mirada para ver si la verga alcanzaba el tope del mástil:
–Estos tres diablitos ladraron por clemencia.
Y el coro dijo:
–Conmigo, sí, sí, por este camino.
–Controlen a esa bruja, o ella...
–Asegúrenla –clamó Josh, atravesando con su orden la inmemorial canción marinera.
El canturreo se había interrumpido con la primera nota de la voz del oficial. Un par de minutos después, cada cabo estaba amarrado en su sitio, cada cabo estaba adujado en prolijos rollos y los viejos camaradas habían retornado a sus ocupaciones.
Las ocho campanadas habían pasado, había que cambiar la guardia y en efecto cambió quien empuñaba la rueda de cabillas, pero poco más cambió, para aquellos ancianos ya a prueba de sueño poca diferencia había entre estar de guardia o descanso. Así, el único cambio notable entre los hombres que permanecían en cubierta fue que los que antes sólo fumaban ahora fumaban y trabajaban, y los que hasta entonces habían trabajado y fumado ahora sólo fumaban.
Todo transcurría en completa amistad, mientras el viejo Shamraken avanzaba, como una sombra de tintes rosados, en medio de la niebla luminosa, y solamente las extensas aguas calladas y mansas que llegaban a él desde la envolvente nube rosa, parecían saber que se trataba de algo más que una sombra.
Zeph le gritó a Nuzzie: que les trajera el té de la cocina. Y así, en un guiñar de ojo, el turno de descanso estaba haciendo su comida vespertina. La comían sentados sobre la escotilla o la banda según les tocara en suerte, y mientras comían hablaban, con los compañeros de turno en cubierta, acerca de la niebla luminosa en la que se habían zambullido. El extraordinario fenómeno los había impresionado mucho y cuanta superstición latía en ellos había despertado por completo.
Zeph no dudó en declarar su creencia: estaban cerca de algo sobrenatural. Tenía la sensación de que María andaba por allí, en algún sitio cercano a él.
–¿Quieres decir que estamos bastante cerca del cielo? –dijo Nehemiah, ocupado en plegar un pallete para convertirlo en una defensa contra el roce.
–No sé –contestó Zeph– pero... –hizo un gesto hacia el cielo más allá de la niebla–. Ustedes ven... Es maravilloso. Y sí, supongo que sí, que esto es el cielo, y si es así es porque algunos de nosotros nos hemos cansado bastante de la tierra. Supongo que estoy sintiendo ganas de echarle un vistazo a María.
Nehemiah, lentamente, sacudió la cabeza, y un cabeceo de asentimiento recorrió el círculo entero de patriarcas canosos.
–Calculo que por aquí andará también la niña de mi hija –se pronunció, tras meditar un instante, Nehemiah–. Raro sería, y sorprendente, que no hubieran llegado a conocerse con María.
–Era buena para las amistades, María –remarcó, pensativo, Zeph–, y especialmente los niños se hallaban a gusto con ella. Tenía un don.
–Nunca tuve esposa –dijo Job sin que viniera al caso. Era algo que le producía orgullo y de lo cual se jactaba frecuentemente.
–Dudo que eso vaya a servirte de mucho, compañero –exclamó uno de los de barba blanca, hasta entonces silencioso–. Encontrarás menos gente en el cielo que te salude.
–Eso es bastante cierto –asintió Nehemiah clavando una mirada áspera en Job, quien volvió al silencio.
Pronto, cuando sonaron tres campanadas, Josh se acercó y les dijo que dejaran por ese día, basta ya de trabajo. Llegó la segunda guardia y Nehemiah y el resto de su grupo tomaron el té sobre la escotilla principal. Cuando lo terminaron, como de común acuerdo, todos fueron a sentarse junto a la guarnición de cabillas bajo las amuradas del juanete mayor; allí, apoyados sobre sus codos, se enfrentaron el mar y contemplaron el colorido misterio que los rodeaba en todo su esplendor. De tanto en tanto, alguna pipa era retirada de alguna boca y algún pensamiento lentamente alambicado se expresaba.
