Пиппа Роско

Cicatrices del ayer


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que le resultó imposible resistirse.

      Matthieu se inclinó hacia delante para abrirle las piernas y poder depositar sus besos allí. Sus labios se encontraron con aquel hueso duro recubierto de piel suave y comenzó a succionarlo suavemente.

      Entonces se echó hacia atrás solo lo justo para colocar la frente contra la suya.

      –Quiero que sepas que puedes decir «no» en cualquier momento. Quiero que seas capaz de decirlo.

      –No quiero que te detengas, Matthieu. Quiero que me beses. Quiero que me toques, quiero que…

      Matthieu no podía seguir soportando su deseo, bastante tenía con luchar con el suyo. Así que ahogó sus palabras con un beso. Los labios de Maria se entreabrieron para él, ofreciéndole acceso y convirtiéndose al mismo tiempo en su condena.

      Matthieu tiró suavemente del fino encaje del vestido, exponiendo los suaves y pálidos planos de su pecho, el cuello plateado… Maria apoyó la espalda en el cabecero de la cama y él se abrió camino a besos hacia sus senos. Las puntas sonrosadas de los pezones se alzaban sobre la piel blanca y brillante. Tomó uno en la boca, recorriendo con la lengua el rígido pico, arrancándole un gemido de placer y atrayéndola de manera instintiva hacia sí.

      Con una mano agarraba la tela de encaje del vestido, apretándosela contra la pierna. Maria estaba gloriosa en su placer, y Matthieu le agarró un muslo, levantándoselo y sintiendo la longitud de su pantorrilla, la suavidad. Más. Quería más. Soltó el delicado encaje que le había enredado alrededor de la cintura y la besó en la parta más plana del estómago mientras le bajaba con una mano las blancas braguitas para dejar al descubierto los oscuros rizos que tenía entre las piernas.

      Con la otra mano le agarró el trasero, tirando suavemente de su cuerpo hacia él mientras le sacaba las braguitas por los tobillos. Ignoró el leve temblor de sus manos, la excitación casi dolorosa presionando contra la costura de sus pantalones mientras se extendía sobre ella y se inclinaba para deleitarse en el sabor de su núcleo secreto. El sabor de su dulce calor húmedo era demasiado para Matthieu, pero podría contenerse. Quería darle todo el placer posible.

      Maria temblaba. Nunca antes había sentido nada parecido. Un placer tan agudo y extremo que la hacía estremecerse. Una fina capa de sudor se le extendía por el cuello y la espalda. Agitó las caderas ante la exquisita tortura que la lengua de Matthieu estaba provocando en su cuerpo, y se mordió la mano para evitar soltar un grito de puro placer.

      Con la otra agarró las sábanas de la cama, anclándose a algo, a lo que fuera, antes de que su cuerpo se dejara llevar por una oleada de placer tan poderosa que temía no ser capaz de regresar jamás.

      Las oleadas agitaron su cuerpo como si intentaran desesperadamente llevarla hacia la orilla, pero no era el momento, todavía no. Matthieu deslizó un dedo en lo más profundo de su interior y su cuerpo trató instintivamente de sujetarlo.

      Sus súplicas se convirtieron en demandas ininteligibles, respiraba de manera desesperada y sofocada al mismo tiempo. Su cuerpo estaba al borde de algo que no podía definir del todo, como unas olas que iban y venían cada vez más rápido hasta que…

      El orgasmo que Matthieu había arrancado de su cuerpo se apoderó completamente de ella, el golpeteo de las olas era lo único que podía escuchar en aquel momento mientras su cuerpo temblaba y se estremecía. Solo se tranquilizó cuando sintió los brazos de Matthieu envolviéndola, manteniéndola a salvo y anclada a él mientras su alma se elevaba hacia el cielo nocturno.

      Su mente regresó entonces al hombre que la estrechaba entre sus brazos, sosteniéndola como si tratara de mantener fuera de la noche, la oscuridad … la mañana tal vez. Maria le rodeó la estrecha cintura con los brazos y sintió los poderosos músculos que le sostenían las caderas y los pantalones. Los dos estaban todavía vestidos, pensó maravillada y al mismo tiempo mortificada. Quería sentirlo entero sobre la piel, sin barreras.

