia de una voz, la del poeta, que sigue viva porque nos sigue hablando y en ese seguir –sí, poeta, te escucho– reside su mérito y condición literaria. «Imágenes, conceptos, sonidos –escribe Machado–, nada son por sí mismos; de nada valen en poesía cuando no expresan hondos estados de conciencia.»
Del empaque de aquella concepción de Castilla en virtud de la cual ésta es mito, alma y forma de sentir España –tan propia de la generación del 98, pero también de la iconografía y retórica falangista– no queda nada o, si acaso, un eco, más muerto que vivo, de un nacionalismo ajado –«envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora»– al que ninguna nostalgia es capaz de darle aliento.
Queda el poema, la voz:
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago