altibajos, y sin embargo el flujo mismo es la historia de la salud, esto es, de la vitalidad que exhibe un individuo, un grupo, un pueblo o una sociedad. Esta idea también es llamada en complejidad como el orden a partir del caos.
De esta suerte, tenemos dos conceptos distintos, pero equivalentes: orden a través de fluctuaciones, y orden a partir del caos. Con todo y el reconocimiento explícito de que la existencia y la vida no son caóticas, en absoluto. Por el contrario, de manera más precisa, tienen lugar en la medida misma en que están alejadas del equilibrio, razón por la cual acaecen fluctuaciones, equilibrios dinámicos, turbulencias e inestabilidades.
De manera general, en otro plano, es posible decir sin ambages que la gente enferma debido al sufrimiento, a un profundo sufrimiento y dolor –existencial, metafísico– (aunque es claro que no todos los que sufren o han sufrido profunda, estructuralmente, enferman). Cuando el corazón sufre –o la mente– somatizamos el dolor, la angustia, las preocupaciones, y enfermamos porque no vemos una salida a las situaciones. Vlatko Vedral (2010) lo ha puesto de manifiesto en los siguientes términos: enfermamos y morimos cuando somos incapaces de procesar la información, o bien, lo que es equivalente, cuando nueva información satura la capacidad de procesamiento.
Sin embargo, una segunda reflexión acerca del orden a través de fluctuaciones arroja luces sobre una circunstancia. El orden es espontáneo (order for free) (Kauffman, 1996). Esto conduce al siguiente punto.
Se requiere de mucha y muy buena ciencia para que la salud sea posible, en todo el sentido de la palabra; esto es, mucho conocimiento, mucha educación, mucha investigación y muy buena tecnología: en suma, mucha reflexión. Pero además, y sin descontar una pizca de suerte, para la salud –como para la vida misma– se requiere de mucha sabiduría. La dificultad enorme estriba en que la sabiduría no se la puede enseñar; aunque sí se la puede aprender.
En efecto, el manejo de la salud, como de la vida misma, demanda de mucha sabiduría, y la dificultad consiste en que no se puede enseñar la sabiduría. No existe absolutamente ninguna propedéutica, educación o pedagogía que la haga posible, y ni siquiera que muestre el camino hacia la sabiduría.
La sabiduría no se puede enseñar. Pero sí se la puede aprender. Se trata, sin embargo, de un proceso que implica un largo camino y, claro, el deseo de aprenderla. Aun así, ni el camino ni el tiempo por sí mismos hacen posible la sabiduría.
Hay un hecho puntual que cabe destacarse. Mientras que de manera atávica el lenguaje de la ciencia es el lenguaje proposicional –esto es, el lenguaje del tipo S es P–, de manera tradicional el lenguaje de la sabiduría ha sido siempre el de la poesía. La mujer o el hombre sabios hablan en versos, en aforismos y, en ocasiones, incluso en la forma del silencio. Pero siempre, siempre, con el ejemplo.
De este modo, la sabiduría puede ser reconocida, más que en las palabras –¡también!–, en una forma de vida que se destaca por sí misma, que no se anuncia ni se vende y que tampoco hace de sí misma publicidad o propaganda. La mujer o el hombre sabio encarnan la sabiduría, y en su rostro, en sus palabras y en sus acciones se adivina una cierta luz propia, una sensación de paz y tranquilidad, una fuerza que no es fuerte y, en fin, un sentimiento de regocijo de la vida consigo misma, y de bonhomía gratuita.
La bonhomía no se expresa únicamente hacia los seres humanos, sino en general hacia los demás y hacia la naturaleza, y es una forma como el sentido y los significados en general se ensalzan y se magnifican. La sabiduría, al cabo, es una sola y misma cosa con esa clase de belleza que atraviesa los espíritus y el corazón humano.
Cuando la mejor tradición médica afirma que el médico solo ayuda a que el cuerpo mismo –esto es, más exactamente y de manera puntual, el sistema inmunológico– haga lo que tiene que hacer (es decir, reparar al organismo), está queriendo afirmar una gota de sabiduría, en el sentido de que el sabio nunca hace de sí mismo un fin.
