por eso no sea fruto de la casualidad el hecho de que el Romanticismo encontrara su origen en el contexto de la cultura alemana, donde se desarrolló básicamente a lo largo del siglo xix. Este movimiento cultural tuvo en el alemán Kant a uno de sus precursores. La importancia que el filósofo de Könisberg le dio al sentimiento como puente entre el conocimiento de la naturaleza y la moral, fue recogida por hombres como Goethe, Schlegel, Heine, Hölderling, Lessing, Schiller, Novalis... que, de una u otra manera, acabaron protagonizando una reacción contra la árida y endiosada razón ilustrada.
Lo cierto es que el romanticismo gozó de tanta influencia en el contexto ideológico alemán de la época que tuvo su propia vertiente filosófica en el Idealismo de pensadores como Fichte, Schelling, y sobre todo Hegel.
Os decía que cuando pienso en la batalla de Teutoburgo, y en la tragedia que significó para muchos hombres, hay algo en ella que me remite a determinados conceptos con los que el Romanticismo alemán pretendió desmarcarse de etapas anteriores. Me refiero, por ejemplo, al protagonismo que los románticos daban a los ambientes oscuros y misteriosos, al sentimiento nacionalista, a lo sublime, al héroe, a la propia naturaleza..., de alguna forma creo que todos esos rasgos estaban allí, en aquel importante momento de la historia alemana: la batalla de Teutoburgo.
Imaginad por un instante aquel momento y aquel lugar. La profundidad del bosque debió ser necesariamente un espacio tenebroso y oscuro para los romanos, un entorno escondido y aislado de la tenue luz solar que pugnaría por entrar en el mismo. Al mismo tiempo, el bosque remitiría a la belleza salvaje de la naturaleza, una belleza que el Romanticismo se empeñó constantemente en reflejar, tal y como hizo Caspar David Friedrich en sus cuadros, especialmente en el Viajero frente al mar de niebla.17 Sin embargo aquella oscura y enigmática belleza debió desembocar necesariamente en lo sublime, en la sensación de que algo amenazante y carente de medida se cernía sobre el ejército romano, algo ante lo que al hombre, en su pequeñez, no le ha quedado normalmente otra alternativa que recogerse reconociendo la menesterosidad de su propio yo.
Kant identifica a menudo lo sublime con la sensación que se experimenta ante esa fuerza incontenible de la naturaleza presente en la tormenta, en el huracán o en el poderoso océano. La mañana en la que comenzó la batalla, el arrogante poderío de la naturaleza tampoco faltó a su cita, concretándose en un tremendo diluvio que dificultó, aún más si cabe, el tránsito de los romanos a través de la espesura.
No olvidemos el ansia del hombre romántico por alcanzar el infinito y fundirse con la naturaleza, su necesidad por formar parte de la tierra y el cosmos. Eso también estaba allí aquel día. Estaba en aquellos cuerpos pintados que permitían a los miembros de las tribus germanas fundirse con el todo, pero fundamentalmente estaba en su alma cargada de anhelo por encontrar la más profunda comunión con los ocultos secretos del bosque.
No faltó tampoco el culto al héroe encarnado en la figura de Arminio, un hombre con el suficiente carisma e inteligencia como para unir a la mayoría de las tribus germánicas frente al enemigo común. A pesar de que dicha unión no fue duradera debido a los problemas entre los distintos clanes, al menos sí sirvió para vislumbrar el origen de ese sentimiento nacionalista, el Volksgesit, el espíritu del pueblo, tan propio de la época romántica. Por cierto que hay un equipo alemán llamado Arminia Bielefeld en honor al jefe de los queruscos.
Tanta fascinación ofrecían estos ambientes para los románticos que llegaron a buscar habitualmente su inspiración en la cultura de los propios bárbaros y en el mundo de la Edad Media. Ya Schlegel pensaba que, si el Medievo era la noche, al menos era una noche plagada de estrellas. Una bella forma de expresar su admiración por esa etapa de la historia.
Todo este cúmulo de ideas propias del ambiente romántico alemán lo veo también en su fútbol. Los partidos en los campos alemanes tenían algo de sublime, algo tan profundamente bello como terrorífico.
