Пиппа Роско

Cicatrices del ayer


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me da igual –respondió ella desafiante sin apartar los ojos de los suyos ni un instante.

      Allí estaba aquella fuerza otra vez. El acero que había reconocido dentro de su suave perfección.

      Matthieu apretó los dientes, se dio la vuelta y regresó a su lado, sacándose la camisa de la cinturilla del pantalón mientras se acercaba. Se desabrochó los botones uno a uno, y Maria siguió manteniéndole la mirada. Cuando llegó al último botón, la miró una última vez antes de quitarse la blanca camisa y dejarla a un lado. Maria no apartó la mirada al principio, y eso tenía que reconocérselo. Pero Matthieu terminó por cerrar los ojos, no estaba dispuesto a ver aquellas hermosas facciones arrugadas por el asco.

      Sintió cómo Maria acortaba la distancia entre ellos, el calor de su cuerpo apretado contra el suyo. En las partes sin dañar, porque los nervios de la piel herida que cubrían casi la mitad de su torso habían perdido sensibilidad. Se preparó para el momento de abrir los ojos, esperando encontrar repulsión y horror en ellos, o incluso la mórbida fascinación que descubría en ocasiones.

      Pero lo que vio al abrirlos fue maravilla y algo parecido a la admiración.

      Maria estaba completamente embelesada. «No me gusta el fuego», había dicho Matthieu. Sí, tenía el torso desfigurado gravemente por las cicatrices que le recorrían desde el antebrazo hasta el cuello, cubriéndole casi la mitad del pecho. Los dibujos que formaba la cicatriz en el pecho eran dolorosamente hermosos para ella, y no podía ni imaginar el dolor que debió experimentar para que se curaran, ni el tiempo que debió necesitar.

      –¿Qué ves? –preguntó Matthieu. Exigió casi.

      Y ella dijo las palabras que le vinieron a la cabeza.

      –Magnificencia.

      «Masculinidad pura». Aunque esto último no llegó a decirlo en voz alta. Dejaría claro el deseo que sentía. Extendió la mano, pero él la atrapó al vuelo y la envolvió con sus grandes dedos con suavidad y al mismo tiempo firmeza.

      Maria le lanzó una mirada fija, consciente de que estaba reteniendo el aire en los pulmones. Consciente de que tenía la piel en llamas por el deseo de volver a sentir la conexión que habían experimentado antes cuando se besaron.

      Apretó la mano de Matthieu, entrelazada en la suya, y acortaron la distancia entre sus cuerpos. Él se contenía, pero Maria se dio cuenta de que estaba haciendo un esfuerzo por contenerse. El instinto pudo más que ella y le depositó un suave beso en el pecho, en el músculo pectoral cubierto por una zona de cicatriz que le recordó a un gran roble blanco, nudoso y majestuoso al mismo tiempo.

      Trazó el camino que sus labios habían cubierto por el pecho con la mano libre, deleitándose al sentir cómo Matthieu contenía la respiración. Por muy inocente que fuera, podía reconocer el deseo en sus ojos porque lo sentía en su interior.

      Depositó otro beso en el centro de su pecho y se sintió extrañamente expuesta. Quería saberse rodeada por sus brazos, esconderse allí de aquella pasión que le resultaba abrumadora. Un escalofrío de deseo le recorrió todo el cuerpo, y fue entonces cuando Matthieu le soltó por fin la mano. Maria lo miró a los ojos, que estaban clavados en los suyos.

      –No sigas.

      –¿Por qué?

      –No sabes lo que estás haciendo. Lo que estás pidiendo –afirmó él casi con rabia.

      –Tal vez sea un poco ingenua, pero…

      –¿Un poco ingenua? Eres completamente inocente, Maria.

      –¿Y eso significa que no sé lo que quiero?

      –Significa que no entiendes las implicaciones de lo que quieres.

      –Eso le sucede a todo el mundo, ¿no?

      –Esto es algo que debes hacer con alguien capaz de quedarse a tu lado.

