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Abordajes literarios


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en solitario alrededor del mundo, 1900)

       Marlon Brando y Donald Cammell

       Juego de damas

       (Fan Tan, 2005)

       Javier Guiamet

       La Gran Ruta

       (2012, inédito)

      “La tierra es azul como una naranja” asegura un verso de Paul Éluard. Tamaña afirmación puede escandalizar al sentido común, pero no la desautoriza la cosmografía: el tercer planeta del sistema solar es casi esférico, levemente achatado en los polos, hinchado en su ecuador, casi tres cuartas partes de él son agua y un noventa por ciento de esa agua está en los mares y océanos. A través de ellos tuvieron lugar durante siglos migraciones, tráficos comerciales, guerras. No hubo gran imperio que no fundara su prosperidad sobre cimientos líquidos. La sal de ultramar condimenta epopeyas: la Odisea de los antiguos griegos, las Eddas de los nórdicos, la Eneida de los romanos, los Lusíadas de los portugueses, los Viajes recopilados por Hakluyt que son la dispersa epopeya de Inglaterra. También hay viajes por mar en Esquilo, en la Biblia, en Shakespeare, en Cervantes. Y la literatura popular del siglo XIX –desde los viajeros extraordinarios de Verne a los piratas de Salgari, pasando por incontables émulos del náufrago Robinson– celebró las aventuras marítimas mediante océanos de tinta. Pero el conocimiento y la soberanía humanas sobre el azul no se lograron sin esfuerzo, sin lucha, sin dolor. “Oh, mar, cuánta de tu sal son lágrimas de Portugal” escribió Fernando Pessoa.

      La historia de la literatura universal –postuló Borges– no es sino la historia de la diversa entonación de unas pocas metáforas. La repetida y variada presencia del mar a través de lenguas, de géneros y de tiempos no desmiente su hipérbole. Acaso la más antigua de esas pocas metáforas sea la que vincula vida humana y aventura marítima: la navigatio vitae, que considera la existencia como navegación, como peregrinaje a través de un ámbito de máxima inestabilidad, a merced de sus criaturas, de sus tormentas y de sus calmas no menos peligrosas. La posibilidad implícita es el naufragio, pero a cambio la navegación ofrece el encuentro con lo nuevo, con la terra incognita o la tierra prometida. El mar fue siempre posibilidad y desafío, anhelo y nostalgia. “Lejos del mar y de la hermosa guerra, que así el amor lo que ha perdido alaba”, escribió Borges –ya viejo y ciego– al inicio de “Blind Pew”, soneto dedicado a un personaje de La Isla del Tesoro de R.L. Stevenson.

      No todas las culturas entonaron de la misma manera el tópico de la navigatio vitae. En España, el imperio que a partir de 1492 empezó a revelar a Europa un mundo nuevo, tan inmenso que se llegó a afirmar que en él nunca se ponía el sol, primó el polo del naufragio por sobre el de la promesa. Las coronas de Castilla y Aragón parecieron adherir a la máxima romana espetada alguna vez por Pompeyo –quien lo narra es Plutarco– a una tripulación remisa ante el mar agitado: “navigare necesse est, vivere nie necesse” (navegar es necesario, vivir no es necesario). Consigna que no expresa inclinación popular alguna, sino que plantea una candente razón de Estado: el imperio, para serlo, debía convertir al Mediterráneo en Mare Nostrum. Algo bien diferente al regocijo implícito en la exclamación “Thalassa, thalassa” (¡el mar, el mar!) en la que prorrumpieron los soldados griegos de regreso de una expedición al Asia Menor, según informa la Anábasis de Jenofonte. Al divisar la extensión azul sintieron que ya habían regresado a casa.

