peor, de las mujeres que finalmente decidían que no podían soportar tocarlo. Todos tenían aquel tono de compasión mezclada con repulsión. Pero la voz de aquella mujer no era así y por primera vez preguntó:
–¿Qué es lo que sientes?
–Que creas que tienes que esconderlas.
Matthieu sintió una descarga que le atravesó el cuerpo. Nadie le había dicho nunca algo así.
–Las mías son de fundir –continuó ella–. Es…
–Ya sé lo que es fundir –Matthieu sintió que el tono le hubiera salido más áspero de lo debido–. Interés profesional. Me dedico a la minería.
Ella asintió, como si aquello lo explicara todo, incluida su multimillonaria empresa, de la que claramente no sabía nada.
–Pero no te gusta –afirmó.
–No me gusta el fuego.
–Yo no puedo trabajar sin él –respondió ella sin indagar sobre la causa de sus heridas. Agitó las pulseras de plata que le colgaban de la muñeca. Joyas. Seguramente se dedicaba a la joyería.
Matthieu no se había dado cuenta de lo fuerte que era la luz del salón de baile hasta que se apagó. La gala benéfica debía haber terminado y el personal del hotel había terminado de limpiar. Miró de reojo el reloj y vio que eran casi las dos de la madrugada.
–¿Qué vas a hacer ahora? –preguntó a la joven.
Ella se encogió de hombros.
–No lo sé. No puedo volver a la suite porque mi hermano estará allí y no estoy preparada para…
–No puedes quedarte toda la noche aquí –aseguró Matthieu–. El hotel está completo por la gala. Puedes quedarte en mi suite.
Y por primera vez en la noche, fue como si sus palabra hubieran roto el hechizo. Allí estaba la vacilación, la incertidumbre sobre sus intenciones. Pero no tenía nada de qué preocuparse.
–Estarás sola en ella –aseguró levantándose y poniendo freno a sus deseos–. Vamos –dijo tendiéndole la mano.
Capítulo 2
MARIA lo siguió a través de los oscuros pasillos del hotel, agarrada a la botella de champán con la que se había hecho al principio de la noche, agradecida de que él mantuviera la cordura, cuando estaba claro que la de Maria había salido volando. Porque al principio, cuando le dijo que podía quedarse en su suite, tuvo un momento de inseguridad. Pero luego, cuando añadió que estaría sola en ella, se sintió… decepcionada.
Y eso era absurdo. Hasta ella misma podía reconocerlo. Después de todo, acababa de decirle que estaba enamorada de otro hombre. Pero Theo nunca, nunca había despertado en ella los sentimiento que aquel hombre le suscitó con su presencia, su contacto… sus labios.
Sabía que debería sentirse avergonzada, pero no era capaz. Los anchos hombros del desconocido ocupaban casi por completo la anchura del pasillo tenuemente iluminado mientras Maria le seguía. Era grande en comparación con ella. No se consideraba pequeña con su metro sesenta y cinco de altura, pero él debía sacarle al menos treinta centímetros.
El hombre se detuvo al final de la última puerta del pasillo, sacó una llave tarjeta y la abrió, haciendo un gesto para dejarla pasar. Maria tardó unos instantes en captar el increíble lujo de la habitación.
Sí, su familia tuvo mucho dinero en el pasado, pero su pequeño apartamento compartido en el sur de Londres era la prueba de la situación actual. ¿Y aquello? Mullidas alfombras y enormes ventanales que se abrían a la impresionante vista del panorama nocturno de Lac Peridot. Atisbó por el rabillo del ojo los muebles obscenamente caros y una puerta que seguramente llevaría al dormitorio y al baño incorporado.
Maria se giró, esperando encontrarlo justo detrás de ella. Deseando que así fuera. Pero lo encontró en el umbral, como si se mostrara reacio a entrar.
–Ni siquiera sé cómo te llamas –murmuró Maria–. Para poder darte las gracias.
–Matthieu.
Ella repitió su nombre, la palabra se le deslizó por la lengua, y vio un deseo repentino y profundo en sus ojos. Lo sintió. Y la alimentó con una confianza en sí misma que no sabía que tenía.
–Gracias, Matthieu.
Él sacudió la cabeza quitándole importancia y se dio la vuelta.
Pero Maria no estaba preparada para dejarle ir.
–Yo te he contado un secreto –dijo deteniendo su marcha mientras buscaba desesperadamente algo que decir–. Antes de que te vayas, ¿te importaría compartir tú uno conmigo?
Matthieu frunció entonces el ceño, como si recordara su anterior confesión, como si estuviera pensando si acceder o no.
–¿Como mi color favorito? –preguntó acercándose despacio a ella.
–No, eso ya lo sé. Es el azul –aseguró Maria sonriendo al ver su expresión asombrada–. Llevas un traje azul oscuro. La correa de tu reloj es de cuero azul.
Matthieu había llegado hasta ella, y ahora que estaban tan cerca tuvo que echar el cuello hacia atrás para mirarlo. Era realmente impresionante, con aquellos ojos penetrantes del color de la miel clavados en los suyos.
–Hoy es mi cumpleaños –dijo casi en un susurro, como si de verdad estuviera compartiendo un secreto.
–¿De veras? –preguntó Maria con una gran sonrisa.
–Normalmente no… celebro las cosas –murmuró casi como disculpándose.
Maria quiso decirle que lo entendía, que ella también odiaba celebrar su cumpleaños. Pero le pareció demasiado personal, demasiado intrusivo. Estiró el brazo con la botella de champán que todavía tenía agarrada y se la ofreció. Matthieu la agarró con sus grandes manos y se la llevó a los labios sin apartar ni un instante los ojos de ella. Tras dar un buen sorbo, se la devolvió, y ella puso los labios donde habían estado los suyos. Aquella certeza le despertó de nuevo la sangre, provocándole un sonrojo en las mejillas y entre los senos.
Matthieu podía ver lo que su cuerpo estaba pidiendo, y temió que ni siquiera ella fuera consciente. Y que Dios ayudara a todos los hombres cuando fuera consciente de su poder. La belleza de aquella mujer podía hacer caer ejércitos enteros.
–Tú sabes cómo me llamo –afirmó él.
Maria sonrió y asintió, entendiendo lo que quería decir.
–Maria. Maria Rohan de Luen –afirmó con acento fuerte.
Matthieu murmuró aquellas palabras casi inconscientemente, y ella lo miró a los labios de un modo que la bestia interior que había en él rugió de orgullo. No debería estar allí. Asintió brevemente con la cabeza a modo de despedida. Porque si no se iba de allí enseguida, tal vez no se iría nunca. Y ella era demasiado pura, demasiado inocente. Nunca la habían besado hasta aquella noche.
Matthieu esbozó una sonrisa casi de disculpa y se dio la vuelta para marcharse. Había llegado a la puerta y tenía la mano en el picaporte, pero las palabras de Maria lo detuvieron.
–¿Puedo preguntarte una cosa más antes de que te vayas?
Él giró la cabeza sin saber qué esperar. Pero desde luego no era lo que dijo ella a continuación.
–¿Me enseñas tus cicatrices?
Matthieu escuchó en su interior un rugido furioso, como si una herida grande se hubiera reabierto. Se le debió notar en la cara, porque Maria dio un paso atrás. Él se arrepintió al instante. No quería que se asustara. Pero se asustaría igualmente si veía las cicatrices. Como todas.
Recordó la primera vez que se desnudó ante una mujer. A los diecisiete años, era lo bastante ingenuo como