de una atmósfera densa. Los tripulantes y pasajeros del Nuestra Señora del Monte se arrodillaron invocando a Dios y a los santos. El capitán, después de haber tomado la imagen de san Antonio, de haberlo besado y colocado nuevamente en su nicho, corrió por una vela de cera para ponérsela delante encendida.
Al poco tiempo se oyó rumor de remos al costado del buque, y una voz que decía:
–Buena gente, échenos un cabo.
Nadie respondió ni aceptó la invitación. Sólo Schriften se dirigió al capitán diciéndole que si los de aquel buque pretendían enviar cartas por su intermedio, no debía recibirlas, de hacerlo, todos morirían.
Poco después, un hombre fue trepando por la banda y ganó la cubierta por el portalón.
–Podrían haberme alcanzado un cabo, ¿no? –dijo al pisar la cubierta–. ¿Dónde está el capitán?
–Aquí –contestó el capitán, temblando de pies a cabeza.
El hombre que se le acercó parecía un marinero curtido por mil temporales. Vestía gorra y chaqueta de lona. Llevaba algunas cartas en la mano.
–¿Qué se le ofrece a usted? –preguntó el capitán.
–¿Qué desea usted? –dijo Schriften–. ¡Ji, ji!
–¡Schriften! ¿Así que es usted piloto aquí? –preguntó aquel hombre. Yo creía que llevaba tiempo usted en el otro mundo.
–¡Ji, ji! –contestó Schriften volviéndole la espalda.
–El caso es, capitán –dijo el marinero del Buque Fantasma–, que hemos tenido un tiempo muy malo y deseamos enviar cartas a nuestras familias. Creo que no conseguiremos nunca doblar este cabo.
–No puedo encargarme de su correspondencia.
–¿No? ¡Cosa extraña! Todos los buques se niegan a recibir nuestras cartas. Eso está muy mal, los marineros deben prestarse ayuda, especialmente en las desgracias. Dios sabe cuánto deseamos nosotros volver a ver a nuestras mujeres y familias; sería un gran consuelo para ellas recibir noticias nuestras.
–Me es imposible tomar esas cartas –dijo el capitán.
–Llevamos mucho tiempo en el mar –insistió el marinero moviendo la cabeza.
–¿Cuánto tiempo? –preguntó el capitán.
–No lo sé; el viento se ha llevado nuestro almanaque y hemos perdido los medios de averiguarlo. Jamás hemos podido tomar exactamente la latitud.
–Veamos esas cartas –dijo Felipe adelantándose.
–¡No las toque usted! –gritó Schriften.
–Fuera de aquí, monstruo –respondió Felipe–; ¿quién se atreve a detenerme a mí?
–¡Estás condenado, estás condenado! –gritó Schriften corriendo por la cubierta y lanzando una carcajada feroz.
–¡No toque usted esas cartas! –ordenó el capitán que temblaba como un azogado.
Felipe, sin hacerles caso, alargó la mano para recibir las cartas.
–Esta es de nuestro contramaestre para su mujer que reside en Ámsterdam en el muelle de Waser.
–El muelle de Waser desapareció hace ya mucho tiempo, amigo mío –dijo Felipe–; ahora se han construido allí grandes almacenes para recibir el cargamento de los buques.
–¡Imposible! –contestó el marinero–. Aquí hay otra del patrón de la lancha para su padre, que vive en la plaza del Mercado Viejo.
–Tampoco existe la plaza del Mercado Viejo; allí se ha construido una iglesia.
–¡Imposible! –dijo otra vez el marinero–. Aquí tiene usted otra para mi novia Brow Katcer; lleva dinero para que se compre un brazalete.
–Recuerdo que así se llamaba una vieja soltera que fue enterrada hace treinta años.
–¡Imposible! La dejé en toda la lozanía de su juventud. Aquí hay otra para la casa Slutz y Compañía, propietaria de este buque.
–Ya no existe semejante casa –dijo Felipe–. Hace muchos años me hablaron de unos comerciantes que llevaban ese nombre.
–¡Imposible! ¡Usted está burlándose de mí! Aquí hay otra carta de nuestro capitán para su hijo.
–Entréguemela usted –exclamó Felipe tomando la carta.
Iba a romper el sello, cuando se la arrebató Schriften de las manos y la arrojó sobre la borda de sotavento.
–Es una broma intolerable de parte de un antiguo compañero mío –observó el del Buque Fantasma.
Schriften no respondió. Se apoderó de las demás cartas que Felipe había puesto sobre el cabestrante y las arrojó al mar como a la primera.
El marinero del Buque Fantasma rompió a llorar y se fue por la misma banda por la cual había embarcado, se fue diciendo:
–Es dura, muy dura la conducta que observan con nosotros; pero tiempo llegará en que nuestras familias conozcan nuestra situación y lo que nos han hecho.
Pocos segundos después, se percibía el ruido de los remos que lo conducían de vuelta al Buque Fantasma.
Richard Wagner
Un deseo
(El holandés errante, 1843) (1)
Escena segunda
(El Holandés baja a tierra, vestido con un traje español de color negro.)
Recitativo y Aria, Holandés:
Ha llegado la hora, y de nuevo siete años han transcurrido.
El mar, harto de mí, me echa a tierra.
¡Oh, océano arrogante!
¡Pronto habrás de soportarme otra vez!
¡Tu obstinación puede cambiarse, pero mi maldición es eterna!
A ti, océano agitado, permanezco fiel hasta que tu última
ola se rompa y tus últimas aguas se sequen!
¡Cuántas veces, con amor, me he sumergido en tu más profundo abismo!
¡Pero pobre de mí, no he hallado la muerte!
Allí, hasta los arrecifes, espantosos
cementerios de barcos, he llevado mi barco,
pero ¡ay!, la tumba no me quiso.
Burlándome de él, reté a duelo al pirata
con la esperanza de morir en la refriega.
Aquí, grité, demuéstrame tus proezas,
mi barco está repleto de tesoros.
Sin embargo, el bárbaro hijo del mar,
después de santiguarse, escapó.
¡En ningún lugar encuentro mi tumba!
¡La muerte nunca me llega!
Esta es la horrible condena de mi maldición.
Te pregunto a ti, bendito ángel del cielo:
¿acaso era yo el infeliz blanco de tus burlas
cuando me enseñaste la manera de liberarme?
¡Vana esperanza! ¡Terror, engaño sin sentido!
Mi fe en la tierra pertenece al pasado.
Una sola esperanza me queda,
una sola que permanecerá inalterable:
por muchos nuevos brotes que la tierra brinde,
al final debe morir.
¡Día