completamente blancas, salvo las manchas de jugo de tabaco, les llegaban al pecho. Habían sido hombres muy vigorosos, ahora la carga de los años doblaba penosamente sus espaldas. Se dirigieron a popa, caminando lentamente. Cuando llegaron frente a la escotilla principal, Job levantó la cabeza y dijo:
–Dime, Nehemiah, aquí Zeph ha estado pensando en María y no he podido levantarle el ánimo de ningún modo.
El más enjuto de los dos recién llegados sacudió la cabeza con lentitud.
–Todos tenemos disgustos –dijo–. Todos tenemos disgustos. Yo tuve el mío cuando perdí a la niña de mi hija. Había simpatizado mucho con esa niña, era tan agradable... pero así son las cosas... así son las cosas.
–María fue una buena esposa para mí, lo fue –dijo Zeph, hablando lentamente–. Y ahora que el viejo armatoste va a desaparecer, temo que me encontraré muy solo en tierra –y agitó la mano, como sugiriendo vagamente que la costa se encontraba en algún punto más allá de la banda de estribor.
–Sí –observó el segundo de los recién llegados–. Para mí es algo deprimente que el viejo barco deje de navegar. He navegado sesenta y siete años en él. ¡Sesenta y siete años! –hamacó la cabeza tristemente y encendió la pipa con manos temblorosas.
–Así son las cosas –dijo el hombre más enjuto–. Así son las cosas.
Y con estas palabras, se dirigieron junto con su compañero hasta la barra debajo de las amuradas de estribor, allí se acomodaron para fumar y meditar. Patrón Abe y Josh Matthews, primer oficial, estaban de pie junto a la barandilla que cruzaba el comienzo de la cubierta de popa. Como a los demás hombres del Shamraken, la edad les había caído encima y la helada de la eternidad les rozaba la barba y el cabello. Patrón Abe estaba hablando:
–Es más difícil de lo que pensaba –decía, y manteniendo los ojos aparte de los ojos del piloto, miraba las cubiertas gastadísimas, blancas ya de tan fregadas.
–No sé qué voy a hacer, Abe, cuando la nave desaparezca –replicó el viejo oficial–. Ha sido como un hogar para nosotros durante más de sesenta años –sacudió el tabaco usado de la pipa mientras hablaba y empezó a cortar una carga nueva.
–¡Han sido los malditos fletes! –exclamó el patrón–. No hacemos más que perder dólares en cada viaje. Los que nos han reventado son los barcos a vapor.
Suspiró cansado y le dio un tierno mordisco al pan de tabaco.
–Ha sido una nave muy cómoda –murmuró Josh–. Y desde que se fue aquel muchacho mío, pienso menos en pisar tierra de lo que acostumbraba hacerlo. No me quedan parientes.
Terminó de hablar y empezó a llenar la pipa con los viejos dedos temblorosos. Patrón Abe no dijo nada. Parecía estar hundido en sus propios pensamientos. Apoyado sobre la barandilla que cruzaba el comienzo de la popa, masticaba sin cesar. Pronto se enderezó y caminó a sotavento. Escupió, después se quedó allí en pie unos momentos, dando un breve vistazo en redondo: medio siglo llevaba haciéndolo así. Bruscamente le gritó al oficial:
–¿Qué distingues allá a lo lejos? –le preguntó tras un momento de escrutinio.
–No sé, Abe, a menos que se trate de alguna clase de niebla alzada por el calor.
Patrón Abe sacudió la cabeza; al no saber qué sugerir, permaneció un momento silencioso. Pronto Josh volvió a hablar:
–Es muy extraño, Abe. Estas son zonas extrañas.
Patrón Abe, sin dejar de observar eso que había aparecido por la proa, a sotavento, asintió con la cabeza. Les parecía que un enorme muro, de niebla color rosada se alzaba hacia el cenit. Estaba casi frente a ellos, al principio les había parecido sólo una nube brillante sobre el horizonte, pero ya había recorrido un largo camino en el aire y su cresta superior se había ido cubriendo de portentosos matices flamígeros.
