Ignasi Beltrán Ruiz

Del umbral de la piel a la intimidad del ser


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sabiduría, se produzca el cambio.

      Una posible solución (para que podamos tener alguna imagen de los entramados tisulares que propongo) puede ser visualizar gráficos que siguen, de alguna forma, el camino de unas líneas de energía parecidas a las que conforman los circuitos de la medicina ayurvédica «nadis» y los meridianos* de la medicina tradicional China, o las líneas de fuerza o tensegridad más modernas. Teniendo en cuenta que todos ellos tienen en común zonas o líneas superficiales, medias y profundas, y tienen unos centros de densificación o convergencia que podéis asimilar con la idea de chakras* o rueda de energía, y algunas líneas que son los canales principales (en terminología China: los canales o vasos maravillosos, el punto de las mil reuniones, etc.); lo que nos hace imaginar la importancia de los mismos (me extiendo algo más sobre ello en un capítulo al respecto).

      Como las fórmulas empíricas tradicionales de rancias pócimas que funcionaban no se sabía cómo. Ahora sí, esta vez son fórmulas «casi etéricas», elaboradas de forma manual con la justa medida terapéutica que requiere lo que es umbral y las proyecciones del mismo en forma de sombra. Ahora todo ello se desvela a nuestros dedos con claros matices de herida mal cerrada por un sinfín de situaciones lesivas necesitadas de algo vital renovado, ya que encarnaron su dolor y así nos lo muestran; parece pues necesario cerrar un ciclo de dispercepción y dolor.

      Pero en este caso, más que pócimas, necesitan el tacto profundo y superficial al límite, de forma resolutiva, y luego caricias selladoras o palabras expertas que ayuden al «darse cuenta» individual e instrumentalicen un cambio activo, curativo, basado en la captación de la información táctil que llega a través del sistema de células y corpúsculos sensitivos, para llevarla luego al sistema subcortical y cortical y cambiar un referencial engramado en el sistema nervioso. Pero no se trata de fármacos de última generación ni de hilos de sutura especiales.

      Para no medicalizarlo (al menos en terminología) más allá de lo necesario, decir que en ello no hay anatomía patológica, ni diagnósticos con terapéuticas protocolizadas, ni microscopios para definir un epitelio estratificado queratinizado con su base de tejido conectivo, u otros, y su trama vascular, etc., es algo muy diferente que nos lleva a otra dimensión.

      Se trata de historias ancladas en un tiempo y espacio pretéritos, tan irreales como los aspectos oníricos o los pensamientos proyectivos del futuro; pero en el aquí y ahora aparecen cristalizadas de forma hiriente en la trama de aquello que conceptualizamos como pasado inconcluso o traumático, parasitando a la persona en su globalidad, sus percepciones y sus relaciones.

      Pero una vez traspasada la primera barrera mecánica con la que nos encontramos en el contacto, todo se abre a la conjunción de sentidos y conciencia puestos en nuestros dedos, que examinan una superficie en la que se muestran, en juegos de densidades, unas estructuras transparentes y diáfanas salpicadas por nudos, enredos y bloqueos, algunos como tenues marañas y otros como inextricables parajes. Si regresamos a su relatividad, aparecen concretados en estructuras musculoesqueléticas cubiertas de piel, que a modo de capa tejida y decorada al modo de las diferentes latitudes y culturas, se muestra como en las figuras tristes que pintara Villaverde en sus dibujos anatómicos artísticos, hechos a propósito de los primeros libros de anatomía.

      En ellos aparecían disecciones humanas, como la figura de un desollado que sostiene en la mano su propia piel; como una queja silenciosa hacia Vesalio y contemporáneos que, en aras de la ciencia y sus propias inquietudes, se habían atrevido a hurgar en la intimidad de sus personas ya cadáveres, ahora convertidos en cuerpos anatomizados obligados a sostener una pose aún viva tras despojarlos de su piel y mostrarla mientras mantienen un gesto humano; excusando así el haber profanado la sacra integridad del cuerpo al diseccionarlo y mostrar la interioridad y la exterioridad de una rex extensa, que ahora parecía no tener secretos para el naciente mecanicismo.

