el pueblo de los amigos
Santa Lucía. Partido de San Pedro
“Ir a Santa Lucía me cambió la vida”, confiesa Nora Mouriño, vecina del barrio porteño de La Boca y actriz comunitaria. El pueblo sampedrino la buscó hasta que la encontró y, junto a su esposo Martín, soñaron un refugio donde la amistad y el amor fueran los pilares para que el sueño de tener un pedazo de tierra en un pueblo tranquilo se hiciera real y posible. La vida la golpeó con la temprana muerte de su compañero. El pueblo la abrazó.
Nora y su historia resumen el espíritu de solidaridad de los pueblos. Los abrazos, las charlas, la gauchada, las familias que abren sus casas para brindar todo. Las puertas abiertas al que recién llega, los saludos, la bienvenida, la despedida. Los pequeños gestos de amor. Santa Lucía es todo esto. Para Nora, además, fue un renacimiento y una oportunidad para regresar a la vida luego de una pérdida tan dramática. Las calles de tierra escuchan y contienen. Poder ver un atardecer o una estrella fugaz es medicinal. Sana.
En diciembre de 2012 Nora y Martín deciden seguir el consejo de amigos y compran un terreno en Santa Lucía, sin haber ido al pueblo. Confiaron en el misterio de la intuición, que cuando se une con el amor, crea una fuerza difícil de derrotar. Compraron. Pero las cosas no salieron tal como lo planeado. Los hilos de la vida de Martín hallaron un obstáculo impensado: el cáncer. El día que Nora fue a firmar el boleto de compra y venta, fue el mismo que supieron de la enfermedad. “En medio de esa enfermedad tan oscura, la idea de hacer nuestra casa en el pueblo era algo muy lindo”, confiesa.
Lo que sigue es verdad revelada. Tristeza y mucho dolor. El sueño de hacer una casa entre ambos, con sus dos hijos, quedó trunco. Sin embargo, la amistad, ese resplandor de bondad, el bello rincón de cielo y su magia de alguaciles, teros y jilgueros operó para que ese sueño no se rompiera. Santa Lucía tiene gen reconstituyente.
Los amigos de Martín decidieron juntarse, con la ayuda de Juan, (poblador y constructor de Santa Lucía) para hacerle a Nora la casa. El diseño lo había elegido Martín antes de partir. La casa, una epopeya de amistad y amor, materializaría su sueño. Uno de sus amigos vivía en El Bolsón y durante un mes se fue a vivir al pueblo, donde estaba el resto del equipo. “Mientras tanto, todos en el pueblo me brindaban su ayuda. Me ofrecían casas para quedarme”, cuenta Nora, reflejando esa esencia de los pueblos. El dar, el tender la mano.
Corría el año 2015 y la casa, con la ayuda de todos, se hizo. Felicidad y nostalgia, alegría y tristeza. Ganó la vida. “La amistad mueve montañas y la unión hace la fuerza, de otra manera no hubiera sido posible construir esta casa. Tristeza y duelo, pero la fuerza de los amigos lo hizo posible. El que quiere la llave va y la disfruta, porque no es mi casa solamente. Es de todos los que fueron parte y de todos mis amigos”, afirma Nora.
Santa Lucía la enamoró. La vida en el pueblo. El comprar el pan caminando por las calles de tierra, entrar a la panadería, sentir el aroma a los nobles elementos. “Lo más lindo es que todos te saludan y enseguida te hacés amigos”, advierte. Hacer las compras, sentirse en casa, cocinar con tiempo, sentarse en una reposera a tomar mate y ver el atardecer hasta que aparecen las primeras estrellas. Redescubrir el misterio de la felicidad luego de perder el amor de la vida. Apostar por la tierra, por un pueblo. Por lo pequeño, por la caricia de una mirada de un vecino al decirle buenos días, que la respuesta sea franca y simple, y que esa respuesta modifique el día hacia los rincones de la amabilidad y el disfrute.
