Serafín Sánchez Cembellín

Platón en Anfield


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una de esas remontadas todo el mundo se contagiaba del ambiente y creía en el milagro por difícil que pudiera parecer. Además, creía hasta el final, como pasó en la victoria del Real Madrid ante el Borussia en los octavos de final de la uefa de la temporada 1985-86, logrando el definitivo 4-0 en el último suspiro del partido.

      Así pues hemos tratado de mostrar hasta ahora cómo hay partidos que son enfrentados desde una perspectiva racional, mientras que otros solo pueden ser encarados a partir del otro camino: la fe. Ese sentimiento interno que por absurdo que pueda parecer, puede llevarte en alas hacia el triunfo.

      No olvidemos que Tomás de Aquino establecía también una zona de confluencia formada por verdades que podían ser alcanzadas a la vez por ambos caminos, a saber: razón y fe. El filósofo italiano llamaba a estas verdades preámbulos de la fe.

      La zona de confluencia: el milagro de Berna

      De forma análoga yo creo que los futboleros contamos también con nuestra propia zona de confluencia. Esta estará integrada por algunos partidos que dadas su importancia e intrínsecas características tienen que ser atacados desde ambos frentes. Desde la fe y desde la razón.

      Hablamos de enfrentamientos en los que un equipo se lo juega todo a una carta. Las finales de competiciones coperas responden a este perfil. Pero si hay un tipo de partidos que representan por excelencia la zona de confluencia, son los partidos que se disputan en la fase final de un Mundial, sobre todo a partir de octavos de final, donde una derrota significa irte para casa.

      En este tipo de enfrentamientos se dice que es necesario tener la cabeza fría y el corazón caliente. La cabeza fría significa que es fundamental abordar el encuentro con las ideas claras, con la mente despejada, haciendo las cosas cuando y como hay que hacerlas. El corazón caliente quiere decir que además hay que creer; esa expresión hace referencia a que dada la dificultad del contexto, rival incluido, al final la victoria caerá del lado de aquel que crea con más convicción en ella, de aquel que la sienta más cerca.

      Imaginemos la final de un Mundial. Es evidente que hay que contener los nervios en la medida de lo posible, desplegar nuestros argumentos futbolísticos, aquellos en los que somos fuertes, de la manera más correcta que podamos. Será pertinente no perder el control, no hacer locuras, guardar las debidas precauciones defensivas y al mismo tiempo ser capaces de asustar al equipo rival, es decir, guardar un equilibrio. Todo esto tiene que ver con la idea de orden, de medida y de proporción, en una palabra, con lo racional. Pero con eso no basta.

      Hace falta algo más. Hace falta borrar el miedo del mapa futbolístico propio. Ahí es donde entra el corazón caliente porque es muy probable que el partido tarde mucho en decidirse, puede haber hasta prórroga y penaltis. Por lo que además de tener los nervios de acero, hay que desechar el temor, y eso se hace con la confianza, con la fe en la victoria, con ese sentimiento que, en la medida en que sea más fuerte, te acercará más al triunfo final.

      Los lanzamientos de penalti son una buena metáfora de lo que estamos planteando. El que lo tira sin confianza, sin fe y con miedo al error, lo va a fallar irremisiblemente, por eso los entrenadores buscan a aquellos jugadores seguros de sí mismos. De la misma manera, el equipo que aborda el partido con menos seguridad, con menos fe en la victoria, tiene todas las de perder.

      Hablamos, en definitiva, de partidos que requieren de ambos caminos, fe y razón para que el objetivo sea alcanzado.

      Es desde esta perspectiva desde la que se puede explicar encuentros como el de la final del campeonato del mundo de 1954, disputado entre Hungría y Alemania. Un partido que para los alemanes ha pasado a la historia como el milagro de Berna.

