Ignasi Beltrán Ruiz

Del umbral de la piel a la intimidad del ser


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e impermanente.

      Como las personas ciegas, podemos desarrollar el tacto necesario para aprender la lectura en un orden jerárquico de todos los mensajes importantes para la evolución de nuestra persona en concreto y luego de las personas que tratamos. El yo, desde este conocimiento ignoto de la expresión de los sentidos y en este caso de la piel, se cose al nosotros y tapiza la tierra con un mensaje de esperanza. Con excesiva frecuencia no parece ser ese el camino más transitado, pues su manifestación actualizada aparece desde una supremacía del cuerpo: lo bello y lo elegante, lo que se expresa, el personaje hegemónico que monta una escena de conveniencias de su propia vida.

      El camino tiene momentos de placer, pero también muchos de dolor, aunque los disfracemos y teatralicemos; en esa dificultad nos encontramos y encontramos a los otros, pero el maquillaje parece imponerse incluso a la propia alma.

      Aquello de la belleza interior como metáfora quedó en algo anecdótico, ahora la exterioridad se ha de adecuar a las exigencias de una superficialidad de etiqueta de moda a todos los niveles, en nuevos guiones de exigencia-competencia donde la toxina botulínica o derivados (silicona, cosméticos y tintes), pretenden ayudar a convertir en hegemónica, heterogénea y presentable una superficie idolatrada por nuestros aspectos narcisistas para que los demás nos vean lo mejor posible; o tal vez lo hagamos para nosotros mismos sin ser conscientes del disfraz y la sombra que todo ello esconde, y donde el hedonismo no será más que la fugaz tapadera para el dolor de un camino que pudiera de ser de esperanza y encuentro.

      Como estamos viendo, se sigue con frecuencia esta teatralización y disfraz de forma un tanto compulsiva y bajo unos esclavizadores cánones estéticos que, por naturaleza, son un tanto volátiles y díscolos, se crean a partir de estilistas, modas y «culturas» muy cuestionables, y acaban imponiendo los dictados de lo que se convierte con excesiva frecuencia en una neurosis estética que, como sociedades, esconde muchas otras neurosis personales y colectivas.

      Aunque parezca pesimista, seguro que también podemos ver cosas agradables, bellas, creativas y simpáticas (y muchos otros adjetivos), pero en general se acaban imponiendo unos cánones lesivos y poco respetuosos con lo genuino de la persona que, no tienen demasiado que ver con la ropa que viste.

      De todas formas, no me considero ninguna autoridad en el tema de la moda, maquillajes, tatuajes y otros tantos. Pero sí que a partir de un umbral tan sutil como el de la piel, este tema me produce un cierto prurito reactivo y un posicionamiento al respecto que, entiendo, no es imparcial, pero que espero que también nos ayude en la conclusión de una finalidad terapéutica.

      En definitiva, con todo ello, nuestra máscara se construya como más densa para aislarnos aún más; pero al final ¡qué ilusos!, nos la creemos auténtica, moderna, original, personal, y la identificamos con el self.

      En realidad es el reflejo narcisista de un ego engañoso, de una realidad efímera, apenas útil para salir a transitar escenarios e interpretar algunas de las escenas protocolarias; del mismo modo que para los actores griegos colocarse la máscara era condición sine qua non para que se desarrollara el drama, porque la voz resonaba en su superficie interna y daba volumen a los personajes que representaban la tragedia.

      Por lo demás, hay tantos escenarios y escenas que representar que, sin la naturalidad y autenticidad, todo se convierte en un ímprobo esfuerzo camaleónico de adaptación a una comedia en la que acontecen, entre otros aspectos, conflictos nuestros por resolver. Si actuamos disfrazados, el mismo disfraz nos hace más vulnerables en su artificiosidad precipitada, y pasada la escenificación hedonista que huye de toda polaridad asociada al displacer, cambio, fealdad, enfermedad, vejez o muerte (por más que utilicemos pócimas culturales, cosméticos, estéticas y muecas en apariencia adecuadas), cuando no hay escenario en el que actuar y estamos solos, surgen a flor de piel los conflictos en toda su crudeza.

