Constantino Bértolo

¿Quiénes somos?


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lecho en donde yago.

      Y cuando llegue el día del último viaje,

      y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,

      me encontrareis a bordo, ligero de equipaje,

      casi desnudo como los hijos de la mar.

      *

      Es una hermosa noche de verano.

      Tienen las altas casas

      abiertos los balcones

      del viejo pueblo a la anchurosa plaza.

      En el amplio rectángulo desierto,

      bancos de piedra, evónimos y acacias

      simétricos dibujan

      sus negras sombras en la arena blanca.

      En el cenit, la luna, y en la torre,

      la esfera del reloj iluminada.

      Yo en este viejo pueblo paseando

      solo, como un fantasma.

      *

      Érase de un marinero

      que hizo un jardín junto al mar,

      y se metió a jardinero.

      Estaba el jardín en flor,

      y el jardinero se fue

      por esos mares de Dios.

      *

      Mi paraguas, mi sombrero,

      mi gabán… El aguacero

      amaina… Vámonos, pues.

      Dejando atrás flecos modernistas, los poemas avanzan entre encinares y roquedales hacia la meditación y la sentencia seca o sarcástica. Hay quien acusa a la poesía de Machado, don Antonio, de aburrida. Y sí, pudiera ser; al fin y al cabo, el aburrimiento es ese lugar del que para salir hay que ser capaz de imaginar. Un buen lugar donde permanecer algún tiempo. Palabra en el tiempo.

      El metal de los muertos

      concha espina

      (santander, 1869 – madrid, 1955)

      Ésta es una novela social católica; alguien incluso la calificó de epopeya católica. Social y católica, una mezcla que hoy suena rara, si no imposible, aunque todos hayamos oído hablar de la doctrina social de la Iglesia, de la encíclica Rerum novarum promulgada por el papa León XIII en 1891, de los curas obreros y de la Teología de la Liberación. Vale. Pero, por otro lado, está aquello de que la religión es el opio del pueblo y aquello otro sobre la enorme diferencia entre una ideología de lo social –que se sostiene sobre la asunción de que el trabajo es un factor constituyente de la dignidad humana– y un pensamiento católico –que arranca de la consideración bíblica del trabajo como castigo–. Un lío, sin duda. El metal de los muertos es la versión narrativa de ese lío.

      Grosso modo, viene entendiéndose por novela social el conjunto de novelas que abordan lo que desde finales del siglo xix llamamos «el conflicto social», es decir, aquellas que narran el enfrentamiento entre el mundo del trabajo y el mundo del capital, entre trabajadores y empresarios. En razón de la intensidad y de la causa de ese enfrentamiento que en cada novela se argumente, cabría diferenciar entre novela social y novela revolucionaria. Mientras que las novelas revolucionarias entienden que el conflicto es una lucha de clases y que la única salida es la revolución concebida como expropiación de la propiedad privada de los medios de producción, en las novelas sociales la solución no exige el acabamiento de las clases poseedoras. Las unas hablan de revolución y las otras de justicia social. Las unas hablan de lucha de clases y las otras dan cuenta del sufrimiento que padecen los trabajadores y trabajadoras, lo denuncian y solicitan, explícita o implícitamente, su desaparición o reforma. Desde el entendimiento de que lo social es empatía y denuncia del injusto padecer de los desposeídos de la tierra, es verosímil que en ese espacio narrativo aparezca la visión católica. Más dudosa o imposible sería la asunción de las narrativas revolucionarias desde la óptica del «ama al prójimo como a ti mismo». Y es precisamente este juego entre lo posible y lo imposible lo que otorga a esta novela un especial interés.

      El escenario de la novela de Concha Espina, localizado de manera realista, aunque con pequeños cambios en algunos topónimos, es lo que hoy conocemos como las minas de Riotinto y, en un tiempo, 1917, donde el descontento de los trabajadores estaba dando origen y razón a la puesta en marcha de una huelga general por parte de sus organizaciones sindicales. Tanto la geografía física como la humana se observan desde una escritura realista en la que sobresalen la descripción de las minas y su entorno, además de la atención honesta hacia la problemática obrera bajo las insoportables condiciones de explotación que impone la compañía internacional que, tras un acuerdo de concesión escandaloso por parte del Estado, actúa de facto a la manera de una potencia colonial con mando en plaza, es decir, con poder absoluto tanto sobre la planificación de las actividades como sobre el marco laboral en su conjunto: salarios, contrataciones, viviendas, economatos, servicios médicos.

      El revoltijo ideológico que se despliega en la historia es francamente llamativo. Al lado de visiones radicales del conflicto social –«Los obreros ni aquí ni en ninguna parte deben pedir limosna sino justicia»–, se cruzan católicos idealismos que derivan la cuestión hacia abstractas buenas intenciones –«El amor puede salvarnos»–. Al lado de apuntes protofeministas y del reconocimiento emocionado a la labor liberadora de los sindicatos obreros de clase, convive un humanismo espiritualista donde los dirigentes no dejan de ser mirados como apóstoles redentores. Una extraña mezcla de Marx y Jesucristo, en la que, eso sí, se habla más de justicia niveladora que de propiedad privada.

      El metal de los muertos es una novela social escrita por una escritora católica, conservadora y de derechas. No es, además, una gran novela ni mucho menos. Y sin embargo…

      Segunda antolojía poética (1898-1918)

      juan ramón jiménez

      (moguer, 1881 – san juan de puerto rico, 1958)

      Perfecto ejemplo de cómo la palabra poética puede pasar, en veinte años, de la cursilería a la exactitud. Toda antología, con ge o con jota, tiene algo de diario de viaje, de cuaderno de bitácora. Toda antología es la foto fija de un largo camino sin vuelta de hoja, el hilo rojo de una vida, acaso las miguitas de pan con las que el poeta trata de evitar el extravío.

      En los primeros poemas de este libro de Juan Ramón Jiménez están todavía el tintineo modernista, la huella sonora de Darío, la sensibilidad cursi del adolescente que busca, perdido en la mímesis, su propia figura:

      Y esa luz de bruma y oro,

      que pasa las hojas secas,

      irisa en mi corazón

      no sé qué ocultas bellezas.

      Luego se va despojando de espejismos y espejuelos semánticos; adiós a las aflautadas sonoridades, a los jardines prerrafaelistas y a las profundidades horizontales. Como si los ecos severos de algún canto popular le fueran podando el exceso de poetismo, el verso madura y cobra peso y vuela:

      … Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros

      cantando;

      y se quedará mi huerto, con su verde árbol,

      y con su pozo blanco.

      Después se hace esencia, esencialidad, sentencia abierta, sabiduría alegre, tristeza calma, amor y tacto. El egoísmo como espacio interior y cobijo, pero también como ventana para asomarse al mundo. Según avanza el libro, la voz poética adelgaza, pero gana peso, perfil propio, altura. Cada metáfora es ahora un cuchillo que se hunde en la cara oculta de lo ya conocido, siempre sin caer en el «supersticioso culto» a la imagen por la imagen. Los signos de admiración hablan en voz alta de aquello que los puntos suspensivos callan. El lector pasa las páginas, los poemas y los versos con el ánimo de quien se asoma, entre perplejo y deslumbrado, a la luz y la brisa de