      «Nadie se queda nunca a mi lado», aseguró su mente, rebatiendo todos y cada uno de sus argumentos. Sabía en el fondo que aquello era lo que anhelaba con todo su ser. Nunca había estado tan segura de nada en su vida, y temía que si Matthieu se alejaba ahora, perdería algo con lo que solo había soñado en sus noches más oscuras.

      –No pido nada más que esta noche.

      Matthieu se había equivocado. Era una seductora. Una seductora que le estaba ofreciendo algo que le resultaba casi imposible rechazar. Era tan hermosa, tan pura… una luz para su oscuridad, y terminaría arrastrándola con él si le daba lo que quería.

      Nunca se había permitido a sí mismo aceptar algo tan puro. Las compañeras de cama que escogía conocían el juego. El placer de dar y recibir, nada más. Porque Matthieu había aprendido hacía mucho tiempo que cualquier otra cosa era un sueño ridículo. Pero se negaba a ser él quien le enseñara a Maria aquella lección.

      Y, sin embargo, no podía evitar pensar que si se alejaba ahora, si la dejaba allí sola, algo profundo dentro de él se rompería.

      Se deshizo de aquel pensamiento tan rápidamente como lo había formado en un movimiento mental que llevaba muchos años practicando. Lo que estaba considerando era una locura. Pero entonces Maria le depositó otro beso en el pecho y todo su ser se sumergió en una oleada de deseo. Sintió cómo un gruñido intentaba abrirse paso a través de su garganta, pero lo contuvo.

      –¿Por favor? –susurró Maria entre aquellos besos infernales que estaba repartiendo por su cuerpo, en los lugares de su piel que otras mujeres evitaban.

      –¿No te das cuentas, Maria? No deberías tener que rogar por esto.

      –No estoy rogando, te lo estoy pidiendo. Esta es mi elección. Lo que quiero. Quédate conmigo, solo por esta noche. Por favor.

      Y finalmente Matthieu perdió la batalla. La batalla contra comportarse de manera decente, alejándose sin tocar a Maria. Porque no podía soportarlo más. Quería tocarla, sentir su piel, tan pálida contra la suya que casi parecía brillar. Sentía tanto deseo de hacerla vivir el placer que casi le dolía físicamente. Sintió cómo el último vestigio de contención se convertía en polvo bajo sus labios.

      Esta vez fue incapaz de sofocar el gruñido que surgió de la parte de atrás de su garganta mientras envolvía a Maria entre sus brazos, estrechándola contra sí y disfrutando del festín de sus labios tal y como había deseado desde el primer momento.

      No fue un primer beso suave y cuidadoso, aquello fue puro deseo, desesperación incluso. Matthieu se sumergió en las profundidades de su boca con su lengua, provocando en ella pequeños maullidos de placer. Sus manos, ahora libres, se deslizaron por su pelo. Pero no estaban lo suficientemente cerca, pensó.

      La levantó del suelo, de modo que María le rodeó la cintura con las piernas y sus labios se encontraron con los de él. Matthieu le ladeó suavemente la cabeza y encontró el delicado arco de su cuello. Presionó los labios con la boca abierta contra su piel, trazándola con la lengua. Maria echó la cabeza hacia atrás, dejando expuesta la pálida columna de su cuello y la v de sus perfectos senos, acentuada por el colgante de plata que se sumergía entre ellos.

      Matthieu estaba maravillado por su ligereza. Podría haberla sostenido entre sus brazos durante toda una eternidad. Pero su cuerpo se revolvía inquieto, queriendo más, exigiéndolo. Tal vez Maria no conociera todavía las palabras, pero su cuerpo conocía los movimientos, y el instinto los acercaba cada vez más en su deseo.

      Matthieu la llevó al dormitorio sin romper ni una sola vez el contacto entre sus labios y la piel de Maria. Cuando la colocó al borde de la cama, soltó una palabrota. Tenía las pupilas tan grandes que sus ojos parecían completamente negros. Estaba ebria de deseo.

      –¿Estás segura?

      –Nunca he estado tan segura de algo –afirmó ella con una media sonrisa.

      –Quiero que entiendas que puedes detener esto en cualquier momento. Cuando quieras.

      Ella asintió con gesto casi infantil,