      Estos aspectos —ligados a un culto al cuerpo que quiere expresar los vanidosos reflejos de la belleza, juventud, poder y todo aquello que creemos que es pertinente que aparezca en escena a modo de valores que creemos en auge, en detrimento de los auténticos— comportan múltiples sufrimientos. Pues la piel, que resuena con la pulsación en superficie desde el tambor interior de nuestro corazón, queda bloqueada en algunas zonas o sistematiza en toda su superficie, y eso tiene un correlato con algo que no se expresa o no se puede expresar, y empezará a anudarse más, ya que no entra en resonancia. Las zonas de la trama tisular con ello relacionadas en el seno de las emociones y sentimientos son la diana correspondiente a lo más frágil, que cicatrizó en falso, o ni tan solo lo pudo hacer. Insisto en estas correspondencias con la piel, que me parecen de suma importancia, no solo por conocer su mecanismo de producción, sino por las posibilidades terapéuticas que la cartografía de este sutil sistema nos puede facilitar.

      Al extremo, sin el darse cuenta y promover cambios, las máscaras se acaban convirtiendo en «casi grotescas», de carnaval, desdibujadas por las lágrimas de la soledad, por el frío sudor del miedo y los gestos de anhelo. Estas máscaras de nuevos maquillajes, más prestas para una comedia festiva de fingimientos, divertimentos o dramas varios que para transitar por el camino de la vida, se convierten en alguna escena del infierno de la Divina comedia, o de la tragedia humana que supone el tránsito samsárico por la vida, y además disfrazados. Es posible que en la actualidad Dante añadiera algunos pasajes actualizados a sus descripciones, justo en lo referente al tránsito por los infiernos. Como veis, estamos dando el trabajo que no hacemos a los clásicos, que ya lo hicieron de forma magistral en su época; ahora, parece que nos toca a nosotros hacer algunos cambios de escenarios.

      Lo cierto es que, al desmaquillarnos y desnudarnos, vemos en el espejo a un personaje desconocido, con el que apenas hemos dialogado, o al menos nunca de forma seria o transcendente. En el fondo del personaje está el niño abandonado, o reencontrado, cuyo dolor nos horada de forma profunda, pero también nos ofrece la posibilidad de un cálido contacto y reencuentro, ahora como una persona integrada y estable. Pero ante la posibilidad dorada de hacerlo, con frecuencia huimos de esa necesaria confrontación (en realidad encuentro); confundimos todo ello con un retazo de sueño o producto de una angustiosa pesadilla que se ha colado en nuestro espejo narcisista y desviamos la mirada, como si no fuera con nosotros, y, algunas veces, temiendo perder el equilibrio o la cordura.

      Nos volvemos a maquillar, densa y precipitada, y nos ponemos un nuevo tatuaje en la piel, duele, pero menos que la sospecha del otro dolor, que representa cerca del corazón una filigrana de nombre escapismo, pero que queda escrita como abandono, en realidad de nosotros mismos; luego, en terapia diremos que «nuestros padres»; puede que en su tiempo, pero ahora somos nosotros.

      Construimos, disfrazamos y ya hay otro personaje con el que partimos en busca de escenarios donde mostrarnos, fingir, o actuar y dejar que el tiempo pase.

      Parece no haber remedio, somos reincidentes, y en cierto modo analfabetos, ágrafos, porque olvidamos en nuestro inconsciente una escritura y un lenguaje milenarios al ver un reflejo en superficie como Narciso, y fijar ahí nuestra mirada y metas, dejando de lado el interior fértil, que tiene dolor, pero también felicidad, y que está construido para un proyecto a imagen y semejanza de lo que aúna personas y universos, y que escribiría en nuestra piel maravillosos aprendizajes vitales.

      Parece que nada puede resquebrajar las corazas, y en este caso la piel es una de ellas, y seguimos con tozudería enmascarados, amnésicos; vamos cada día a dormir queriendo hacer realidad el sueño hipotético que proyectamos respecto al día siguiente, y vemos paseando a los personajes reales y sus anhelos en el sueño de la noche anterior, ¿qué hacemos entonces con el día que nos toca vivir?, ¡nos volvemos a disfrazar! En realidad, los diferentes estados están llenos de sueños, perturbados por el propio sueño, parece que todo, de hecho, es por el estar dormidos y sin atención a lo fluyente. Vivimos confundidos, sin visos de una realidad que no sea los aspectos oníricos proyectados. Podría afirmarse, si no fuera por tanta somnolencia colectiva y tanta conceptualización, que ahora, en nuestros tiempos, soñar un futuro mejor acaba por convertirse en condición imprescindible para muchas personas. ¿Será que a todos nos ha picado un pequeño insecto portador de un virus que transmite adormecimiento colectivo?

      Sea, que necesitamos el disfraz y lo soñado para salir al quehacer imprevisto e improvisado de lo cotidiano; eso sí, en