al grito, o a las voces excesivas, sobre todo cuando están desubicadas de situaciones extremas o contextos que lo requieran, me cuesta tolerarlas; pero en este caso, lo consideré adecuado y terapéutico entre estos escenarios.
Bien, con el susodicho maestro, al que llegué a apreciar y respetar, vivíamos con intensidad los dramas que nos traía para trabajar, ¡y vive Dios que grité en algunos! Hasta entonces no sabía, o no me atrevía; al menos hasta ese punto, con esa potencia enorme que sale del interior; sobre todo, si te dejas y no se queda atravesada en la garganta, que se angosta por alguna o demasiadas emociones.
La escena de la primera sesión fue un típico corro de aprendices de psicoterapia, respirando profundo uno al lado del otro, con la fantasía fácil de hacer algo afectivo, simpático o lúdico (como era habitual) con nuestros compañeros con el fin de presentarnos, o algo más corporal y comprometido para poder mostrar nuestras cuerdas en el asunto, ya que llevábamos varios cursos trabajando juntos.
Nada de eso, de pronto sonó una voz muy potente y en un tono muy grave, que parecía provenir del fondo de la tierra, que inundó todo el escenario y más allá (no penséis que exagero, por favor) con una ola de vibración. Dijo: «Ahora os vais a presentar a vuestros compañeros»; creo que todos pensamos «qué simpleza», cuando volvió a resonar la voz: «Para ello, os quitaréis la ropa». Enseguida se oyeron preguntas: «¿Toda la ropa?», respuesta: «Sííí, en cueros». No había margen a réplica.
Vino una primera fase de pieles pálidas (tal vez de miedo), algunas sudorosas, otras ahora congestionadas, ahora gélidas, y otras naturales como la vida misma. Y al final, con la mezcla variopinta de pieles y sus expresiones, la tribu entera (menos el gran jefe) en cueros. Surgió una escena llena de personas diversas que parecían distintas a las conocidas, todas cercanas a un montoncito de ropa. Mi piel intuía un cierto peligro indefinido cuyo origen no identificaba, pues yo me sentía bien sin ropa en aquel contexto; aun así, tenía la sensibilidad a flor de piel, y a pesar de ello me sentía como más unido que nunca a mi grupo, y experimenté un curioso sentimiento muy agradable de pertenencia, que intuí colectivo, y creo que daba cierta tibieza al frío asunto.
La historia continúa: «Ahora —dijo con la voz en tono más grave y resonante que yo había oído en mi vida—, van a salir de uno en uno y, dando unas vueltecitas, se presentan como quieran a todos sus compañeros; eso sí, mirándose bien mirados» Y fuimos saliendo todos, de uno en uno; algunos decían algo, otros no. Se movían, gesticulaban o danzaban, o se quedaban como estatuas. En mi turno, paseé tranquilo por el círculo, con prudencia, poniéndome a prueba y mirando los cuerpos y los ojos de todos mis compañeros. A mí, la danza y el exceso de gesticulación nunca se me han dado bien, y acabé sintiéndome algo torpe, como un personaje rígido y desubicado de una tribu extinguida de trogloditas que se movía en medio de otra tribu mirando cuerpos; hasta ahí, no muy bien, pero después de unas vueltas, cuál no sería mi sorpresa al descubrir que, de alguna forma, leía de forma intuitiva los jeroglíficos encriptados en las pieles desnudas de mis compañeros; los reconocía, más allá de cualquier otra cuestión, los sentía en su piel viva y vibrante y resonaban en la mía, y en aquel momento (no era delirio, era lucidez), sentí un cambio profundo en mi mirada hacia la otra persona; todo fue muy emocionante y de una gran sensación de viveza y libertad. Esta primera presentación en sociedad a flor de piel y leyendo la carta de presentación de otras pieles fue para mí toda una experiencia; creo que condicionó parte mi futuro y, seguro que, mezclada con otras experiencias, hizo posible que hoy desarrolle la parte que escribo de este texto.
Tal como lo hacía este profesor, fue tan potente el aprendizaje, la Gestalt y el psicodrama, que me despertaron una vocación de actor que tenía escondida; luego pensé que ese tren ya había pasado para mí y que, de momento, no quería ir a otros lugares ni hacer otras cosas; me sentía bien en la estación en la que estaba. Aunque desde entonces (siendo solo actor de mi propia vida), nos os podéis imaginar lo que he llegado a teatralizar y a hacer el payaso; como terapeuta he interpretado los más variados personajes y escenas, en las que intentaba magnificar algo para ayudar a la persona que trataba a entrar en una cierta dinámica, a entrar en su propia escena. Con aquella pretendida y especular situación que le presentaba y que a ella misma le era difícil de resolver sola, de algún modo le facilitaba entrar en escena con la expresión corporal y la verbal; en contacto atento con todos mis sentidos, que percibían su drama, la ayudaba a aflorar y expresarse desde su propio cuerpo, así contactaba de manera más fácil con lo pendiente. Ese trabajo de aflorar desde el interior a la propia piel, de alguna forma vivificaba la lectura posterior que yo hacía, para establecer prioridades terapéuticas en una nueva lectura.