“La primera vez que pisé Santa Lucía, me encantó. Fue maravilloso, fui muy feliz. La gente nos recibió muy bien, la pulpería queda muy cerca de casa. Siempre nos trataron con mucho cariño. Nos dijeron quién podía hacer el pozo para el agua. La gente del corralón nos hizo enamorarnos de Santa Lucía. Fabián y Noelia de la pulpería nos recomendaron a Juan y, junto a su esposa Mirta, fueron pilares en la construcción de la casa. Hoy, cuando no estoy, me la cuidan”, afirma Nora. Vecinos que se convierten en una nueva familia.
Nora continuó en Santa Lucía el sueño que habían proyectado con su esposo. La vida y sus misterios se lo llevaron. Pero el corazón de los amigos germinó en el pueblo. En una pequeña comunidad, la vida crece con su brillo propio. Es inclusiva, se abona con muchas manos.
“Los cielos y la luna iluminando todo el campo. De día, hay microclima, siempre sol. Calles de tierra, acá aprendí a manejar en el barro. Me conecto con la tranquilidad, pero también con toda la gente del pueblo. Acá el sentimiento que domina es el compartir. Cada vez que me voy demoro dos horas porque paso a saludar a todo Santa Lucía”, confiesa Nora. + info: ruta 9 hasta 191, hasta acceso a Santa Lucía.
Los Ombúes, donde atiende la última pulpera de la provincia de Buenos Aires
Paraje Los Ombúes. Exaltación de la Cruz
“Yo nací acá, me crie en el mostrador”, se presenta Elsa Insaugarat de 64 años, eterna y legendaria. Es la única pulpera de la provincia a cargo de la que, según los cronistas de época, es la más antigua pulpería bonaerense. Existen documentos que la datan de finales del siglo XVIII, cuando por aquí pasaba el camino real. “La gente se sorprende porque en medio de la nada existe un lugar así”, asegura.
Dos grandes ombúes le dan nombre. Están ahí desde el principio de los tiempos. La pulpería aún conserva la reja original por donde se despachaban las bebidas. Quedan pocas así. Aún conserva, también, la mística y el espíritu de frontera. Finales del 1700 o primeras décadas del siglo XXI, el tiempo no puede contra estas paredes asentadas en barro e historias. Adentro, realmente, el tiempo no existe. En cambio se respira la camaradería, las gauchadas y ese sentir campero de saber que aquí siempre hay un amigo. No es poco en estas soledades.
“Nosotros acá escuchamos. Eso es lo que hacemos”, afirma Elsa. Sus tres hijos, Jorge Luis, Fernando y Carlos, la ayudan. También Carolina. Nombres que forman parte de la historia de un rincón querido por los caminantes solitarios, que se acercan a caballo, en moto, camioneta o catango. “Eso es lo que más gusta: el gaucho necesita que lo escuchen, siempre con sus problemas. Que las vacas, que los caminos, que la lluvia, los problemas con los encargados de las estancias... saben que cuentan con nosotros”, resume Elsa.
La pulpería está entre dos parajes, Puerto Chenaut y Andonaegui, en medio, un mar de pasto y silencios, el campo argentino, la pampa gringa, territorio aún del gaucho. Una curva hace que sea fácil entrar. El camino es parte de asfalto y parte de tierra. Conoció mejores épocas. Parece que nada pasa, pero siempre hay movimiento, intenso movimiento. Elsa jamás está sola. Tiene su familia y un séquito de guardianes que sostienen las mesas y las sillas, apurando una botella de cerveza que no se termina nunca.
La entrada a Los Ombúes presenta una antigua arcada, una pequeña puerta que lleva a un pequeño ambiente, frente al mostrador con las rejas. Cuando Elsa era pequeña no estaba esta puerta. “Era la ramada, donde se quedaban a dormir los caminantes que venían a trabajar el maíz”, afirma. La pulpería es un libro abierto de historia. “El mostrador se levantaba detrás de la reja y quedaba cerrada la pulpería. Pero esta gente pasaba la noche, eran muy tranquilos”, recuerda. No solo era despacho de bebida, sino que brindaba un servicio irremplazable y acaso lo que el gaucho más necesitaba: un techo. “También se quedaban a dormir bajo los ombúes”, rememora, llevando su mirada a los monumentales árboles.
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