–decían en tono enigmático–, tiene un fallo en la jarcia. Simplemente, no habrá forma de hacerlo navegar. Eso es todo.
Me habría gustado que todos esos expertos marinos del Bohemian Club hubiesen estado a bordo la otra noche para que viesen con sus propios ojos cómo se venían abajo todas sus profundas y unánimes predicciones. ¿Navegar? Eso es lo único que el Snark hace a la perfección. ¿Navegar? En el preciso momento en que escribo estas líneas, avanzamos a siete nudos impulsados por los alisios del nordeste. El mar está algo agitado y no hay nadie al timón, ni siquiera nos hemos tomado el trabajo de amarrar la caña. La mesana se hincha hacia estribor, sigue izada la sobremesana, y mantenemos rumbo sudoeste.
Jules Verne
En las entrañas de la bestia
(Una ciudad flotante, 1870)
Llegué a Liverpool el 18 marzo de 1867. El Great Eastern debía zarpar a los pocos días para Nueva York y acababa de tomar pasaje a su bordo. Viaje de aficionado, ni más ni menos. Me entusiasmaba la idea de atravesar el Atlántico a bordo de aquel gigantesco buque. Pensaba yo visitar el norte de América, pero eso era sólo algo accesorio. El Great Eastern ante todo; el país celebrado por Cooper, después. El buque de vapor al que me refiero es una obra maestra de arquitectura naval. Más que un barco, es una ciudad flotante, un fragmento de condado desprendido del suelo inglés y que, después de haber atravesado el mar, debía soldarse al continente americano. Me figuraba aquella masa enorme arrastrada sobre las olas, su lucha con los vientos a quienes desafía, su audacia ante el imponente mar, su indiferencia a las olas, su estabilidad en medio del elemento que sacude, como si fueran botes, los Wario y los Sollerino. Pero mi imaginación se quedó corta. Durante mi travesía, vi todas estas cosas y otras muchas que no son del dominio marítimo. Siendo el Great Eastern no sólo una máquina náutica, sino un microscopio, pues lleva un mundo consigo, nada tiene de extraño que en él se encuentren, como en otro teatro más vasto, todos los instintos, todas las pasiones, todo el ridículo de los hombres. Al dejar la estación me dirigí a la fonda de Adephi. La partida del Great Eastern estaba anunciada para el 30 de marzo, pero, deseando presenciar los últimos preparativos, pedí permiso al capitán Anderson, comandante del buque, para instalarme a bordo. El capitán accedió con mucha finura. Bajé al día siguiente hacia los fondeaderos que forman una doble fila de docks en las orillas del Mersey. Los puentes giratorios me permitieron llegar al muelle de New Prince, especie de balsa móvil que sigue los movimientos de la marea y sirve de embarcadero a los numerosos botes que hacen el servicio de Birkenhead, anejo de Liverpool, situado en la orilla izquierda del Mersey. Este Mersey, como el Támesis, es un insignificante curso de agua, indigno del nombre de río, aunque desemboca en el mar. Es una vasta depresión del suelo, llena de agua, un verdadero agujero, propio por su profundidad para recibir buques del mayor calado, tales como el Great Eastern, a quien están rigurosamente vedados casi todos los puertos del mundo. Gracias a su disposición natural, esos dos riachuelos, el Támesis y el Mersey, han visto fundarse en sus desembocaduras dos inmensas ciudades mercantiles, Londres y Liverpool; por idénticas causas existe Glasgow sobre el riachuelo Clyde. En la cala de New Prince se estaba calentando un pequeño remolcador a caldera dedicado al servicio del Great Eastern. Me instalé sobre su cubierta, ya llena de trabajadores que se dirigían a bordo del gigantesco buque. Cuando estaban dando las siete de la mañana en la torre Victoria, largó el remolcador sus amarras y siguió a gran velocidad la onda ascendente del Mersey. Apenas había desatracado, reparé en un joven que permaneció en la cala, su estatura era elevada y su fisonomía aristocrática era la que distingue al oficial inglés. Me pareció reconocer en él a uno de mis amigos, capitán del ejército de la India, a quien no había visto hacía muchos años. Pero sin duda me engañaba, pues el capitán Macelwin no podía haber regresado de Bombay sin que yo lo supiera. Además, Macelwin era un muchacho alegre, un compañero divertido, y el personaje que estaba ante mis ojos parecía triste y como abrumado por un dolor secreto. La rapidez con que se alejaba el remolcador hizo que muy pronto se desvaneciera la impresión