Serafín Sánchez Cembellín

Platón en Anfield


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esa época andaba por allí John Locke (1632-1704), inglés de pro y hombre de talante liberal. Locke, defensor de los derechos individuales, fue uno de los ideólogos de la Ilustración y pensaba que era muy bueno para que las cosas marcharan bien que el poder religioso y el político se dedicaran cada uno a sus cosas. Además ensalzó el valor de la tolerancia porque estaba convencido de que su práctica era útil en cuanto que hacía a la sociedad más próspera y competitiva. Bien es verdad que a los católicos los tenía un poco entre ceja y ceja.

      Como veis, los líos de los derbis entre Celtic y Rangers ya tenían sus antecedentes filosóficos.

      Tenía una interesante teoría ética según la cual no era la razón el fundamento de la moral, sino el sentimiento que experimentamos ante ciertos hechos. Cuando, ante una acción sentimos algo agradable, diremos que es correcta. La cuestión es que Hume acabó identificando, como no, lo agradable con lo útil.

      Todo este cúmulo de cosas, y algunas otras, crearon el caldo de cultivo adecuado para que en la segunda mitad del siglo xviii surgiera en Inglaterra la revolución industrial que llevaría a esta gente a convertirse en el país más poderoso del mundo desde el punto de vista económico.

      Pensadores como Adam Smith (1723-1790) o David Ricardo (1772-1823) establecieron los fundamentos de la economía capitalista. James Watt inventó en 1769 la máquina de vapor, y las empresas empezaron a ocupar paulatinamente las cercanías de las grandes ciudades inglesas.

      Poco tiempo después Stephenson inventó la locomotora de vapor y en 1829 se inauguró la línea Manchester-Liverpool que tanta falta iba a hacer para ver los clásicos entre los Red Devils y los de Anfield.

      No es de extrañar que este contexto fuera respaldado desde un punto de vista filosófico. Lo digo porque en esta época surge una corriente de pensamiento que directamente podemos calificar de utilitarista, y en la que destacan filósofos ingleses como Jeremy Bentham (1748-1832) y John Stuart Mill (1806-1873).

      Jeremy Bentahm estableció, sin andarse por las ramas, que hay que buscar la felicidad y llegó a diseñar una especie de cálculo hedonista para valorar qué tipo de acciones producían mayor placer y, por tanto, eran más útiles para la comunidad.

      Mill insistió en el utilitarismo de su antecesor, que por cierto le llegó a través de su padre, que era amigo de Bentham. Propuso un pragmatismo algo más trabajado, pero siguió afirmando que lo correcto moralmente tiene que ver con la Máxima Felicidad para un mayor número de personas.

      Ya en fechas más recientes, el galés Bertrand Russell (1872-1970) ha heredado con su filosofía analítica el interés, que planteó Ockham, por la reflexión acerca del lenguaje. Russel pensaba que era fundamental utilizar el lenguaje de manera exacta y apropiada, porque de esta forma muchos de los problemas filosóficos, así como los excesos derivados de las divagaciones metafísicas, desaparecían por sí solos.

      De este modo se puede decir que Russell desempolvó la navaja de Ockham con el espíritu práctico de simplificar las cosas en el ámbito filosófico.

      Creo que el utilitarismo británico constituye un fundamento filosófico esencial a la hora de justificar ese estilo típicamente inglés de balones largos y centros al área. Un fútbol en el que prima lo práctico dejándose en un segundo plano la excesiva elaboración de la jugada.

      Como hemos visto, no son los ingleses gente especialmente especulativa; tampoco en el fútbol.

      Un ejemplo: el espíritu de Anfield

      En cualquier caso conviene caer en la cuenta de que el estilo futbolístico de una nación, y en este caso de Inglaterra, no se basa solo en uno de los puntos de referencia ya mencionados, sino en la síntesis de todos ellos. Si a los ingleses les pudiera solo el utilitarismo o el predominio de lo práctico, harían tal vez entonces un fútbol parecido a conjuntos como el italiano, que priorizan la defensa y las jugadas de estrategia por encima de otros factores. Sin embargo no es así.

