través de la ventana vi a Colin Jefferson, mi vecino, sacando a sus perros: Sherlock y Watson. Me saludó sabiendo que estaba hablando con mi madre. Le devolví el saludo con una sonrisa que decía “¡sácame de aquí!”, y se rio. Al cabo de cinco minutos apareció Eugenia Thompson a fumar un cigarrillo en el balcón. Su novio pensaba que lo había dejado, pero no era cierto. También me saludó.
Todos los días era el mismo ritual. Ya se veían las típicas escenas de un nuevo día en Notting Hill. Los autobuses rojos circulando por Bayswater Road, una nanny hablando en castellano con sus niños de camino a Hyde Park, y algún que otro deportivo pasando a toda velocidad por las zonas residenciales. Incluso supuse que ya habría algún taxista haciendo la paradita de turno y meando entre los setos de los bellos jardines privados de Notting Hill. Una escena que echa por tierra la idea de rectitud y elegancia de Inglaterra. Así como el estercolero en el que se convierte este barrio tras el Carnaval de agosto. Pero a pesar de todo, me encanta vivir aquí. Oír por las mañanas a las gaviotas sobrevolando las buhardillas y cruzarme en mis paseos nocturnos con algún que otro zorro urbano. Algo que suele verse aquí, en Londres.
Empezó a lloviznar. Me acerqué más al radiador, donde Darcy, mi gato, dormía plácidamente en su cesta.
—¿Vas a venir a Surrey este fin de semana? Pensaba hacer una tarta e invitar a Betty y a Harry. Siempre me preguntan por ti, sobre todo su hijo Jerry —dijo con entusiasmo.
Deseaba emparejarme con Jerry desde que tenía quince años. Jerry Hardy era un niño grande. Trabajaba en un banco, era mofletudo, quejica, se vestía como un vendedor de biblias y era la persona más aburrida de todo el universo conocido. Pero su familia tenía dinero, y eso le convertía en un gran partido.
—Mamá, este fin de semana es el Festival de las Letras de la Universidad. Os envié las invitaciones hace un mes.
Pedirle a mi madre que estuviera sentada durante dos horas oyendo poesía o discursos pedantes sobre “¿Por qué escribo?” era como pedirle que se comiera su propio dedo gordo del pie. Hasta yo reconocía que era un coñazo, y eso que estaba obligada a ir, pues era la directora del Departamento de Literatura.
Escuché a mi madre vocear por la ventana.
—¡Edward! ¿Dónde pusiste esos sobres raros que llegaron hace un mes?
Mi padre estaría en el huerto, como siempre a estas horas.
Al cabo de un minuto mi madre se puso de nuevo al teléfono.
—Tu padre dice que los tiró, que pensaba que era publicidad del banco. Ya sabes que odia los bancos.
—No importa. Podéis venir igualmente —dije con voz cansada.
—Pero tan precipitado… No tengo nada elegante que ponerme. El vestido negro de encaje está en la tintorería, el traje azul cielo lo está arreglando Katherine. ¡Y los demás conjuntos no me pegan con ninguno de los sombreros que tengo!
—Madre, no vas a Ascot. Puedes ponerte cualquier cosa.
—¡De ningún modo! ¿Qué pensaría la gente? Bueno, ya veré como lo arreglo. Le pediré a Betty que me preste algo, pero tu padre…
—Mamá, deja que papá se ponga lo que quiera, ¿vale? No le vuelvas loco.
Mi padre apenas pisaba la ciudad de Londres, y menos aún se vestía con ropa elegante. Le encantaba leer junto a la chimenea y trabajar en su huerto. Decía que Surrey era su pequeño cielo en la Tierra.
—Supongo que saldrás esta noche a celebrar tu cumpleaños con tus amigos…
—Mamá, no voy a salir esta noche, puedes estar segura. —Aunque Dios sabía que deseaba beberme una botella de Martini entera, sin respirar ni nada.
—Ya, bueno… Adiós, hija, y feliz cumpleaños. Más tarde te llama tu padre.
—Adiós, mamá, y gracias por llamar. Saluda a papá.
