Clara Núñez

Dame un respiro


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pueblecito del condado rural de Wiltshire. Cuando Diana, su madre, se quedó embarazada con tan solo dieciséis años —un auténtico bombazo en los setenta en un pueblo de tan solo mil habitantes—, se trajo a Sharon con ella a Londres al cumplir la mayoría de edad. No por lo que dijeran de ella, eso le traía sin cuidado. Era valiente y podía defenderse de cualquiera. De hecho, la mayoría de la gente la temía y no tenía muchos pretendientes a pesar de que era inteligente y muy hermosa. Los hombres la evitaban por ser madre soltera, las mujeres, por celos, y la gente mayor, por llevar escrito en la frente: “oveja descarriada”.

      Se marchó de Lacock porque siempre había odiado aquel pueblo y no quería criar a su pequeña Sharon en ese ambiente tan mezquino.

      Diana Fielding era joven y ansiaba el ambiente burbujeante de una gran ciudad. ¡Incluso podría probar suerte como actriz! Su gran sueño. Pero Diana y su hija tardaron un tiempo en encontrar su sitio. Londres, Liverpool, Birmingham…

      Tras muchos empleos temporales, rupturas amorosas y decepciones en numerosos cástines, Diana olvidó su gran sueño y pensó en lo mejor para su hija de tres años. Sharon necesitaba un hogar estable. Las dos lo necesitaban. La seguridad y tranquilidad de un ambiente rural era lo mejor para las dos. Pero no volvería a Lacock. Empezaron de nuevo en un pueblo del condado de Surrey, donde yo vivía con mis padres.

      Diana empezó a trabajar de limpiadora en el colegio donde yo iba. Algunos niños se metían con ella porque su madre era la que limpiaba los váteres y vaciaba las papeleras; menos los adolescentes que estaban enamorados en secreto de aquella joven de sensual melena rojiza que su hija había heredado junto con su carácter tempestuoso. Pero cada vez que algún niño se burlaba de ella por la profesión “indigna” de su madre, ella se peleaba con uñas y dientes con quien hiciera falta. En una de esas peleas nos conocimos, cuando yo intentaba separarla de Brandon Farrelly, el mayor bruto de todo Reino Unido, ladrón de bocadillos, bufón de la clase y terror personal de la directora, la dulce señorita Grey.

      A pesar de tener ambas la misma edad Sharon siempre pareció mayor que yo. A los trece ya se había desarrollado y se hizo muy popular entre el género masculino; lo cual la agradó e incluso dejó que algún chico palpara sus pequeños pechos como melocotones —por supuesto, sin quitarse el sujetador—. Siempre llegaba tarde a su casa por hacer travesuras con su nuevo novio en los vestuarios del colegio. Pero por desgracia para ellos, aquellos momentos de lascivia adolescente duraron poco, pues cuando Sharon cumplió quince años descubrió que la razón por la que compraba la Cosmopolitan no era por los profundos reportajes sobre “Cómo conquistar a un Sagitario” sino por las seductoras fotos de Kate Winslet o Julia Roberts.

      Un día pasó en bicicleta por un colegio religioso de chicas e intentó convencer a su madre de que se había vuelto católica y que quería estudiar en Santa Ana. Pero Diana —que, a pesar de ser atea, no tenía problemas con que su hija fuera católica, budista o titiritera— le dijo que no podía permitirse pagar aquel colegio, así que Sharon tuvo que resignarse, hasta que en la universidad conocer chicas ya no fue un problema.

      Tuvo muchas relaciones, unas más serias que otras. Enlazaba una novia con otra y faltaba mucho a clase por culpa de las peleas bíblicas con la novia de turno. Mientras, yo me pasaba horas estudiando en el cuarto de la residencia de Oxford hasta las dos de la madrugada, cuando ella llegaba entusiasmada con una nueva conquista.

      —Mañana tenemos examen de Historia del Arte, lo sabes, ¿verdad?

      —A quién puede preocuparle el David existiendo una diosa como Emma Potter… Estoy enamorada —decía tumbándose en la cama.

      —¿Otra vez? —le respondía yo—. Creía que ya lo estabas la semana pasada, de Amanda Ferguson.

      —¡Esa es historia!

      * * *

      Cuando terminé de fregar los platos, Sharon había acabado con todas las existencias de la caja de galletas.

