convenga a sus intereses partidistas de una determinada taxonomía o farmacología, y clasifica según su especialidad desmenuzando aún más un constructo herido y disfuncional, que nos lleva a todos a grandes reduccionismos (del mínimo detalle), en los que la persona se pierde, y queda solo una mandíbula, un pie o un hígado, y unas cuantas moléculas nocivas precursoras de una cadena de, que están a años luz de la relación de globalidad.
Creamos una especie de escenario de Babel y olvidamos el holograma vivo que somos los humanos; para que algunos, en aras de una ciencia con una geometría rígida basada en la evidencia que surge de una manifiesta ignorancia de la interdependencia de los fenómenos, confundan las diferentes lenguas y encarcelen —porque ya no se puede quemar por herejía—, las tímidas intentonas de cambio.
Pudiera ser ahora el momento en que nos dejáramos invadir por la fuerza de las palabras basada en una ciencia de lo humano, que necesitamos con urgencia. Esto no niega nada, ni quema nada, hay pilares fundamentales (de la ciencia basada en evidencias) que son necesarios; pero el edificio tiende a ser más alto, podríamos revisar la materia y consistencia del pilar y basarla en otras evidencias, poniendo a la persona en primer lugar, no la enfermedad o la molécula.
De todo ello surge la idea de presentar la piel humana de otra forma; pretendo construir nuevos escenarios donde, como umbral, frontera o paso, la narrativa personalizada, trocitos diferentes de ciencia y formas muy diferentes de praxis terapéutica se den la mano.
Es posible que, incluso así, también sesguemos la piel desde nuestros atávicos miedos o desde algunos excesos que creemos holísticos pero que creo tienen la intención profunda de facilitar, si ese es nuestro deseo. Reflexionemos sobre el hecho actualizado de lo fronterizo o liminal —o tan solo diferente—; aprendamos que es posible una lectura alternativa que nos permite percibir las claves para cruzar la frontera. Es como un rito de paso desde un nuevo imaginario; puede que así podremos verla desde un amplio análisis, como un abanico que se va desplegando, pleno de posibilidades terapéuticas y de aprendizajes vitales, y no solo en los aspectos científicos (al menos no solo en los más caducos y restrictivos).
Un gran paso sería mirar, más bien, desde una vertiente antropológica y postural humanista, porque nos dará una perspectiva émica de observar y reflexionar sobre lo que acontece en la narración para luego experimentarla, vivenciarla, aprender de sus rutas, y comprobar si desde las peculiaridades de cada especialista funcionan los tratamientos.
Escapemos de la tentación de todo tipo de análisis ético, intentemos a conciencia que todo sea sin prejuicios y conceptualizaciones, y llevemos la intimidad al contacto con su propio límite «sin límite» hacia la exterioridad, reflejo de la profundidad.
Mezclándose al final con el espesor del cuerpo, la piel será la cobertura de un constructo, el constructo de lo humano, que siempre queremos reducir en fórmulas no holísticas.
En todo el discurso, entre otros muchos aspectos, tal vez haya el cansancio de mis ojos de profesional académico; entrenado y enculturado desde joven en la más estricta ortodoxia de la ciencia, con la que he aprendido a ver cuerpos, y a describir sus morfologías y anomalías para tipificarlos y establecer un protocolo de tratamientos. Para tocarlos hay que usar siempre guantes metodológicos y asépticos de la ciencia, y examinarlos desde los filtros ópticos al uso; una pulcritud médica que nos aleja sobremanera de la persona.
En definitiva, catalogarlos desde sus desequilibrios, deformidades o patologías para tipificarlos, diagnosticarlos como cuerpos sanos o enfermos, y tratarlos en la medida de lo posible como entidades impersonales.
Con frecuencia, todo lo anterior se realiza desde unos protocolos más o menos estructurados y estipulados por sus evidentes ventajas prácticas; además, de esta forma podemos tener la sensación «de hacer lo que hay que hacer», ya sea para curar o aliviar la enfermedad, o para sostenernos mejor o enderezarnos ortopédicamente.
Y con frecuencia nos atribuimos méritos que corresponden solo a la naturaleza individual y su homeostasis; es decir, a un médico interno (denominado así en términos hipocráticos) caracterizado con toda seguridad en la carencia de tipologías y conceptualizaciones diagnósticas reduccionistas.
