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Abordajes literarios


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¿Cómo iba a poder explicarles lo que pasaba si ni yo mismo podía explicármelo, si nadie, ni incluso Roscoe, podía llegar a darme una respuesta? En los periódicos ya empezaban a burlarse de mí y a publicar notas irónicas acerca de la partida del Snark con frasecitas como: “Todavía no, pero pronto”. Y Charmian me animaba recordándome la proa, y yo volvía al banco y pedía cinco mil dólares más. Sin embargo, nuestra espera también tenía su recompensa. Un amigo mío, un crítico, escribió ridiculizando todo lo que yo había hecho, incluso todo lo que yo iba a hacer; había contado con que su trabajo aparecería cuando yo hubiese ya zarpado. Pero cuando se lo publicaron yo aún estaba en tierra, y desde entonces ha estado muy ocupado dándome explicaciones.

      Y el tiempo seguía pasando. Había algo que cada vez se hacía más evidente: sería imposible acabar el Snark en San Francisco. Llevaba tanto tiempo en construcción que ya empezaba a deteriorarse. De hecho, había llegado a un punto en que se deterioraba más rápido de lo que podría repararse. Parecía una broma, nadie se lo tomaba en serio; y los que menos se lo tomaban en serio eran los trabajadores que se encargaban de su construcción. Propuse zarpar con el barco tal y como estaba y acabar de construirlo en Honolulú. Pero de repente detectamos una vía de agua y debió ser reparada antes de que pudiésemos salir. Decidí botarlo de una vez. Tras deslizarse por la grada fue atrapado entre dos grandes barcazas que justo pasaban, recibió un violento apretujón, perdimos el control y volcó de costado hundiéndose de popa en el fango.

      Estábamos más para el desguace que para el astillero. Cada veinticuatro horas se producen dos mareas altas, y con cada marea alta, día y noche, durante una semana, hubo dos remolcadores a vapor tironeando del Snark. Estaba hundido en el fango, apoyado en su popa. Empezamos a usar el cabrestante para ayudar a zafarlo. Era la primera vez que lo usábamos. Las piezas resultaron defectuosas: se partieron en pedazos, la transmisión se desintegró y el cabrestante quedó inutilizado. A continuación, nuestro motor de setenta caballos quedó también fuera de combate. Este motor venía de Nueva York, lo mismo que su bancada; pero había algún defecto en la bancada; mejor dicho, había infinidad de defectos en la bancada; y el motor de setenta caballos rompió su defectuoso soporte, se elevó por los aires, rompió todas las conexiones y los anclajes y cayó de lado. Y el Snark seguía clavado en el fango, y los dos remolcadores seguían intentando sacarlo de allí.

      –No te preocupes –me decía Charmian–, piensa en lo estanco y en lo robusto que es.

      –Sí –le contestaba yo–, y con esa proa tan hermosa.

      Dejamos al destrozado motor sobre los restos de su bancada; los restos de la transmisión los bajamos para guardarlos aparte con la idea de llevar todo hasta Honolulú en donde tendríamos que hacer construir piezas nuevas.

      En algún momento del pasado, el exterior del Snark había recibido una mano de pintura blanca. Todavía, con la luz apropiada, podían detectarse restos de ella. Su interior nunca había sido pintado. Estaba totalmente recubierto por manchas de grasa y de escupidas de todos los trabajadores, que no paraban de masticar tabaco. Tampoco esto nos preocupaba mucho, cuando llegáramos a Honolulú, el Snark podría ser pintado mientras se completaban las reparaciones.

      Tras no pocos esfuerzos, logramos mover al Snark y conducirlo hasta el muelle de la ciudad de Oakland. Hicimos traer con carros todo el material que teníamos en casa, los libros, las sábanas, el equipaje personal. Llegó todo en un desorden absoluto: madera y carbón, agua y depósitos para agua, verdura, provisiones, aceite, el bote salvavidas y su aparejo, nuestros amigos, los amigos de nuestros amigos y aquellos que aseguraban que eran amigos suyos, por no hablar de los amigos de los amigos de los amigos de nuestra tripulación. También había periodistas, fotógrafos, extraños, algunos que se colaban, y finalmente, por encima de todo, nubes de polvo de carbón procedente de los muelles.

      Teníamos previsto zarpar el domingo a las once, ya era sábado por la tarde. El gentío y las nubes de polvo eran más densos que nunca. En un bolsillo guardaba un talonario de cheques, una estilográfica, un calendario y un papel secante; en otro, tenía entre mil y dos mil dólares en billetes y en oro. Listo para afrontar todos mis pagos pendientes: efectivo para las cantidades pequeñas, cheques para los importes mayores. Esperaba a Roscoe para liquidar las posibles deudas restantes con las ciento quince empresas que nos habían retrasado tantos meses. Y entonces...