Nada más colgar subí las escaleras, pero despacio, esperando que ocurriera un milagro hasta llegar arriba. Llevaba puesta una bata horrorosa de color fucsia y llena de lazos —regalo de mi madre— a la que yo llamaba “la bata del nido del cuco”, porque con ella puesta parecía una loca de manicomio.
No era el atuendo más indicado para un momento tan vital como este, así que me quité la bata, me cepillé el pelo y abrí la puerta del baño como en las películas de miedo, lentamente y aterrorizada. Y allí estaba, mirándome desde el lavabo. Cerré los ojos al coger aquel diabólico chisme. Respiré hondo y volví a abrirlos. Allí estaban: las dos rayitas rosas que indicaban que estaba embarazada, por primera vez y con cuarenta años recién cumplidos.
Cuando tenía dieciséis años veía mi vida de adulta con total claridad. Pero rara vez las cosas salen como una las ha imaginado. Yo lo tenía todo planeado. Hice lo que se esperaba de mí: sacar buenas notas, ir a la universidad, tener una pareja estable y casarme. Y pensé que a los treinta ya estaría establecida, con hijos, un marido inteligente y maduro y una bonita casa. En definitiva, que sería feliz. Pero aquí estoy, con cuarenta años y mi vida patas arriba.
Algunos podrán decir que soy una melodramática, que tengo muchas cosas por las que dar gracias. Mi amiga Sharon me lo dice siempre, envuelta en su habitual nube de humo. Pero entonces, ¿por qué soy incapaz de superar el pasado? Soy como esos hámsteres que dan vueltas y vueltas en su ruedecita de plástico. Parece que se mueven, que avanzan, pero en realidad siempre están en el mismo sitio.
Pensé que llevaba las riendas de mi vida. Supongo que todos lo pensamos, ¿no? Creemos que porque tenemos la libertad de escoger qué marca de leche comprar o qué canales contratar en televisión controlamos nuestra vida. Entonces, sucede algo que no esperas y toda tu vida se desmorona en un instante. Tu mente no es capaz de asimilarlo y revives cada escena de tu vida a cámara lenta, en blanco y negro y con música jazz, como si fuera una película de Woody Allen. Intentando averiguar en qué justo momento la cagaste. Porque está claro que es tu culpa y algo has tenido que hacer mal. Y hasta que resuelvas ese enigma jamás dejarás de torturarte.
Dos años han pasado ya y sigo sin superar mi divorcio. Es patético, lo sé. Sobre todo, para alguien que tiene un doctorado en Literatura Victoriana. Y ahora, vuelve a suceder de nuevo. Otro giro brusco en mi vida al que yo no he dado mi bendición. Un embarazo. Supongo que por eso soy escritora, ya que no puedo controlar mi vida, al menos controlo la de mis personajes. Y si quiero un final feliz, solo tengo que escribirlo.
Capítulo 2
Sharon cruzó medio Londres en diez minutos con su escarabajo naranja, entre improperios de conductores y sirenas de policía que pudo esquivar como una auténtica Ángel de Charlie. Era una conductora temeraria pero eficaz. Tocó el timbre de mi casa a las diez en punto de la mañana. Preparó el té por mí, y trajo mis galletas favoritas en una parada exprés que hizo en Marks and Spencer.
Yo estaba sentada en el sofá, mirando la prueba de embarazo, en estado catatónico.
—¡Por el amor de Dios, Olivia, tira eso a la basura de una vez! Tiene pis…
Al no reaccionar, ella lo hizo por mí y vio que en el cubo de la basura había tres pruebas más. La basura estaba a rebosar, y apestaba. Algo inusual en mi impoluto hogar. Sharon sacó la putrefacta bolsa de basura al patio y puso una bolsa nueva en el cubo.
—Van dos en cada caja. Son cuatro. Cuatro es muy seguro, Sharon.
Me tapé la cara con ambas manos.
—¿Por qué me tiene que pasar esto a mí, Sharon? Justo ahora que empezaba a levantar cabeza. ¿Por qué no consigo tener un poco de paz en esta vida?
Sharon sacó un cigarro y suspiró.
—Aún es pronto para que el humo moleste al… feto, bebé, ¿no? Será como una alubia, más o menos.
Yo me eché a reír por culpa de los nervios.
—Puedes