de la concordia
6.2. Las trampas de la teoría
6.3. El otro es otra persona
7. Recursos para manejar clichés y fenómenos semejantes*14
7.1. Las funciones de la ignorancia
7.2. Lógica y retórica
7.3. Tipos de cliché
7.3.1. Simple generalización. Error taxonómico
7.3.2. Simbolismos
7.3.3. Microfundamentalismo
7.3.4. Herejía
7.3.5. Cliché
7.3.6. Argumentación ad verecundiam
7.4. Recursos disponibles
Introducción
La persuasión es el concepto central de la retórica y desde que esta centralidad cobró nuevo vigor gracias a la “nueva retórica”1 –que no por nada se hacía casi coincidir con una teoría de la argumentación–, y se ha adquirido una conciencia renovada del carácter vital del argumentar y el persuadir. La demostración y el razonamiento formal pueden gozar de validez en sí mismos, sin referencia a un destinatario. En cambio, la validez de la argumentación no se puede estudiar en su integridad sin conocer al público al que se dirige, sin saber qué significa para el hablante y para el interlocutor, sin saber nada de las circunstancias en las que la argumentación tiene lugar.
Ciertamente alguna observación general se podrá hacer, pero siempre a sabiendas de que se está exponiendo una idea que después habrá que saber insertar en la situación concreta. Es posible también interrogarse por la eficacia concreta de una demostración, pero la pregunta, en este caso, se refiere precisamente al valor persuasivo de la demostración. No es una casualidad que el complemento del verbo “demostrar” sea una tesis (“demostré que p”), mientras que el complemento del verbo “persuadir” es una persona (“persuadí a Fulano”).
Es éste el hilo que une los textos recogidos en el presente volumen, nacidos todos en un marco académico, aunque luego hayan asumido diversos formatos: artículos, comunicaciones de congreso y reelaboraciones de estas últimas. La primera parte recoge varios artículos de la columna “La bendición de Babel”, que escribí durante cuatro años para la revista Ixtus2 (1, 2, 4 y 6). Otro texto (7) habría podido tener el mismo origen, pero preferí recoger uno más preciso que presenté en un congreso, del cual extraje después el primer artículo de la serie y el título de la columna misma. Otro artículo (3) apareció en la revista Conspiratio3 (que en cierto sentido continuó la actividad de Ixtus cuando ésta interrumpió su publicación), para la cual mantuve la columna “Elogio de la impureza”. Y en fin, un texto con función integradora (5) viene de una intervención en un congreso y de algún modo completa la primera parte de este volumen.
El perfil vital de Ixtus, que podríamos denominar cristiano-gran-dhino, puede ayudar a comprender el carácter de estos textos, por la sensibilidad que cabía prever en la mayor parte de sus lectores. Cuando escribía para ellos, sentía como filósofo una gran libertad, que me venía de la convicción de que no estarían muy preocupados por distinguir con precisión entre lo que viene de la experiencia sensible y de la elaboración racional y lo que nace en un ámbito religioso, distinción que no desvelaba a Gandhi ni a muchos representantes de filosofías del siglo xx –fenomenología, existencialismo, hermenéutica–, con las que me siento en particular sintonía, mientras difícilmente me reconozco en otras sensibilidades que tienden a ser inexorables en la delimitación del alcance de la razón, como sucede en el cientificismo, en las posiciones más racionalistas del neotomismo y en buena parte de la filosofía analítica.
Restar relevancia a esa distinción en un ámbito dialógico-argumentativo no es renunciar al rigor metodológico, sino profesar una determinada concepción de lo que es la razón y de lo que es el hombre. El hombre no es sólo razón: los recursos de la razón no agotan la totalidad de los recursos del hombre, y esto es de capital importancia en el campo que nos ocupa. Buena parte de los avances en la capacidad dialógica consisten en un progresivo ensanchamiento del horizonte, que de ordinario supone la superación de frenos de carácter racionalista: la inteligencia humana no es sólo razón, es también intelecto; para persuadir no basta razonar bien, pues también hay que infundir confianza y establecer sintonía emotiva (logos, ethos y pathos, en términos clásicos); el lenguaje no es sólo semántica (significado de los signos) sino también pragmática (uso de los signos, relación con sus usuarios).
La enumeración de aspectos en que el reduccionismo nos frena podría continuar. Quisiera por ahora añadir sólo una reflexión sobre la naturaleza de la verdad que ilustra bien el lugar de esta noción en la dinámica argumentativa: la verdad no es todo. La verdad es débil al menos en dos aspectos, muy evidentes: a) es posible tener la verdad sin poder hacerlo valer (¿cuántas veces hemos vivido la experiencia de tener razón y que no nos crean?); b) con la verdad se puede engañar, corromper, maleducar (la mejor desinformación suele ser la que dice sólo verdades).
Se dice que al final la verdad vence siempre. Yo estoy convencido de que es así, y Aristóteles asegura que “la verdad y la justicia son por su propia naturaleza más fuertes que sus contrarios”.4 Sin embargo, si no queremos esperar al juicio final hay que anticiparle vigor a la verdad. Los dos aspectos de su debilidad nos conducen de la mano a la noción aristotélica de retórica, la “facultad de descubrir lo que es adecuado en cada caso para convencer”,5 que a mí me gusta reformular como sigue: el arte de hacer que la verdad parezca verdadera. ¡No es poco arte! ¿Qué no daría un padre por la capacidad de presentar a sus hijos las cosas de tal manera que éstos las vean del modo adecuado? ¿Qué no daría un maestro? ¿Qué no daría alguien que se dispone a declarar su amor?
El hombre no es sólo razón, decíamos, y nos dispusimos a enumerar otros recursos del hombre. También podemos superar el reduccionismo explorando la noción de razón. Son varios los modos de distinguir tipos de razón, entre los cuales está la distinción elaborada por Carlos Pereda, que llama “razón austera” la propia del cálculo, de la semántica unívoca, de la exactitud, y “razón enfática” la que admite el lenguaje figurado, la probabilidad, la que toma en cuenta la historia de los conceptos y de los términos, la que considera relevante quién dice una cosa y a quién la dice.6 La razón enfática no es una razón de segunda clase. Tan no lo es, que Pereda afirma que “defender una razón enfática es la mejor defensa de la razón”.7 La razón austera es una especialización de la razón. Para articular la razón austera con la racionalidad humana en su plenitud es indispensable el papel de la razón enfática. Octavio Paz, a propósito de ciertos callejones sin salida a los que la razón parece a veces orillarnos, que han llegado a sugerir la invitación al silencio (evidente alusión a la conclusión del Tractatus de Wittgenstein), decía: “Quizá sea lo más racional, no lo más sabio”.8
Otra observación sobre el tono de los textos aquí recogidos es la convicción de que el ensayo filosófico tiene un valor que se debe defender ante el tecnicismo impuesto por los criterios formales de la meritocracia académica actual, lo que Guillermo Hurtado llama “la dictadura del paper”. De ahí que no se renuncie en este volumen al uso la primera persona ni a otros recursos del lenguaje vedados por la profesionalización de la filosofía, según la cual
la prosa de la tesis de filosofía debe tener la aridez de las