      Entonces sucedió una vez más algo inconcebible y monstruoso. Antes de que llegase Roscoe, vino otro hombre. Un jefe de la policía. Clavó un papel en el orgulloso palo del Snark de forma que todo el puerto pudiese enterarse: había sido embargado por deudas. El policía dejó a un viejito a cargo y se fue. En consecuencia, ya no estaba yo al mando del Snark ni de su hermosa proa. Ahora resultaba su amo y señor el viejo ese, y me enteré además que yo estaba pagándole tres dólares al día, al viejo ese, para que fuera su amo y señor. También me enteré quién era la persona que había ordenado el embargo del Snark. Se trataba de un hombre llamado Sellers, reclamaba una deuda de doscientos treinta y dos dólares.

      ¿Quién diablos era el tal Sellers? Miré en mi talonario de cheques, vi que dos semanas antes le había entregado un cheque de quinientos dólares. Buscando entre otros talonarios, advertí que durante el tiempo de construcción del Snark le había pagado en total varios miles de dólares. ¿Por qué el tal Sellers no habría tenido la decencia de venir a cobrar esa miserable cantidad en vez de hacer que me embargasen el Snark? Metí las manos en los bolsillos; en uno encontré el talonario de cheques, el calendario y la pluma, en el otro estaban las monedas de oro y los billetes. Había suficiente efectivo como para cubrir esa deuda unas cuantas veces; ¿por qué no me habían dado la oportunidad de hacerlo? No había explicación; era simplemente algo inconcebible y monstruoso.

      Para complicar aún más las cosas, embargaron al Snark un sábado por la tarde; y a pesar de que envié abogados y agentes por todo Oakland y San Francisco, no pudimos encontrar a ningún juez, a ningún jefe de policía, a ningún abogado del señor Sellers ni tampoco al propio señor Sellers; no encontramos a nadie. Todos habían salido de la ciudad para disfrutar del fin de semana. Por lo tanto, el Snark no podría zarpar el domingo a las once. El viejo había tomado el mando y se negaba a cedérnoslo. Charmian y yo no tuvimos más remedio que ir a pasear por el muelle de enfrente para consolarnos contemplando la hermosa proa del Snark y pensar en todas las tormentas y temporales que atravesaría.

      –Un truco de pequeño burgués –le dije a Charmian refiriéndome a Sellers y su embargo–; no es más que el pánico de un pobre comerciante asustado. Pero no te preocupes, nuestros problemas cesarán cuando estemos lejos de aquí en el vasto océano. Verás.

      Por fin zarpamos en la mañana del martes 23 de abril de 1907. Debo reconocer que nuestra salida no fue muy brillante. Tuvimos que levar el ancla a mano. El cabrestante no andaba y los restos de nuestro motor de setenta caballos no servían más que de lastre. ¿Pero por qué preocuparse? Ya lo arreglaríamos todo en Honolulú, ahora sólo teníamos que gozar del resto de nuestro magnífico barco. Es cierto que el motor estaba totalmente fuera de servicio y que el chinchorro hacía agua por todas partes; pero no era el Snark, eran solamente accesorios suyos. Lo realmente importante eran los compartimentos estancos, la solidez de los forros sin nudos, la funcionalidad del cuarto de baño: estos sí que eran propiamente elementos estructurales del Snark. Y sin olvidarnos de lo más importante de todo, estaba su noble proa capaz de desafiar a todos los vientos.

      Cruzamos el Golden Gate y pusimos rumbo Sur hacia aquella parte del Pacífico en la que esperábamos encontrar un buen viento del Nordeste. Y pronto empezaron a pasar cosas. Yo había considerado que la juventud era un factor muy importante para singladuras como las que esperaban al Snark y llevaba a bordo a tres jóvenes: el jefe de máquinas, el cocinero y el marinero. Pero mis estimaciones fallaban en dos tercios; había olvidado tener en cuenta la juventud mareada, y tenía dos buenos ejemplos de ella: el cocinero y el marinero. Inmediatamente se retiraron a sus literas y permanecieron fuera de combate durante la siguiente semana. Como es obvio, durante ese tiempo no gozamos de comidas calientes y el orden en la cabina no fue siempre el deseable. Pero tampoco llegó a afectarnos demasiado, pues no tardamos en descubrir que nuestra caja de naranjas debía haberse esfumado en algún momento; que la caja de manzanas estaba llena de moho y rezumaba; que estaba podrido el repollo y debió salir