se elevaban por encima del mostrador de recepción más allá del cual no le habían permitido pasar.
Habían pasado tres meses desde la última vez que vio a Matthieu. Dos desde que empezó a sentir aquellas náuseas que la pillaron completamente por sorpresa. Un mes desde que una pequeña línea azul cambió su vida para siempre, y solo unos pocos días desde que la primera ecografía confirmó que su vida, sus vidas, habían cambiado para siempre.
Maria creyó que tendría que pasar horas rastreando páginas de internet para encontrar a Matthieu, y había pensado incluso contactar con la princesa Sofia, la patrocinadora de la gala en la que conoció a Matthieu, para pedirle una lista de los invitados aquella noche. Tras reunirse de nuevo con Theo, Sofia le había perdonado la indiscreta discusión con Theo. Todo se había barrido debajo de la alfombra de la felicidad y el amor que rebosaba la pareja el día de su boda.
En el pasado, semejante pensamiento le habría hecho sentir la aguda agonía del amor no correspondido, pero eso fue antes de Matthieu y antes de… se llevó la mano al vientre con gesto inconsciente y miró hacia la gigantesca y moderna lámpara de araña que colgaba del altísimo techo. El edificio entero hablaba de dinero. Pero, cuando una persona era tan rica como Matthieu Montcour, podía permitírselo.
Aquella mañana lejana había salido de la suite de Matthieu en Andorra para encontrarse con su hermano Sebastian furioso y preocupado por su desaparición de la noche anterior. Pero entonces Maria le dijo que quería volver a casa, y él la llevó de regreso a su apartamento compartido del sur de Londres.
Durante un mes se perdió en días muy ocupados, haciendo sus joyas y trabajando a tiempo parcial en un café. Pero durante las noches se sumergía en sueños de Matthieu y del placer que había arrancado de ella. La realidad del día a día se fue abriendo paso en su vida, y Matthieu llegó a convertirse en una especie de mito, como una fantasía que hubiera imaginado. No les dijo ni una palabra de él a Anita ni a Evin, sus compañeros de piso.
Miró de reojo a la recepcionista, que golpeaba el teclado con fuerza, como si así fuera a lograr que Maria desapareciera. Pero no iba a irse a ninguna parte.
Un mes después, tras la tercera semana sin lograr contener las náuseas, Anita le dio una prueba de embarazo con una sonrisa, una palmadita en el brazo y una taza de té. Todo muy inglés. Y luego se marchó. Maria apenas tenía recuerdos de los siguientes dos días. Estaba entumecida por el shock y abatida por muchas preguntas sin respuesta. Pero un único pensamiento se había mantenido constante.
«Voy a tener el bebé».
Se prometió a sí misma que cuando cumpliera el tercer mes y se hiciera la primera ecografía, se lo contaría a Matthieu.
El sonido de unos tacones avanzando a toda prisa por el vestíbulo de mármol la sacó de sus pensamientos y trajo a Maria al presente. Una mujer elegantísima con un abrigo de lana se giró para mirar a un trío de hombres de traje que pasaban por ahí.
–¡Ese hombre es absolutamente imposible! No me extraña que le llamen la bestia.
A Maria no le cupo ninguna duda de a quién se refería. No después de la búsqueda que había hecho de Matthieu en internet. Tenía dos palabras: su nombre y la minería, su «interés profesional». No albergaba muchas esperanzas, pero estaba equivocada. Un segundo después de haberle dado a la tecla, la pantalla se llenó con la imagen de su rostro, con su expresión adusta y una mirada dorada tan intensa que sintió cómo se sonrojaba, como si Matthieu hubiera descubierto que le estaba buscando.
Maria se había enterado de que era uno de los cuatro hombres más ricos de Europa. Y aquello la había impresionado. Pero había tenido que pagar un precio muy alto por su riqueza. Maria contuvo el aliento al leer la descripción del incendio que no solo había engullido la hacienda en la que Matthieu vivió de niño, sino también a toda su familia. El mismo incendio que había provocado las cicatrices que ella sintió bajo la palma de la mano, duras y nudosas, pero al mismo tiempo desafiantes y magníficas. Como resultado, el seguro de vida convirtió a aquel niño de once años en inmensamente rico independientemente del negocio familiar. A Maria se le rompió el corazón al ver las imágenes de aquel niño pequeño acompañado por su tutor legal detrás de cinco ataúdes: sus padres, dos tíos y una tía. No podía ni imaginar lo devastador que debió ser aquello.