Lo cierto es que (al menos alguno) nos sabemos observadores y portadores de lentes estereotipadoras desde el paradigma reduccionista —que, como hemos dicho, nos ofrece una ciencia en exceso lineal—; con unas normas socioculturales y profesionales direccionadas a través del quehacer del oficio, que funciona desde las consignas de la autoridad hegemónica.
Saliendo de ese paradigma y entrando en uno más complejo, se pretende, que desde la piel como reflejo del todo —ni más ni menos—, delimitar una postura humana de inclasificables poses; eso sí, a menudo entretejidas, en alguna parte de su interioridad, con sofisticados nudos de dolor que también requerirán algún tipo de intervención (todo depende de la fuerza del nudo). Es posible que a partir de su lectura se necesite un tratamiento instrumentalizado por nuestras manos, sin verbo, pero creo que ha de ser desde una reflexión a conciencia y adentrándose en un profundo cambio personal propio. Para ser justos, en ocasiones hará falta otro tipo de instrumentalización: de tipo médico o psicoterapéutico.
Por tanto, hay que conocer y percibir los límites de la homeostasis y nuestros propios límites como terapeutas. Si partimos de la base citada del cambio paradigmático del terapeuta, y dado que sus mismos ojos de observador y sus manos (con ese nuevo enfoque) pueden (desde la parte que las conecta a su propia naturaleza creativa) contactar con un espíritu intuitivo dotado de cierta sabiduría ancestral, logrará transgredir las normas y fusionarse de forma transitoria a lo observado.
Eso sí, con permiso expreso de la persona y las guías de la ciencia progresista (y a veces también casi sin ellas). Según lo imperativo del tema, hay que conectar con una nueva perspectiva sin barreras; llevar todo hacia una naciente percepción táctil en nuestros dedos y en su piel que nos permita explorar desde la superficie, casi sin contacto, e ir penetrando con atención y consciencia en la penumbra interior, y allí donde nos lleven nuestras manos, ver la urdimbre de lo humano enredada, enquistada.
Con extremo cuidado, vamos a identificarla y ayudar a que se identifique para la persona que sufre; buscar el recurso y anclarlo, para que cambie la escena; dejar que respire el cambio y, entonces, cortar poco a poco y con filo inciso la sutil superficie que protege sus estructuras enquistadas; así nos habremos adentrado de forma paulatina en la espesura del cuerpo y el dolor primario. Y no lo habremos hecho solo con los ojos, sino (para ser más concretos) con todas las prolongaciones de nuestros sentidos y una conciencia no dual ligadas al tacto; conectados a nuestros dedos a través su sensibilidad táctil epicrítica (más a flor de piel), energética y electromagnética, con todas las propiedades de los dedos que sienten, ven y piensan.
Actuaremos emulando lo que haría un buen cirujano al ir diseccionando los diferentes estratos de tejidos. Llegaremos a algo enquistado, desubicado y doloroso en lo profundo de la piel, músculo o entrañas, y veremos la manera, más adecuada y personalizada para cada individuo, de sacarlo de la forma menos traumática posible. Tranquilos, todo es simbólico, no hay sangre. Solo se requiere un adecuado manejo del sufrimiento humano, mucho tacto y dejar en el lugar tratado (como hemos comentado) algún tipo de recurso para gestionar lo que no se pudo hacer en el momento histórico en que se gestó el trauma.
Para acabar, volver a zurcir todo lo abierto en la trama original, hasta que la naturaleza propia de la persona sane, y comprobar que toda la postura y sus manifestaciones (algunas muy alejadas y sin relación aparente) se remedien en paralelo.
Vemos como el sentido visual y el táctil, unidos a una nueva conciencia y concepción dentro las terapias manuales y energéticas, son transportados a otra dimensión; pasan más a lo perceptivo, a lo fluido, a lo no lineal, con lo que colaboran a la reelaboración desde sus cambiantes densidades, tersuras y tensiones lesionadas. En realidad, el paciente, hasta que no cambiamos esa percepción primaria lesiva, vive en una dispercepción que condiciona una forma anómala de ver muchas de las cosas de su entorno, y en paralelo sufre problemas neurovegetativos, viscerales, musculoesqueléticos y, también emocionales.
Si logramos una diana certera, la mayoría de esos problemas desaparecerán o se