Constantino Bértolo

¿Quiénes somos?


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aquí se defiende sin ambages «la vuelta a lo humano» en cuanto distinción de una «literatura de avanzada» que recoja el impulso de un nuevo romanticismo, carente ahora «de aquel gesto excesivo, de aquella petulancia espectacular, de aquel empirismo rehogado en un mar de retórica». Se trata de que la literatura vuelva al hombre para «escuchar el rumor de su conciencia».

      Díaz Fernández, que poco antes había publicado con gran éxito El blocao, toma la referencia a los escritores rusos, tanto por su esfuerzo y ansia por contribuir a la revolución –«que pretende sencillamente organizar la vida, transformando no un Estado, sino una moral, que produce la verdadera literatura de avanzada»–, como por su aprecio por los valores literarios presentes en el futurismo revolucionario: «Síntesis, dinamismo, renovación metafórica, agresión a las formas académicas». En esa necesidad de renovación de los recursos literarios concuerda con Ortega. Donde se separa es en la consideración de lo nuevo. Si en Ortega lo nuevo responde a la amenaza de la vulgaridad que el auge de las masas trae consigo, en Díaz Fernández lo nuevo es precisamente eso que las masas aportan: la revolución en cuanto «nuevo orden de cosas que tiene que afirmarse y fortalecerse». El escritor, en consecuencia, está llamado «a comprometerse ante la historia, a construir por sí solo un nuevo modo de vivir»: compromiso y, por tanto, responsabilidad. Bien es cierto que si en los planteamientos de Ortega no se explicitaba quiénes eran los jueces o legisladores de «las reglas del arte», tampoco Díaz Fernández aclara quiénes van a ser aquellos que se asuman como representantes de esa historia ante la que la literatura se compromete. La propuesta de la literatura de avanzada necesita escritores y escritoras –este libro incluye unas reflexiones sobre el feminismo bastante romas, incluso para el momento histórico que le corresponde– que vivan para la historia, para las generaciones venideras y sean capaces de ajustar «sus formas nuevas de expresión a las nuevas inquietudes del pensamiento […], que harán un arte para la vida, no una vida para el arte».

      Dos libros, La deshumanización del arte y El nuevo romanticismo, que son dos estéticas, dos entendimientos del qué y el para qué de la literatura. Una tensión que, presente en la inestimable aportación de Díaz Fernández, atravesará toda nuestra literatura del siglo xx y que todavía hoy permanece. Y lo que queda.

      Poeta en Nueva York

      federico garcía lorca

      (fuente vaqueros, 1898 – camino de víznar

      a alfacar, 1936)

      La verdad es que uno de los grandes méritos del Lorca poeta es que siempre se mueve al filo de «lo bonito» y casi siempre sale bien parado del peligro. Coge una punta de cursilería y le da la vuelta, la lleva de aquí para allí, la hace cruzar dos mares y tres continentes, sopla, mete la mano en el sombrero et voilà!: «Y el agua era una paloma». ¡Qué maravilla! Simplemente ha conseguido mojarnos de aire, hacernos ver y tocar lo imposible.

      Tiene poca prensa la capacidad de admiración que tenemos los humanos y, sin embargo, ésa es la piedra filosofal sobre la que descansa lo que llamamos «belleza». Admirar algo que alguien ha hecho es admirar la capacidad humana de hacer ese algo que la produce. Aquí la admiración es ese lugar donde se encuentran y casan lo común y lo individual, donde lo ajeno se hace propio (sin pasar por la nacionalización de los medios de producción).

      Poeta en Nueva York es admirable: un yo poético que habla igual que si lo abdujera el espectáculo hermoso y cruel de la vida moderna y capitalista en su más clara potencia:

      ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem! ¡Ay, Harlem!

      ¡No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos,

      a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro,

      a tu violencia granate sordomuda en la penumbra,

      a tu gran rey prisionero con un traje de conserje!

      El poeta da –nos dona– la sensación de estar borracho, drogado, alucinado, convertido en potencia y tacto verbal, un rey Midas semántico volcado en una especie de irrealismo realista donde todo lo que es es y, además, es otra cosa:

      Estaban los tres quemados:

      Lorenzo por el mundo de las hojas y las bolas de billar;

      Emilio por el mundo de la sangre y los alfileres blancos,

      Enrique por el mundo de los muertos y los periódicos abandonados.

      Mirada fraterna, una poesía que ve la luz y las sombras que hay delante y detrás de la materialidad de las metáforas. Pone juicio a la humillación de la alegría y levanta las leyes bajo las que se aplastan los sueños. Sangre, opresión y «desfiladeros que resisten / el ataque violento de la luna». Nunca la lírica ha estado tan a punto de convertirse en épica, en canto colectivo, en danza –«en fondo espiritual insobornable»–, en himno contra la dictadura del trabajo asalariado –«Los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores»–.

      Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.

      Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.

      Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,

      la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,

      los ricos dan a sus queridas

      pequeños moribundos iluminados,

      y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.

      Nueva York como admiración y profecía: «Y lo terrible es que toda la multitud que lo llena cree que el mundo será siempre igual y que su deber consiste en mover aquella gran máquina noche y día y siempre».

      y el agua era una paloma.

      Mejor dejarlo aquí, porque la admiración no permite muchas palabras.

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