Las ocho campanadas fueron y vinieron, pero salvo por el relevo a la rueda del timón, nadie se movía de su sitio. Las nueve, y la noche cayó sobre el mar, y los que estaban adentro de la niebla sólo vieron cómo el rosa iba haciéndose más profundo, hasta ser un rojo intenso. Por encima de ellos, el vasto cielo resplandeciente parecía una llama silenciosa y sangrienta.
–Pilar de nubes de día y pilar de fuego por la noche –murmuró Zeph dirigiéndose a Nehemiah, en cuclillas junto a él.
–Supongo que son palabras de la Biblia –dijo Nehemiah.
–No sé –contestó Zeph–, son las palabras exactas que le oí decir a Passn Myles cuando nos cruzamos con aquel madero ardiente. Era sobre todo humo a la luz del día, pero un fuego maldito y eterno cuando llegaba la noche.
Al sonar las cuatro campanadas, relevaron al del timón y al vigía, y poco más tarde Josh y el patrón Abe bajaron a la cubierta principal.
–Terriblemente raro –dijo el patrón Abe tratando de simular indiferencia.
–Así es –dijo Nehemiah.
Y luego ambos viejos fueron a sentarse junto a los demás, a observar lo mismo que los demás. Y al sonar las cinco campanadas, a las diez y media, hubo un murmullo de los que estaban más cerca de la proa, y luego hubo un grito del vigía. La atención de todos se dirigió a un punto ubicado casi en línea recta hacia adelante. La niebla parecía estar fluyendo con un raro brillo rojo, un brillo que no era de esta tierra, y un minuto después, el brillo explotó ante sus ojos y se formó una vasta bóveda de refulgentes nubes rojas. Todos gritaron de asombro ante el espectáculo, todos corrieron hacia el castillo de proa. Allí se congregaron en un grupo apretado, con el patrón y el piloto entre ellos. Un arco parecía extender sus extremos a cada lado de la proa, de tal modo que la nave arrumbaba justo para pasar bajo ese arco.
–Esto es el cielo, seguro –murmuró Josh para sí mismo; pero Zeph lo oyó.
–Supongo que sí, son las Puertas de la Gloria de las que siempre hablaba María –dijo Zeph.
–Calculo que en un momento voy a ver a mi muchacho –musitó Josh y estiró ansioso el cuello hacia adelante, con los ojos velados por un húmedo brillo.
Alrededor había un gran silencio. El viento era ahora apenas una ligerísima brisa que soplaba pareja por la aleta, pero a proa, como atraídas por esa bóveda radiante, las aguas sin espuma, negras y oleosas, rodaban hacia arriba. Bruscamente, en medio del silencio, los alcanzó una grave nota musical, se alzaba y caía como el quejido de una remota arpa eólica. Parecía provenir de la bóveda y la niebla la atrapó y la hizo llorar en ecos concéntricos adentro de la nube rosa hasta más allá de donde la vista alcanzaba.
–Están cantando –gritó Zeph–. A María siempre le gustó cantar. Escuchen...
–¡Shh! –interrumpió Josh–. ¡Es mi muchacho! –su vieja voz aguda había subido casi hasta el grito.
–Es maravilloso... es asombroso –exclamó el patrón Abe.
Zeph se había adelantado un poco, se hacía sombra sobre los ojos con las manos y miraba muy atentamente con el rostro contorsionado por la excitación más extrema.
–Creo que la veo, creo que la veo –murmuraba una y otra vez.
Dos de los viejos sostenían a Nehemiah, algo mareado ante la idea de ver nuevamente a la niña.
A popa, Nuzzie, el muchacho, empuñaba la rueda de cabillas. Había oído, pero al ser sólo un muchacho es posible que nada supiera acerca de la súbita cercanía del otro mundo, tan evidente para los demás hombres.
Pasaron unos minutos, y Job, pensando en aquella granja que concentraba las esperanzas de su corazón, se atrevió a sugerir que el cielo estaba menos cerca de lo que sus camaradas creían. Nadie pareció oírlo. Y se hundió en el silencio.
Casi una hora más tarde, cerca de la medianoche, un murmullo entre los observadores anunció que algo nuevo