producida en mi mente por aquella semejanza. El Great Eastern se hallaba fondeado a unas tres millas más arriba, a la altura de las primeras casas de Liverpool. Desde el muelle de New Prince era imposible verlo. No lo distinguí hasta que llegamos al primer recodo del río. Su imponente mole parecía un islote medio dibujado entre la bruma. Se nos presentaba de proa, pero el remolcador lo rodeó y pronto pude ver toda su longitud. Tres o cuatro carboneros arrimados a él vertían en su interior, por las aberturas practicadas sobre la línea de flotación, su cargamento de carbón de piedra. Junto al Great Eastern aquellas fragatas parecían lanchas. Sus chimeneas no llegaban a la primera línea de portas de luz practicadas en su casco; sus masteleros de juanete no pasaban de sus bordas. El gigante hubiera podido colgarlas de sus pescantes, como botes. Entretanto, el remolcador se acercaba y pasó bajo el estrave derecho del Great Eastern, cuyas cadenas se estiraban violentamente por el empuje de las olas, y atracó a su banda de babor, al pie de la ancha escalera que serpenteaba por sus costados. La cubierta del remolcador apenas alcanzaba la línea de flotación del coloso, línea que debía llegar al agua cuando la carga fuera completa, pero que aún se hallaba dos metros por encima de las olas. Mientras los trabajadores desembarcaban presurosos y trepaban por los tramos de la escalera del buque, yo, con el cuerpo echado hacia atrás y la cabeza aún más echada atrás que el cuerpo, como un viajero veraniego que mira un edificio elevado, contemplaba las ruedas del Great Eastern. Vistas de lado, parecían flacas, escuálidas, aunque la longitud de sus palas fuera de cuatro metros; pero de frente presentaba un aspecto monumental. Su elegante armadura, la disposición de su sólido cubo, punto de apoyo de todo el sistema, sus puntales cruzados, destinados a mantener la separación de la triple llanta, aquella aureola de rayos encarnados, aquel mecanismo medio perdido en la sombra de los anchos tambores que coronaban el aparato, todo aquel conjunto impresionaba el ánimo y evocaba la idea de alguna potencia huraña y misteriosa. ¡Con qué energía, aquellas palas de madera, tan vigorosamente encajadas, debían azotar las aguas! ¡Qué hervor el de las líquidas ondas cuando aquel poderoso artificio las sacudiera golpe tras golpe! ¡Qué de truenos en la caverna de aquellos tambores, cuando el Great Eastern marchara a todo vapor, al impulso de aquellas ruedas de cincuenta y tres pies de diámetro y ciento sesenta de circunferencia, de noventa toneladas de peso y moviéndose con la velocidad de once vueltas por minuto! Los pasajeros del remolcador habían desembarcado; puse el pie en los calados escalones de hierro, y algunos instantes después, me hallaba a bordo.
Frederick Marryat
Cartas que no llegan
(El buque fantasma, 1839)
El sol se oscureció; los objetos apenas se distinguían; el viento decayó y el océano quedó en calma. El cielo parecía cubierto por un velo rojo como si el mundo entero se hallara en estado de conflagración.
Quien primero advirtió la oscuridad desde el camarote fue Felipe, enseguida subió a cubierta seguido del capitán y de los pasajeros asombrados. Aquella oscuridad era extraordinaria, incomprensible.
–¡Santísima Virgen, protégenos! ¿Qué puede ser esto? –exclamó el capitán–. ¡Glorioso san Antonio, sálvanos!
–¡Allí, allí! –gritaron varios marineros señalando a un costado.
Todos volvieron la vista en esa dirección. A unos dos cables de distancia vieron alzarse, poco a poco, de la superficie de las aguas, los topes de una arboladura, fueron subiendo gradualmente, luego aparecieron las cofas, las vergas, las velas, por último las jarcias y el casco, y un buque se fue alzando desde lo profundo hasta hacerse visibles las portas con sus cañones, se aproximó, y terminó poniéndose al costado, aunque a cierta distancia, del Nuestra Señora del Monte.
–¡Santísima Virgen! –exclamó el capitán–. He visto hundirse buques en el mar; pero no he visto ninguno salir desde el fondo a la superficie de las aguas. Ofrezco mil velas de cera, de diez onzas cada una, ante el altar de la Virgen porque nos salve de esta desgracia. Señores –añadió dirigiéndose a los pasajeros que estaban asustados como él–, ¿lo prometen ustedes también?
–¡El Buque Fantasma, El Holandés Errante! –gritó Schriften–. Felipe van der Decken, allí está su padre. ¡Ji, ji!
Felipe