El fin, por el contrario, es ese fenómeno apasionante, no teleológico, esencialmente abierto e idealmente con crecientes grados de libertad que es la vida misma. La salud es acaso el más importante de los acontecimientos de la vida, desde el punto de vista orgánico y mental. La salud es la emoción buena o la reconciliación del corazón, o del estómago, o de los intestinos, o de la garganta, en fin, consigo mismo.
Para la salud se requiere del mejor conocimiento posible, en todo el sentido de la palabra, y también un poco de suerte; pero, además y acaso fundamentalmente, para la salud es indispensable mucha sabiduría. Para cuidarla, mantenerla, exaltarla y desplegarla tanto como sea posible.
Sin embargo, al mismo tiempo, el reconocimiento de la salud suministra, si cabe, una pizca de sabiduría a la existencia. Esto es, por ejemplo, de tolerancia o de comprensión, o de compasión, tres cosas que no pueden enseñarse, pero que, ocasionalmente, se van aprendiendo o pueden aprenderse.
La salud como información requiere por tanto poder distinguir la información beneficiosa de aquella que es perjudicial. Y es en esta distinción que se entrelazan, coexisten e interactúan el buen conocimiento y la ciencia, la buena o la mala fortuna, y la sabiduría. No existe, tanto para la vida como para la salud, absolutamente ninguna garantía de antemano. Cada quien hace –individuo, grupo o sociedad– su propio camino, pero es en el proceso que las garantías, las referencias y los aprendizajes, tanto como los olvidos, van siendo significativos. Y entonces, claro, la vida se hace posible.
Este capítulo defiende la tesis según la cual la salud es información, y explora los alcances, posibilidades y limitaciones de esta tesis. Pensar la salud consiste en pensar transiciones, fluctuaciones, flujos o procesos, dinámicas y, en fin, equilibrios dinámicos, inestabilidades y turbulencias. Todo lo cual pone de manifiesto que se trata de un fenómeno o un comportamiento complejo no lineal.
Consiguientemente se ha argumentado que la salud es relacional y dependiente del contexto. No existe ni es posible, en absoluto, una salud en general (überhaupt), genérica o universal, abstracta, digamos. La salud se corresponde siempre con los paisajes –paisajes rugosos adaptativos– y con un entorno y medioambiente determinado. Lo que una costumbre o medioambiente enseña en un momento dado puede ser perjudicial para un medioambiente distinto o una tradición diferente.
No obstante, sí es posible identificar algunos patrones, que, aunque generales, son cambiantes, de la salud, para la salud. La epigenética emerge como un referente indispensable para estos patrones, de aquí que el cuidado de la salud pasa por una buena comprensión y estudio de la epigenética. Pero si esto tiene sentido, entonces resulta evidente que la salud es información, en la ecuación que afirma que la información incluye la energía, que comprende la masa o la materia.
Por tanto, la salud no es más un asunto de la medicina que de la antropología, y no más de la biología que de la música, por ejemplo. Salud es un problema complejo que exige y suministra al mismo tiempo interdisciplinariedad; esto es, la no distinción de géneros literarios, de estilos de pensamiento y de formas de conocimiento. Y, a fortiori, la no-jerarquía entre ellos. La salud no es un fenómeno que se pueda entender –ni “gestionar”– con una sola ciencia o disciplina, en contraste con la enfermedad, que sí exige un cierto principio de especialización.
Digámoslo sin ambages: la interdisciplinariedad es el nombre académico que apunta en dirección a la sabiduría, pero al que le queda aún un muy largo camino por delante para llegar a esta. Solo que cuando hablamos de complejidad estamos hablando de bastante más que de la simple interdisciplinariedad; de hecho estamos hablando de algo muy diferente.
El manejo de la salud es manejo de información y, por tanto, también de masa y energía. Pero la información no existe antes de ser procesada, ni tampoco después de ser procesada. La información existe en el momento mismo