Clara Núñez

Dame un respiro


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no fumaba.

      —No habrás vuelto a acostarte con Daniel, ¿verdad?

      La sutileza en momentos delicados no era su fuerte. Sharon sabía que estaba prohibido decir aquel nombre en mi presencia. Las heridas aún eran recientes. Habían pasado ya dos años, pero yo seguía de luto.

      —¿Con Daniel? ¿Crees que he perdido la chaveta, Sharon? ¡Me engañó con una lactante! ¡Y ahora seguramente están follando en una cabaña de lujo en Tailandia con el dinero que me sacó en el divorcio!

      La lactante era Susan, una alumna suya de Derecho a la que Sharon había apodado como Britney Spears, por lo de “virginal calienta braguetas”.

      Tras la ruptura Daniel me había llamado una vez para hablar y zanjar las cosas, quedar como amigos. Sharon me previno de que no era buena idea, pero no le hice caso —por esa época yo vivía con ella temporalmente—. Habían pasado dos meses desde la ruptura y me creía ya lo bastante fuerte para enfrentarme a él cara a cara. Pero al tocar el timbre me flaquearon las piernas. Y, por supuesto, tras una civilizada conversación en el salón, con té y pastas como buenos británicos, al final lo hicimos.

      La intimidad de haber estado ocho años juntos y el deseo que aún sentíamos el uno por el otro fueron los culpables. Creía que era una despedida por los viejos tiempos, pero se repitió una vez y otra y otra… Siempre había alguna excusa. “Te has dejado unos pendientes aquí”. “El libro de Grandes Esperanzas es tuyo” y cosas por el estilo. Eran encuentros breves y desesperados donde nos quitábamos la ropa en el rellano y hacíamos el amor como si no hubiera mañana. En los últimos meses de nuestro matrimonio había menos sexo que en un monasterio, pero entonces tuve los mayores orgasmos de mi vida, supongo que sabía que iban a ser los últimos. Él había cambiado, era más apasionado y atrevido. Incluso llegué a pensar que volveríamos a estar juntos.

      Hasta que un día, después de que él me hiciera un cunnilingus que me dejó en trance cinco minutos, le agarré la cabeza y le miré fijamente. “¿Dónde has aprendido a hacer eso, Daniel Larkin?”. Entonces lo supe. Aquel cambio radical se debía a otra persona, a otra mujer. Su silencio le delató. Le propiné tal puñetazo en la cara que lo tiré de la cama.

      Mi marido, el profesor admirado y carismático de Cambridge, engañándome con una alumna. Mi vida era un cliché andante. El divorcio fue una pesadilla. Yo estaba en estado de shock, y mi abogado, Jason Lewis, amigo mío desde la infancia, me apoyó en todo lo que pudo. Pero no era lo bastante bueno para ganar a la vampiresa de Daniel, licenciada en Harvard, que basó su argumentación sobre todo en “la agresión sufrida por mi cliente a manos de la parte contraria”. El puñetazo que bien se merecía.

      —No fue culpa tuya —me consoló Sharon—. El muy cabrón tenía una abogada que cobraba quinientas libras la hora, más lista y con las piernas más largas que Ally McBeal. Si hubierais ido a juicio se habría camelado al juez con esas pintas de Lolita. No tenías muchas opciones de ganar la batalla, amiga.

      —Lo sé. Pero seguía enamorada de él y no fui lo bastante dura. Debí ser más egoísta y haber ido a por él con toda la munición. Pero soy una cobarde.

      —Si hubieras hecho eso no serías tú, Olivia. Eres más buena que el pan.

      —¿Eso es un halago o un insulto?

      Sharon sonrió, me dio un beso en la mejilla y apoyó su cabeza en mi hombro. Las dos éramos hijas únicas, así que Sharon era como mi hermana. O más que mi hermana, porque normalmente las hermanas se llevan a matar, o si no, en el fondo sienten celos la una de la otra y siempre hay una competencia silenciosa entre ambas. Sharon y yo no teníamos ese problema. Por eso jamás discutíamos. Al menos no de verdad, solo pequeñeces sin importancia. Como cuando ella se pasaba media hora metida en los probadores de las tiendas mientras yo la esperaba aburrida y muerta de hambre o cuando conducía como una loca por la ciudad y yo le reñía diciendo que iba a conseguir matarnos a las dos. Pero nada más.