La imagen persiste en mi mente. Estadios grandes, con inmensas gradas rodeando el césped helado. Lluvia y niebla más que probables en un entorno al que la afición y su rugido dotaba de una acechante belleza que amenazaba con destruirte en cualquier momento para recrear así la imagen que Schopenhauer tenía de lo sublime: la observación de un objeto bello y maligno que tenía la facultad de acabar con aquel que lo observaba.
Todo ese contexto era algo que, como excelso y grandioso, te maravillaba y acongojaba al mismo tiempo. Lo de acongojaba lo digo por no utilizar otra palabra algo más contundente. En cualquier caso esa misma sensación de pequeñez ante lo sublime la experimentaban también nuestros futbolistas que entre resbalones, hielo y el rugir de la grada, acababan sobrepasados por el rodillo alemán.
Hubo épocas en las que jugar contra los alemanes era directamente un suicidio, concepto, por otra parte, romántico donde los haya y que representa bastante bien la sensación que tenías cuando los teutones te tocaban en suerte. No es que fueras a perder, es que te iban a masacrar, así que lo más conveniente era prepararse para una encerrona en la que gente muy grande y muy fuerte te iba a golear sin piedad.
Así eran los campos alemanes en general y el infierno de Betzenberg en particular. Escenarios en lo que a base de fuerza, poderío físico, y con ayuda de los elementos de la naturaleza, los locales empujaban al contrario hacia el abismo.
Recuerdo una época en la que el Kaiserlautern fundía a cualquier equipo español que pasaba por allí. Al Madrid le hizo una manita en la Copa de la uefa de la temporada 1981-82. Fue un partido con todos los condicionantes que estoy describiendo: campo helado, el balón que se mete entre las piernas del inseguro portero, alemanes entrando en oleadas por ambas bandas, en fin, una masacre.18
Al Sevilla le colocó cuatro en la uefa del año siguiente, y el Barcelona salió vivo de puro milagro perdiendo por 3-1 con un gol de Bakero, a última hora, que le sirvió para pasar de ronda y ganar, a la postre, su primera Copa de Europa.
Resulta curioso que el nombre oficial del Infierno de Betzenberg sea el Fritz Walter Stadium, un nombre puesto en honor del capitán de la Manschaft que logró el milagro de Berna contra los húngaros. Digo que resulta curioso, porque hasta el nombre de ese estadio parece simbolizar la alianza y fusión romántica del espíritu alemán con la naturaleza, ya que no solo el capitán de aquel equipo era una especie de tempestad incontenible en el campo, sino que además en la memoria colectiva del fútbol alemán ha quedado la expresión hace un tiempo Fritz Walter para denominar a esa situación atmosférica en la que están cayendo chuzos de punta, tal y como caían la tarde de 1954 en la que Alemania se proclamó campeona del mundo ante el combinado húngaro.
Friedrich Nietzsche prolongó alguno de los puntos de referencia del Romanticismo por medio de su reivindicación de lo instintivo y lo vital. En ese sentido, parece haber algo de su filosofía en esa forma de entender el fútbol por parte de los alemanes. El concepto de voluntad de poder es aquí pertinente, una voluntad de poder entendida como ansia de crear, de ser más, de superarse, de exuberante aceptación de la vida con todas sus consecuencias. Una explosión de fuerza tal y como es el fútbol alemán en muchas ocasiones; es el superhombre nietzscheano, que huye de la mediocridad y que se encomienda a lo pagano para romper límites y taras, el que se entrega a la inocencia del embiste sin preámbulos ni mediadores. Pura fuerza vital en ebullición.
La semilla racional del Romanticismo: el origen del sistema
Sin embargo, y a pesar de la influencia innegable que el pensamiento romántico tiene sobre Nietzsche, el pensador alemán creía que el Romanticismo era algo que debía ser superado, seguramente porque la filosofía romántica oculta una semilla racional con la que él, desde su profundo irracionalismo y vitalismo, no podía estar de acuerdo.
Es innegable que el Romanticismo supone una reivindicación de los sentimientos frente a la razón ilustrada, pero eso no significa, en ningún caso, la negativa del valor de la razón. De hecho en el idealismo, que es la filosofía romántica, la razón se convierte en un elemento tan fundamental y omniabarcante que acaba constituyendo y dando sentido a la propia realidad.
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