–Tiene un aspecto realmente maravilloso –dijo Josh–. Había oído que las cosas son particulares en esta zona.
Un momento después, cuando el Shamraken se acercó a la niebla, les pareció que ocupaba todo el cielo ante ellos, desplegándose a cada amura. Pasó un momento, se internaron en la niebla, y de inmediato cambió el aspecto de todo.
Agitada en grandes remolinos rosados, la niebla flotaba en torno a los hombres, suavizaba y embellecía cada cabo, cada mástil, de manera que el viejo navío se convirtió en nave encantada en navegación a través de un mundo incógnito.
–Nunca vi algo así Abe... ¡jamás! –dijo Josh–. ¡Es magnífico! Es como si hubiéramos entrado en el crepúsculo.
–¡Estoy muy sorprendido! –gritó el patrón Abe–. Pero reconozco que es hermosa, muy hermosa.
Por un instante, los dos compañeros, los dos veteranos compañeros, se quedaron de pie allí, de pie sin hablar, mirando, sólo mirando. Al entrar en la niebla, alcanzaron una calma incluso más pronunciada que la calma que los rodeara poco antes, en mar abierto. Era como si la niebla apagara cada tono, limara la aspereza de cada sonido. Los aparejos y los mástiles sonaban de otra manera. Las gigantescas olas sin espuma que rodaban alrededor de ellos parecían haber perdido algo del áspero rugido con el que saludaban al acercarse.
–Es como sobrenatural, Abe –dijo Josh, elevando apenas, tímida, su voz–. Como en misa.
–Sí –contestó Abe–. No parece natural.
–No creo que el cielo sea muy distinto –susurró Josh. Y Abe no lo contradijo.
Un rato después, decreció tanto el viento que se decidió izar el juanete mayor cuando sonaran las ocho campanadas. Tras llamar a Nuzzie –único a bordo que estaba descansando–, cada uno de los hombres dejó de lado su pipa y se dispusieron a cumplir con la maniobra. Sin embargo, nadie hizo el menor amague de encaramarse a la arboladura para soltar la vela. Era un trabajo de grumete, y Nuzzi estaba retrasado, aún no subía a cubierta. Cuando, tras un minuto de espera, apareció, el patrón Abe lo reprendió severamente.
–¡Arriba, muchacho, a soltar esa vela! Quiero creer que no pretenderás que algún hombre mayor lo haga. ¡Vergüenza debería darte! Vamos, ¡arriba!
Y Nuzzie, el muchacho de barba gris, el muchacho de cincuenta y cinco años, obediente, con humildad, se puso a trepar la arboladura tal cual le ordenaban. Cinco minutos después, avisó desde arriba que todo estaba listo, y una ringlera de ancianos comenzó a esforzarse tirando de los cabos. Nehemiah, quien siempre entonaba algún shanty al trabajar, arrancó en falsete con un trino:
–Había un viejo granjero que vivía en Yorkshire...
Y un agudo canturreo de antiguas gargantas entonó el viejo estribillo:
–Conmigo, sí, sí, recorran este camino.
Nehemiah siguió:
–Tenía mujer vieja y la quería en el infierno.
–Danos tiempo de completar este camino –intervino, temulento, el coro de viejas voces.
–El diablo lo visitó un día, cuando estaba arando –continuó Nehemiah, y contestó el grupo de patriarcas:
–Conmigo, sí, sí, por este camino.
–Vengo por tu vieja mula –cantó Nehemiah.
Y de nuevo el estribillo elevó su estridor:
–Danos tiempo, danos tiempo, y completaremos el camino.
Y siguieron así hasta el par de estrofas finales. Y hasta rodearlos por completo mientras canturreaban, se extendió aquella niebla extraordinaria, aquella niebla teñida de rosa que en lo alto se fundía con llamas, como si más allá de los mástiles, el cielo fuera un inmenso océano de callado fuego.
–Había tres diablitos encadenados al muro –cantó Nehemiah en tono hiriente.
–Conmigo, sí, sí, por este camino –respondió el coro gimiendo.