      La naciente ciencia quiere escudriñar de forma más pragmática y médica los secretos de la interioridad desde los rincones profundos. Vesalio nos muestra: «Esto es el cuerpo y sus secretos», y casi le cuesta la vida hacerlo público; otros con un talento indescriptible, como Leonardo da Vinci (en este caso metido a anatomista), busca el secreto y el locus de la ubicación del alma. Aún de forma un tanto tímida, pretenden descubrir el lugar de las cogitaciones humanas y, sobre todo, del alma humana, y describen una res extensa y una res cogitans (sobre las cuales filosofara con innegable erudición el buen Descartes, que nos dejó de forma profunda el legado del dualismo, que , si viera la evolución actual del constructo que con su dualismo hemos hecho en todos los órdenes, es posible que cambiara el discurso, quién sabe).

      Lo cierto es que la actualizada y preciada cobertura necesita cada vez de más maquillajes, y que estos a su vez requieren ser sofisticados y resistentes, de forma que al final, tienden a cubrir e impermeabilizar la barrera que pretenden decorar (tanto, que llegan a esclerosarla e insensibilizarla de forma selectiva). Y con ello, lo que en apariencia utilizamos para mejorar e incluso creemos que nos reafirma en relación con lo que sería la supuesta exterioridad, nos reseca y nos hace frágiles, pues rompemos la tersura y naturalidad con la que de manera natural se expresa.

      En la piel se manifiesta nuestra fisiología (energía, sensibilidad y expresividad) cubierta mediante los juegos de sombras y reflejos del espíritu. La vida la va surcando de arrugas de expresión basadas en dolorosas vivencias repetitivas y en una mímica gestual manifiesta del carácter; se impregna del dolor humano sobre la sedosidad, tersura o aspereza propias de la piel de cada individuo y las cicatrices visibles ligadas a accidentes traumáticos o intervenciones quirúrgicas (alrededor de las cuales se añade la historia de las mismas y el trauma que las produjo, que también deja su memoria en la cicatriz, convirtiéndola a veces en una diana que absorbe a su trama cualquier aspecto, aunque su relación sea lejana). Por tanto, visibles o invisibles, las hemos de examinar todas y, de alguna forma, diluir la memoria traumática en ellas depositada. La más pequeña de todas las presentes (si hay varias), o la invisible a nuestros ojos, serán las que cuenten su historia a nuestros dedos. Las cicatrices siempre están presentes en sus variadas formas y ubicaciones, con sus diferentes historias no resueltas.

      Tanto cicatrices como arrugas, como cualquier defecto o exceso en su superficie —que solemos cubrir con pretendidos maquillajes o ropas—, acaban magnificando en nuestro interior el fondo de la historia, cuyas posibles salidas dificultamos con ficticios, pero a la vez confusos, obstáculos, impidiendo la entrada de luz a un umbral que se abre a los laberintos y pasadizos desconocidos que podrían conducirnos con la ayuda de la caricia, mirada, tacto e incluso la palabra, hacia algo más esencial del Ser y sus relaciones y conflictos.

      Podemos decir que es posible añadir a la coraza caracterial descrita por Reich —y expandida como modelo por Lowen y Boadella—, otra coraza, puede que con menos carácter, pero sí con una exquisita sensibilidad: la coraza herida de la piel.

      Es evidente que a las personas nos interesa mucho delimitarla en una figura personalizada, pero fluctuante según las necesidades, indecisa según las conveniencias, supeditada al ego narcisista; queremos se identifique con lo que creemos es nuestro yo real. Pretendemos que sea genuina, que, si lo deseamos, aleje al otro o bien lo atraiga según nuestras voliciones, ligadas a la necesidad o al dominio, al secreto de la intimidad enmascarada, a la autocomplacencia, y así podríamos citar una enorme suma de prestaciones y ardides que, en definitiva, no dejan de ser una ingente tarea cotidiana y una pérdida enorme de energía.

      Para los terapeutas, el hecho de conocer que sobre una superficie tan sutil y amplia se inscribe lo que es en esencia nuestro anhelo humano y sus frustraciones o traumas, comprender que en ella caben infinitos motivos, tantos como todo un guion de vida y sus relaciones y legados del pasado, nos puede llevar a una cierta reflexión y cambio paradigmático, alejado de las interpretaciones aún incompletas del genoma y la epigenética (que tienen sin duda una gran importancia).

      A pesar de las dificultades, maquillajes y constructos de nuestras diferentes formaciones psicoterapéuticas o médicas, hemos de aspirar a un cambio que transcienda las capas de tejidos humanos, su espesor de hecho ficticio, y nos lleve más allá de la gélida desnudez ante la muerte, a lo que hemos construido, al miedo y la ignorancia; tenemos que salir de aquel frío que nos cala hasta los huesos con sus más profunda incertidumbre. Podemos entrar en