Mientras la mujer se dirigía a la salida acompañada de su drama y de los hombres de traje, Maria volvió al presente. La recepcionista se aclaró la garganta y se puso de pie. Al parecer había llegado al límite de su paciencia.
–Señorita, me temo que voy a tener que pedirle que…
–¿Maria?
Ella giró la cabeza hacia la fila de ascensores situados a la derecha del mostrador de recepción y se encontró con un Matthieu Montcour tan asombrado como ella misma estaba tras volverlo a ver después de doce semanas.
Matthieu la vio levantarse del sofá en el que estaba sentada como movida por un resorte.
–¿Dónde hay un cuarto de baño? –preguntó casi sin aliento con tono desesperado–. Lo siento, no quería que esto fuera así, pero… necesito de verdad un baño. No te vayas a ninguna parte, por favor. Tenemos que hablar. Pero necesito…
–Sí, un baño. Lo he entendido. Doblando la esquina a la izquierda –dijo señalando con el brazo.
Ella salió literalmente corriendo, y Matthieu no pudo evitar sonreír. Sacudió la cabeza y trató de liberarse del efecto de su repentina e inesperada aparición. No es que no hubiera pensado en ella en aquellos tres meses. Había pensado buscarla, sus dedos intentaron varias veces teclear su nombre en el buscador de internet. Lo cierto era que no había pasado un día, ni una noche, en los que no recordara sus suaves suspiros, o la sensación de su piel. El desgarro que había sentido la mañana después, cuando se escabulló de la habitación dejándola allí dormida en la cama. Odiándose a sí mismo y consciente al mismo tiempo de que era lo que tenía que hacer.
Pero, ¿qué hacía Maria allí ahora? ¿Qué quería?
Entonces un frío helado ahogó sus pensamientos. Sabía quién era él.
Y como muchas mujeres antes que ella, Maria había ido a rentabilizar su notoriedad. Iba a jugar la carta de las vulnerabilidades que él había expuesto accidentalmente aquella noche, la única noche que le había ofrecido.
Apretó las mandíbulas con rabia. Pensaba que ella era distinta. Le había dado la impresión de que había algo casi místico en su pureza. Una pureza que él le había arrebatado aquella noche. Tendría que haberlo pensado mejor. ¿Acaso no había aprendido a los diecisiete años lo que querían las mujeres de él?
El sonido de sus tacones en el suelo de mármol lo sacó de sus pensamientos y se giró hacia ella. Maria lo miraba nerviosa, retorciéndose las manos. Estaba increíblemente bella. Matthieu se había medio convencido a sí mismo de que había imaginado el tremendo impacto que causó en él aquella noche. El modo en que se le había acelerado el corazón solo por estar cerca de ella.
–Hola –dijo Maria–. ¿Podemos hablar?
Matthieu asintió y durante un instante casi sintió lástima por ella. Porque estaba claro que Maria sabía quién era, pero no tenía ni idea de a quién se enfrentaba.
–Por aquí –afirmó con sequedad guiándola hacia los ascensores.
Matthieu metió una llave de tarjeta y las puertas se abrieron, revelando un ascensor cubierto de espejos que llevaba únicamente a la última planta, donde estaban sus oficinas.
Ella le siguió en silencio, y cuando estuvieron en el confinado espacio, Matthieu inhaló su aroma y experimentó una oleada de deseo. La observó en los espejos. Maria miraba hacia delante con gesto decidido y no quería hacer contacto visual, lo que ofreció la oportunidad de fijarse en su aspecto. La noche que se conocieron llevaba un vestido de encaje blanco. Ahora tenía puestos unos vaqueros ajustados y una chaqueta de cuero negro que cubría una camiseta amplia de color rosa. El pelo suelto le caía sobre los hombros en suaves rizos oscuros