      Es indudable que nuestros protagonistas son gente efectiva y funcional, pero al mismo tiempo, ese orgullo propio del guerrero que llevan en los genes, no les permite quedarse atrás, y por eso lejos de especular con el resultado, se van a por el partido a cara descubierta protagonizando enfrentamientos de constante ida y vuelta como ya hemos dicho. Tampoco es nada extraño ver cómo equipos pequeños consiguen que los grandes doblen la rodilla en las competiciones coperas. Más allá de presupuestos y del peso de la historia, su filosofía es que el partido lo juegan once contra once, y ahí puede pasar cualquier cosa.

      Nos vamos acercando ya al final de esta reflexión sobre el genuino fútbol de las islas. Una reflexión que hemos basado en conceptos como lo físico, el honor, lo épico, la tradición o lo útil. En cualquier caso, y para acabar, me gustaría recordar un partido que refleja uno de esos valores que, por otra parte, resulta especialmente atractivo para mí. Me refiero al concepto de lo épico.

      Son innumerables los partidos en los que el fútbol de las islas nos ha mostrado esa dimensión épica, por lo que nos limitaremos a comentar uno que destaca por su importancia, por la trascendencia de lo que estaba en juego.

      El 25 de mayo del 2005 se enfrentaron en Estambul el A.C. Milan y el Liverpool en la final de la Champions League, antigua Copa de Europa.

      Cuando uno repasa las alienaciones de ese partido, se sorprende no ya de que el Liverpool ganara la Copa de Europa, sino también de que hubiera llegado a la final.

      Es evidente que el Liverpool tenía buenos jugadores, pero la mayoría de ellos estaban lejos de la calidad que atesoraban aquellos hombres que hicieron del Liverpool el mejor equipo de Europa, y posiblemente del mundo, entre las décadas de los setenta y los ochenta. Los magníficos Keegan, Daglish, Souness, Barnes, Whelan, Rush...

      Sin embargo, una rápida mirada a la alineación del Milan podría hacer temblar a cualquiera. En sus filas formaban gente como Maldini, Cafú, Nesta, Kaká, Seedorf, Crespo, Shevchenko..., baste decir que en el banquillo había hombres de la talla de Rui Costa. Por eso y tomando como punto de referencia lo estrictamente futbolístico, está claro que el Milan era claramente favorito.

      La primera parte dejó claras las diferencias entre ambos equipos y acabó con un contundente 3-0 a favor de los italianos. Habían marcado Maldini y Crespo en dos ocasiones. No sé si era exactamente la diferencia que había entre los dos equipos, pero desde luego esa diferencia existía y era muy grande.

      El problema fue que ese 3-0 no era una derrota, sino una humillación, y para cualquier entidad que lleve en su sangre el espíritu de lo épico, de la lucha y del honor, eso era inadmisible.

      Y entonces fue cuando el corazón del guerrero comenzó a latir de nuevo.

      Empezó en la grada, en el descanso. Los miles de seguidores del Liverpool con el 3-0 a sus espaldas comenzaron a entonar el You’ll Never Walk Alone, dejando claro lo que es el orgullo y esa dimensión noble del mismo que te obliga a morir luchando antes que mostrar el más leve signo de cobardía o rendición. Exactamente igual que los hombres leales a Beorhtnoth hicieron en la batalla de Maldon, no cediendo al chantaje vikingo y ofreciendo a sus oponentes una batalla en igualdad de condiciones aún sabiendo que estaban en inferioridad numérica.

      De una manera análoga los jugadores del Liverpool entendieron al oír a sus hinchas en el descanso que el resultado era lo de menos, y que lo único importante era salir al césped y morir con orgullo. De repente el partido dejó de ser un asunto futbolístico para los Reds y se convirtió en cuestión de valores, de valores guerreros, de épica, de sangre y de alma.

      Seguramente en ese momento la zamarra del Liverpool cobró vida y de su escudo brotó ese espíritu que las antiguas glorias del club habían ido labrando con