      —Lo siento —dijo señalando las últimas tres galletas que quedaban en la caja—. Tengo una resaca de campeonato. Anoche fui a un concierto y luego estuve en un local nuevo de Shoreditch con Jason y sus compañeros del bufete. Solo te diré tres palabras: cadenas, cuero y jaulas.

      —Muy interesante… No te pierdes una, ¿eh?

      —“Hasta que el cuerpo aguante”. Ese es mi lema, ya lo sabes.

      Yo lo sabía, y todo Londres lo sabía.

      Sharon iba con una minifalda vaquera, pese a que estábamos en pleno diciembre. Y siempre llevaba collares y pulseritas de colores. Prácticamente se vestía con la misma ropa que cuando teníamos veinte años. De hecho, como era tan delgada todavía le cabían sus antiguas prendas. Hoy se había puesto una camiseta con la portada del disco Like a Virgin, de Madonna. Su cantante favorita y amor platónico.

      —¿Cómo le va a Ingrid en su nuevo trabajo?

      Quería por todos los medios cambiar de tema, y aunque me dolía admitirlo, ansiaba que se marchara ya para poder regodearme en mi miseria, a solas y sin público.

      —Bien. Está decorando la casa de una cantante de jazz que acaba de comprarse un loft en Camden.

      Ingrid Larsson era la novia de Sharon y amiga mía también. Era sueca, rubia, alta y esbelta como una vikinga. Irónicamente se había educado en el colegio católico de Santa Ana. Así que Sharon solía decir que siempre estuvieron destinadas a encontrarse. Eran la pareja perfecta. Ingrid era pulcra, ordenada y discreta, y enseguida se sintió atraída por el temperamento espontáneo y el cabello rojizo e indómito de Sharon. Eran inseparables.

      Darcy se acercó a Sharon enrollándose entre sus piernas. Ella lo cogió y lo acarició. Yo seguía fregando la torre de Pisa del fregadero.

      —¿Por qué te has vuelto tan reservada, Oli? Antes no eras así. Bueno, siempre has sido bastante comedida, pero soy tu mejor amiga. ¿Ya no confías en mí? ¿He hecho algo que te haya molestado?

      —No has hecho nada, Sharon.

      Intenté calmarme y pensar que dentro de poco estaría sola en mi apartamento con Darcy y ella se habría ido. No quería enfadarme con Sharon, pero llevaba diez días durmiendo cuatro horas desde que tuve el retraso en el período —nunca se me retrasaba—, comiendo de mala manera y con los nervios de punta. Se me olvidaba cambiarle la arena a Darcy, recoger la ropa de la tintorería e iba a dar clase con combinaciones que rayaban lo horripilante. Por suerte, mis alumnos estaban más concentrados en las ironías del señor Rochester que en mis pantalones rojos y camisa verde pistacho.

      —Yo siempre te he contado todos los detalles escabrosos de mi vida sexual… —continuó para hacerme reír.

      Me quité el cursi delantal de gatos y flores, regalo de mi madre, y me acerqué a ella. Darcy saltó de su regazo. Podía percibir mi ira a kilómetros.

      —Pues tal vez no deberías hacerlo, Sharon. No todos tenemos la necesidad imperiosa de contar nuestras intimidades a todo el mundo como haces tú. Conoces a alguien en un pub y a los cinco minutos ya les has contado cuándo tuviste tu primera regla.

      En el mismo instante en que terminé aquella frase me arrepentí. Sharon se levantó del sofá y cogió su bolso de flecos y su llamativo abrigo de pelo sintético de color rosa.

      —Tengo que irme. Ingrid me espera para una cena romántica —dijo mientras abría la puerta. Luego se giró—. Perdón, había olvidado que mi vida personal te importa un pimiento.

      Y cerró de un portazo.

      Mi amiga era tan despreocupada que a veces olvidaba que tenía sentimientos. La había ofendido. Me odiaba a mí misma. Estuve a punto de salir corriendo tras ella, pero no lo hice. “Mañana le haré un plum cake y se lo llevaré a primera hora”. Y con ello, olvidé el tema.

      A pesar de que no era ni mediodía abrí una botella de vino blanco y me serví una copa. La miré durante unos segundos y finalmente tiré el contenido al fregadero. Aún no había decidido lo que iba a hacer con… bueno… con la alubia,