      Aquel 4 de julio de 1954 se enfrentaban en el Wankdorfstadion de Berna húngaros y alemanes, siendo los primeros claramente favoritos para lograr el título. Lo cierto es que los pronósticos parecieron cumplirse cuando en el minuto ocho, Hungría ya ganaba por 2-0 con goles de Puskas y Czibor. Con ese resultado, y teniendo en cuenta que los húngaros habían goleado a los alemanes en la primera fase por nada menos que 8-3, todo parecía estar decidido.

      Puskas, a los 6 minutos, había sido el primero en adelantar a los húngaros al recoger cerca del área pequeña un balón desviado por un defensa alemán. Solo dos minutos después Czibor se aprovechaba de un tremendo error del portero alemán Toni Turek al perder el balón en una cesión, para poner el segundo en el marcador.

      La situación no era ninguna broma para los alemanes. Estaban jugando la final contra un equipo que apenas unos días antes les había colocado ocho goles sin inmutarse, un equipo que llevaba cuatro años, desde mayo de 1950, sin perder, y en el que jugaban gente como Kocsis, Puskas, Czibor y Hidegkuti.

      No acierto a imaginar un contexto más oscuro para los alemanes. Estaréis de acuerdo conmigo es que ante ese cúmulo de circunstancias lo normal es aguantar el chaparrón como se pueda e intentar que no te metan otra vez ocho.

      Es evidente que una final así no se remonta con la cabeza, sino con el corazón, con la pura fe, si se quiere en lo absurdo, que en ese momento significaba la más que improbable victoria. Cualquier otra alternativa estaba por el momento cerrada.

      Este primer camino, el de la fe, viene perfectamente descrito por las palabras que el legendario Fritz Walter, capitán de los alemanes, recordó en su biografía:

      Ese fue el primer paso, seguramente el más difícil, la capacidad para seguir creyendo, para no perder la fe. Los alemanes recogieron pronto el fruto a su determinación, porque prácticamente en la siguiente jugada Max Morlock acertó a cazar un centro que desde la izquierda se paseó por todo el área húngara para acortar distancias.

      Si se había creído hasta ese momento, ahora con más motivo.

      Ocho minutos después el capitán Fritz Walter bota un córner que en el segundo palo Rahn envía al fondo de la red. Empate a dos, y lo más difícil, que era levantarse tras estar a merced de los húngaros, ya se había conseguido.

      Así se llegó al descanso, pero ahora la situación había cambiado. Las espadas estaban en todo lo alto y la igualdad presidía el marcador. La cuestión ahora no era solo creer, pues ya era obvio que se podía ganar. Así que era necesario algo más, se precisaba apelar al otro camino, la razón, para que en colaboración con el primero, la fe, los alemanes alcanzaran el objetivo de ser campeones del mundo.

      El míster, Sepp Herberger, fue el encargado de guiar al equipo en su tránsito por la vía de lo racional. En el descanso les hizo ver que a partir de ese momento era necesario además tener la cabeza fría y no tirar por la borda todo lo que habían logrado hasta ese momento:

      Herberger fue claro. Lo que se había conseguido hasta ese momento era impresionante, pero no suficiente. Se hacía pertinente continuar con la determinación que el equipo había mostrado durante la primera parte, solo que ahora ya no valía liarse la manta a la cabeza y confiar su suerte a la diosa fortuna. Había que tratar de controlar la situación y no arriesgar en exceso. El partido ya no estaba para locuras.

      En realidad, como os decía antes, la vía racional había sido bien trabajada por el astuto Sepp Herberger, por lo que su uso no fue, en ningún caso, nada improvisado.

      El míster era consciente de que para pasar a la siguiente ronda necesitaba ganar dos partidos en la primera fase; por eso, y sabiendo que el primer partido contra Hungría estaba lejos de sus posibilidades, lo tiró sin empacho alguno. Reservó a gente y trató de convencer a los húngaros de que eran un equipo más flojo de lo que ellos pensaban. De hecho, eso es