      Le buscó la cremallera del pantalón con las manos, y Matthieu se movió como si hubiera adivinado su intención.

      Matthieu se echó hacia atrás, casi lamentando la pérdida de contacto. Por primera vez había encontrado paz en dar placer, en ofrecer algo de sí mismo a otra persona. Se bajó muy despacio él mismo la cremallera del pantalón, aflojando la presión que sentía en la entrepierna. Su erección quedó libre mientras deslizaba los pantalones y la ropa interior por las caderas.

      Él observó y esperó mientras Maria lo miraba, mordiéndose el labio inferior con gesto inconsciente, Matthieu gimió al sentir el efecto que tenía sobre él y casi se le detuvo el corazón cuando Maria se agarró el borde del vestido de encaje blanco y lo fue subiendo por los muslos, las caderas, el pecho y la cabeza, lanzándolo por los aires a alguna esquina de la habitación. El cuerpo de Maria era glorioso, sentada con las piernas dobladas a la altura de la rodilla y apretando las sábanas con una expresión de deseo apenas contenido.

      Matthieu sacó de la cartera el envoltorio de aluminio y lo rasgó con los dientes sin apartar los ojos de ella. Vio cómo observaba con fascinación mientras se colocaba el preservativo sobre su virilidad, alternando la mirada entre el rostro de Matthieu y su erección. Por si quedaba alguna duda de su deseo, Maria abrió las piernas y dejó espacio para que Matthieu se colocara entre ellas.

      Él apoyó el peso en los codos y se acercó a su cuerpo. Maria se estremeció suavemente y no pudo evitar presionarle los labios en el centro del pecho. Le sostuvo el rostro con las manos y asintió brevemente con la cabeza.

      Aquel gesto era lo único que Matthieu necesitaba. Presionó ligeramente su cuerpo contra el suyo, obligándose a ir despacio a pesar del rugido interior que le urgía a darse prisa. El calor húmedo de Maria le provocó una sensación tan increíble que casi se mareó de placer. Pero entonces sintió que ella se ponía tensa y detuvo al instante todo movimiento.

      Vio el ceño ligeramente frunció en el rostro de Maria y cómo contuvo el aliento. Si le pedía que se detuviera, lo haría. Le costaría un mundo, pero lo haría. Pero no lo hizo. Lo miró a los ojos como si entendiera la batalla que estaba librando en su interior, y sonrió ligeramente.

      –Por favor… por favor, no te detengas –le pidió pasándole la mano por la nuca y atrayéndolo hacia sí, más profundamente en su cuerpo.

      Matthieu empezó a moverse despacio, deslizándose suavemente en su interior, sintiendo cómo ella lo acogía completamente, y una parte de él se preguntó si aquello no sería lo que había echado de menos toda su vida. A ella.

      La respiración de Maria se hizo más agitada, sus gemidos, cargados de placer y necesidad, llenaban el aire entre ellos. Ella alzó las caderas hacia las suyas, sosteniéndole en su interior, cada vez más profundamente… el ritmo que estaba marcando disparó la sangre de Matthieu y su excitación hasta tal punto que no supo de quién de los dos era el latido que sentía dentro del pecho.

      Matthieu la estrechó todavía más contra su cuerpo, inhalando su dulce aroma en el cuello, los suaves rizos de su largo cabello le hacían cosquillas en la piel del pecho. El deseo y la excitación se convirtieron en su oxígeno y lo inhaló como un hombre que se estuviera ahogando.

      Cuando la sintió apretarse a su alrededor y escuchó cómo contenía todavía más la respiración, supo que ambos estaban al borde, y con un último embate de sus caderas se derritieron los dos.

      Durante las horas nocturnas, entre el sueño y la vigilia, se buscaron el uno al otro llenándose de placer, buscando más, Y cuando los rayos del sol de la madrugada entraron en la habitación, Maria extendió el brazo y sintió solo el frescor de las sábanas frías y sedosas bajo la palma. Matthieu había hecho lo que prometió. Le había dado una noche, y luego… se marchó.

      Capítulo 3

      MARIA SE movió en el asiento para aliviar la sensación de tener clavados alfileres y agujas en la base de la columna vertebral. Mantenía un ritmo incesante con la rodilla, en parte porque después de las tres horas y media que llevaba allí sentada, sentía la necesidad imperiosa