      El mar irrumpe como una amenaza en las letras hispánicas hacia el siglo XV, cuando faltaba muy poco para el descubrimiento de América: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar / que es el morir...”, escribe Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre. Desde entonces, con frecuencia, mar, barcos y navegaciones fueron asociados en el idioma castellano a imágenes dolientes. Una cantiga anónima dice: “¡Ay, mar brava, esquiva / de ti doy querella / facesme que viva / con tan gran mansella [...] por servir señores / en ti es metido. / Dime, ¿adónde es ido? / ¿Do volvió la vela?”. En esa misma línea, Juan de Dueñas escribe un largo poema, La nao de amor, en el que rechazo y naufragio se identifican en una sucesión de imágenes catastróficas: “... dejome desamparado / en los desiertos más fieros / de los mares engolfados”. Ya por el siglo XVI, Lope de Vega –quien fue soldado de Marina en una escuadra descubridora, y padeció el desbande de la Armada Invencible vencida por un temporal en el Canal de La Mancha–, afina y complejiza esa cadena asociativa en La Dorotea: “¡Pobre barquilla mía, / entre peñascos rota, / sin velas desvelada / y entre las olas sola! / ¿Adónde vas perdida? / ¿Adónde, di, te engolfas? / Que no hay deseos cuerdos / con esperanzas locas”. En Vida retirada, advierte Fray Luis de León: “Ténganse su tesoro / los que de un flaco leño se confían: / no es mío ver al lloro / de los que desconfían / cuando el cierzo y el ábrego porfían. // La combatida antena / cruje, y en ciega noche el claro día / se torna; al cielo suena / confusa vocería, / y la mar enriquecen a porfía”. Antes de perder el mar en batallas, bulas, tratados y guaridas de prestamistas, España parece haberlo ido perdiendo en sus letras. Resulta significativo que el ciclo de Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós –máxima expresión del realismo español, comparable a La comedia humana de Balzac– se inicie con la novela Trafalgar, publicada en 1873, a casi setenta años de la batalla del mismo nombre en la que Nelson derrotó a la flota combinada franco-española, con lo cual se inició en los mares un período de absoluta supremacía británica.

      Bien distinta es la entonación que hacen los ganadores de Trafalgar de la navigatio vitae. El entusiasmo y la confianza dominantes, incluso el triunfalismo, pueden ejemplificarse con la canción patriótica Rule, Britannia!, cuyas primeras versiones conocidas son de inicios del siglo XVIII. La canción llega a afirmar “Britannia rules the waves” (Inglaterra gobierna las olas). Como señala Joseph Conrad en su relato “Juventud” (1902), allí “el hombre y el mar se interpenetran, el mar forma parte de la vida de la mayoría de la gente, y la gente sabe algo o todo acerca del mar, por razones de pasatiempo, viajes o trabajo”.

      Aunque hay consenso crítico en señalar como primera novela estrictamente marinera a la creación de un estadounidense –El piloto (1824), de James Fenimore Cooper–, fue en el gran imperio que gobernó los mares hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial donde se desarrolló con más constancia una literatura marinera. La cimentaron Daniel Defoe, Lord Byron, Walter Scott, S.T. Coleridge, Wilkie Collins, Frederick Marryat. Llegó a su cima con Robert Louis Stevenson y Joseph Conrad. Y si bien la máxima novela de este subgénero también fue escrita en lengua inglesa –Moby Dick (1851), del neoyorquino Herman Melville–, casi no hay literaturas que no incluyan obras vinculadas con el mar y los navegantes. Desde mediados del siglo XX, pervive como eco una narrativa marinera no tan intensa en cuanto a sus búsquedas estéticas, su indagación existencial, su potencia de impugnación ética y política. Si a Conrad le molestaba que lo calificaran como alguien que escribía acerca de barcos –“¡yo escribo sobre la humanidad!”, protestaba–, a sus epígonos, por lo general, los enorgullece tal encasillamiento.

      La narrativa clásica del mar, tal como la practicaron los anglosajones, suele responder a un esquema de acuerdo con el cual los protagonistas se desplazan de la metrópoli a la periferia y retornan enriquecidos de experiencias, de símbolos, de bienes materiales. No es otro que el esquema formado por La Ilíada y la Odisea. A él responden, pese a todas sus diferencias, Moby Dick de Melville, La Isla del Tesoro de Stevenson o Tifón de Joseph Conrad. Si bien ese esquema fue subvirtiéndose desde adentro, con críticas contra el avance de la civilización capitalista europea –como estudió el intelectual palestino Edward Said en Cultura e imperialismo–, no dejó de tratarse de una literatura de periferias miradas desde la metrópoli. La narrativa hispanoamericana –de modo análogo al procedimiento del constructivista uruguayo Torres García, que en su célebre mapa ubicó en lugar del Norte al Sur– desbarata ese esquema. Cultiva una novela de pura periferia, deriva, errancia y –de modo frecuente– desastre, con gran presencia de las voces obliteradas tanto por la historia como por las narrativas europeas: los subalternos, los malditos, los bastardos. Son buenos ejemplos de esto Lanchas en la bahía (1932), del chileno Manuel Rojas;