Antes, para soltar las corazas (y casi por protocolo) habíamos trabajado desde la piel, lo que permitía centrarnos en aspectos prioritarios, que luego confirmaríamos, vistos desde los engramas de su propio cuerpo, con una nueva lectura perfeccionada tras los ejercicios (lo veremos a lo largo del texto).
Desde estas líneas, mil gracias por los aprendizajes que me dieron cientos de personas al confiar en mí para resolver sus asuntos conflictivos con mi participación terapéutica. Todas ayudaron a que diera fuerza a mi voz y mi expresión, en consonancia con el sentimiento que fluía desde su sufrimiento y sus emociones, que potenciaron mi discurso desde el corazón y, también si era necesario y se requería, dejándolo surgir desde mis entrañas.
En el proceso y con el tiempo, me he sacado muchas corazas; tantas, que ahora mi piel, casi en un desnudo natural, me permite sentir más el contacto con la vida y atenderla; atender y atenderme en los más pequeños detalles, a pesar de mis múltiples despistes. A veces es tanta la intensidad que siento como un pequeño desgarro en algunas zonas de la piel, con más frecuencia en el tórax, al lado del corazón —en el argot decimos que es el pericardio, que se aprieta—; entonces, un pequeño escalofrío me eriza el vello y se produce un profundo sentimiento, indefinido en el momento que sucede, que sacude todo mi ser, que se conmueve expresando pequeños espasmos (a veces intento disimular para que la persona que está a mi lado no se asuste o se inquiete). No digo nada, en realidad, siento que se están resquebrajando más corazas del corazón y capas de mi ego, y manteniéndome asisto a su caída.
Cuando llega a ese límite, la experiencia de la vida es tan intensa que roza la polaridad ignota y oscura de la persona, de la vida; es como la otra cara una moneda fría y sin ningún tipo de relieves, exenta de refugio alguno. Es más, si miras su reflejo, conecta con la sensación de haber perdido el guía interior, pero por fortuna, dura unos instantes, respiro y lo suelo volver encontrar. Creo que no solo es un nuevo aprendizaje para mí, sino también para el trato con el paciente, al que ahora puedo transmitir de forma lúcida y llena de fuerza unas informaciones que se recogen a flor de piel y que insinúan posibles nuevas rutas fértiles a seguir. Como de alguna forma cita Machado en sus versos al respecto, que traduzco desde mi sentimiento: «Cuando tú estás yo no estoy, y si yo soy tú no estás».
No hay otro remedio, o confrontas o huyes despavorido. Pero, por qué no, saludar esa cara, sin prisas, con amabilidad, sin miedo y de forma decidida, como diciéndole: «Te reconozco en el aviso, pero yo no te llamé, aunque ya sé que cuando tú decidas entrarás sin que lo haga»; de hecho, yo no tendré que hacer nada, y la superficie de la moneda se convertirá en un reflejo de tu propia vida, que siempre podrás cambiar. Solo necesitas cambiar la mirada, subirla muy por encima del ombligo, aunque sea en el último instante.
Para quitar drama, escribiré una frase que le sentía a mi madre y que creo es una expresión propia de Andalucía: «Me ha entrao la muerte chica», se dice cuando algún tema importante o inconsciente lleva aparejado un escalofrío. Si nos dejamos vivenciar todas esas pequeñas muertes chicas, ligadas con frecuencia a la ruptura de ataduras (que pueden ser muy diferentes), y no ofrecemos tantas resistencias (del todo innecesarias; incluso inútiles, si no extremamos el valor suplementario de aferramiento que le damos a algunos aspectos magnificados de nuestra vida), si nos vamos desapegando poco a poco, podría ser que el escalofrío final lo fuera menos, o que no fuera.
Yo no lo sé con certeza, pero sí pienso al respecto que, si estuviéramos más atentos al tránsito transcendente —y no tanto al miedo a perder un constructo cultural al que llamamos cuerpo y que hacemos depositario de una vida—, cambiarían y serían muy diferentes