Пиппа Роско

Cicatrices del ayer


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queda espacio de pie.

      Su respuesta le sorprendió, y también el acento cantarín y dulce.

      –Toma asiento –lo invitó finalmente.

      Algo confundido, Matthieu obedeció y ocupó un lugar a su lado en la cómoda hierba. Exhaló un suspiro de alivio. Se alegraba de no estar en la fiesta. Odiaba aquella parte de su trabajo como director general de Industrias mineras Montcour. «El chismeo», como lo denominaba Malcolm. Matthieu prefería llamarlo «pérdida de tiempo», pero no pensaba discutir con su director, amigo más íntimo y tutor legal en el pasado. El responsable de comercio andorrano había decidido que aquella gala benéfica sería un buen punto neutral para sondear una posible operación minera con el principado.

      Miró de reojo a la mujer que tenía al lado. Era muy joven.

      –¿Quieres un poco?

      Matthieu sacudió la cabeza cuando le ofreció la botella. No tenía costumbre de beber, se negaba a permitir que nada le embotara los sentidos hasta semejante extremo. Permanecieron en silencio unos instantes, como si ninguno de los dos se sintiera obligado a hablar. Era un alivio.

      –¿Tú crees que hay cosas que son imperdonables? –preguntó al aire de la noche sin mirarlo.

      Matthieu escogió cuidadosamente las palabras antes de hablar.

      –Creo que en toda historia siempre hay dos partes.

      Ella se quedó pensativa unos instantes.

      –Esta noche he roto un compromiso.

      –Bueno, en ese caso o él no valía la pena o ella no ha sido lo bastante constante en sus sentimientos.

      –¿Así de simple?

      –Normalmente es sencillo cuando sacas a tus sentimientos de la ecuación –algo que a él se le daba bien–. ¿Lo amas? –preguntó con curiosidad.

      –Creía que sí.

      También conocía aquella sensación.

      –Entonces, o te mintió a ti o la mintió a ella.

      –No, no es eso. Quiero decir, yo nunca… él nunca…

      Matthieu frunció el ceño ante su confusión. Entonces ella se giró para mirarlo y sintió por primera vez el impacto de toda la fuerza de su belleza.

      –¿Qué se siente cuando te besan?

      Él dejó escapar un aire que no sabía que estaba reteniendo.

      –¿Creías que lo amabas pero nunca lo has besado? –preguntó sin poder disimular la incredulidad.

      «¿Qué se siente cuando te besan?».

      Maria estaba avergonzada. No tendría que haber hecho semejante pregunta, y menos a un hombre como aquel. Aunque no sabía quién era ni conocía su nombre, estaba claro que él sí sabía lo que era besar, acariciar…

      Un sonrojo le cubrió las mejillas, y confió en que no lo hubiera percibido bajo el cielo estrellado. Se sentía ingenua y pequeña a su lado, porque tenía una presencia corporal imponente. Tenía unos brazos y unos músculos fuertes, pómulos altos cubiertos por una barba corta y unos labios sensuales. Los ojos de un color avellana tan brillante que podría haberse perdido en sus profundidades.

      Pensó que no iba a contestarle, y dio un respingo cuando lo hizo.

      –Hay muchos tipos de besos. Besos manipuladores, para conseguir lo que uno quiere. Besos crueles para castigar. Y besos suaves que una madre le da a su hijo –murmuró–. Y luego están los besos apasionados, que suelen ser un poco egoístas. Pero, ¿el primer beso? ¿Sinceramente? Casi con toda seguridad, incómodo y confuso.

      Maria se sintió algo triste al escuchar aquello.

      –Entonces a lo mejor debería quitármelo de encima sin más.

      El hombre se rio suavemente.

      –A lo mejor.

      –¿Serías tan amable de besarme ahora?

      Entonces aquel hombre de quien no conocía siquiera el nombre la miró. Y Maria lo sintió. El estremecimiento mientras aquella mirada penetrante le llegaba hasta las profundidades del alma, como si la comprendiera. Aquello era lo que quería, se dio cuenta. Durante todos aquellos años. Alguien que la entendiera. Y que después decidiera quedarse.

      Maria deslizó la mirada por su rostro sin saber qué buscaba. Sintió cómo se le erizaba el vello de la piel, pero resistió el deseo de estremecerse bajo su mirada, porque tenía miedo. No de él, sino de lo que le estaba sucediendo.

      Él frunció el ceño un instante, como si estuviera librando una batalla interior. Luego extendió el brazo y le alzó la barbilla con un dedo, mirándola como si la estuviera inspeccionando.

      –¿Estás segura?

      Maria asintió, incapaz de hablar.

      Él se movió despacio, como dándole la oportunidad de darse la vuelta, de cambiar de opinión. Maria observó con los ojos muy abiertos y expresión fascinada cómo inclinaba la cabeza hacia ella y… en lugar de presionar los labios contra los suyos, apretó la mejilla contra la suya como acariciándola hasta que finalmente giró la cabeza hacia la suya y le rozó los labios. Una vez. Y luego dos.

      A Maria se le expandió el corazón ante la sensación suave y al mismo tiempo firme de sus labios. Algo en su interior salió a la superficie de la piel reclamando llegar a él, sentir más que aquel contacto. El fuego atravesó las venas de Maria, el corazón le latía con tanta fuerza que temía no volver a recuperar nunca el equilibrio. Entonces se abrió a la lengua del hombre y la encontró con la suya. La primera e impactante sensación de notarlo dentro de ella la llenó de una sensación deliciosa. Se perdió por completo en el beso, en el baile de sus cuerpos, en la sensación embriagadora que la consumía.

      No pudo contener un gemido de placer que le surgió de los labios, y lo lamentó a instante porque el dejó de besarla y apoyó la frente en la suya, respirando agitadamente, como si estuviera tan impactado como ella.

      –¿Es… es siempre así? –se atrevió a preguntar Maria.

      –No –respondió él sombríamente–. Nunca.

      Le tomó una mano en la suya con delicadeza, acariciándosela hasta que tropezó con la cicatriz que le cubría la palma hasta la muñeca. Maria apartó la mano y se rio con cierta sonrojo.

      –Mi madrastra las odia –confesó, consciente de que sin duda había notado las pequeñas cicatrices y punzadas que tenía en los dedos, aparte de la más grande–. Dice que las damas de alta alcurnia deberían tener unas manos inmaculadas y finas.

      –¿Y tú qué piensas? –preguntó él.

      Maria dio la vuelta a sus manos y las observó con imparcialidad por primera vez en mucho tiempo. Viéndolas como algo más que una parte del cuerpo, como las herramientas que utilizaba para crear sus piezas de joyería, para fundir y moldear metales preciosos, para crear cosas bonitas.

      –Yo creo que hablan de trabajo duro, sacrificio y lecciones duramente aprendidas, y estoy orgullosa de cada una de ellas.

      A Matthieu le resultó extraño escucharla hablar de aquel modo de un tema que para él había marcado tanto su vida, y que lo hiciera con orgullo y desafío en lugar de con asco o una fascinación enferma. Él se había encontrado con ambas reacciones. Y luego había otro tipo de mujeres, las que simplemente veían lo que él podía darles en lugar de las cicatrices que cubrían casi la mitad de su torso.

      –Tú no lo entenderías –aseguró la joven.

      Y Matthieu se rio con ganas y ella lo miró con asombro. Entonces él asintió, se aflojó la corbata y se desabrochó el botón superior, luego ladeó la cabeza y se tiró ligeramente del cuello de la camisa. Sabía que así vería una parte de las cicatrices que le besaban el cuello brillar bajo la luz de la luna.