      —No vas a decirme quién es el padre, ¿verdad?

      —Colin, mi vecino de enfrente —respondí con una amplia sonrisa.

      —De acuerdo, ya me callo.

      Colin tenía setenta y dos años. Era viudo desde hacía poco y todos sus hijos vivían fuera de Londres. Los dos teníamos el corazón roto, aunque por distintos motivos. Él solía arreglarme los desperfectos de la casa y yo le ayudaba con las bolsas de la compra o iba a la farmacia a por su medicación.

      Me sentía culpable por no sincerarme con Sharon. Era mi mejor amiga y aun así no sabía nada de lo que llevaba ocurriendo en mi vida sentimental desde hacía varios meses. Siempre quise contárselo, pero aquel idilio era tan perfecto que no quería gafarlo, y cuanto más tiempo pasaba más culpable me sentía por no contárselo, así que al final no le dije nada. Supongo que pensaba que aquella aventura, o lo que fuera, no podía durar, porque no tenía sentido que ÉL sintiera algo por mí. De todas formas, no tenía excusa, porque Sharon jamás me juzgaría, aunque el padre de la criatura bastarda fuera el mismísimo obispo de Canterbury.

      —Lo siento, no quiero atosigarte, Oli. Es tu vida, no la mía. Ya sabes que soy un poco bruta.

      Sharon sirvió el té y trajo una bandeja con las galletas de Marks and Spencer.

      —¿No será un alumno tuyo?

      —¡Sharon!

      —¿Qué pasa? Uno de ellos va a mi clase de Antropología y no está nada mal… Ese bomboncito pelirrojo que se sienta en primera fila.

      El bomboncito pelirrojo era Jimmy Donovan. El rarito de la clase. Veintiún años, tímido, brillante, y con un talento innato para la escritura. Estaba segura de que llegaría lejos. Ya veía a Sharon coqueteando con él en la recepción de mañana. Claro que Sharon coqueteaba con todo el mundo, fuera hombre o mujer.

      —Lo siento, lo siento… —dijo mi amiga al ver mi cara—. Es que no sabía que… ha sido toda una sorpresa… entiéndeme.

      —¿Que me acostaba con alguien? ¡Pues sí! ¡Me acuesto con alguien o me acostaba! Da igual, porque ya se ha acabado —refunfuñé en voz baja.

      —Y apuesto a que le has dejado tú, ¿verdad? Joder, Oli… —dijo, mientras engullía otra delicia de chocolate y naranja.

      Mi amiga me leía como un libro abierto.

      Yo casi no hacía vida social. Entre la universidad y la escritura apenas tenía tiempo de conocer hombres. Mi reciente divorcio me había dejado bastante tocada. Durante meses los hombres fueron para mí como plantas o farolas, apenas les prestaba atención, solo para no chocar con ellos por la calle. Hasta que apareció él, tan cortés, tan tierno… En definitiva, tan distinto al ególatra de Daniel.

      Sharon iba a adivinarlo. Siempre que yo salía de marcha iba con ella. Si hubiera conocido a alguien ella lo sabría. Y el único sitio donde yo podía conocer hombres era en el trabajo.

      —¡Es alguien de la universidad! —exclamó.

      Me levanté en el acto y fui a la cocina a fregar los platos de la noche anterior. Mi casa estaba hecha una pocilga. Hasta Sharon se había dado cuenta, ya que yo era una maniática del orden y la limpieza. Sacó unas bragas mías de debajo de su trasero y las dejó en el suelo con la nariz arrugada.

      —Tu asistenta tiene el día libre, por lo que veo…

      —No estoy para ironías, Sharon.

      Pero tenía razón. En mi baño la ropa sucia se amontonaba en el bidé y había platos con restos de comida y vasos por toda la casa.

      Apreté con fuerza el estropajo imaginando que era la cara de Daniel.

      —¡Se acabó! ¡No pienso decirte nada! Daniel, El Innombrable a partir de ahora, es tema tabú. ¿Estamos? Tengo demasiadas cosas en la cabeza.

      —De acuerdo. Pero no lo pagues con los platos de porcelana ¿quieres? Fueron el regalo de bodas que os hizo mi madre.

      La fulminé