Clara Núñez

Dame un respiro


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pareja?

      —Supongo.

      Henry jugueteó con la taza de té y miró hacia el suelo.

      —No lo sé. Es posible. ¿Y tú?

      —Puede que vaya con un amigo —dije con fingida despreocupación.

      —Ah, pues ya nos veremos allí entonces —contestó de forma cordial.

      Eso era lo que siempre me había puesto nerviosa de nuestra relación, que la mayor parte del tiempo Henry era tan rematadamente formal que muchas veces era incapaz de saber qué pensaba o sentía. Sobre todo, qué sentía. Por mí.

      Yo era escritora y para mí las palabras eran algo muy importante en mi vida. Y con Henry O´Donnell le di demasiada importancia a las palabras y acabé fijándome más en lo que no me expresaba verbalmente que en lo que siempre me demostró con su comportamiento. Pero ahora ya era demasiado tarde. Porque cuando por fin obtuve palabras, no supe estar a la altura.

      Y ahí quedó todo. Permanecimos en silencio tomando el té y mirándonos de vez en cuando con una timidez impropia de dos adultos. Los perros de mi vecino ladraron exigiendo su segundo paseo matutino y Henry se levantó.

      —Creo que mi camisa ya estará seca.

      —Te la traigo.

      Mi antiguo amante se puso la camisa y agarró su bandolera de piel marrón. Parecía un estudiante de secundaria. Había ido a visitar a su familia hacía poco a Dublín. Y el par de kilos de más que había conseguido con la buena comida casera le habían sentado muy bien. El cabello le había crecido un poco y algunos mechones de la coronilla los tenía de punta. Tenía un aspecto un poco más desenfadado desde la última vez que nos vimos, más informal.

      Me tomé cierta licencia y acerqué mis dedos a su flequillo, apartándolo de la frente hacia un lado. Algo que siempre me gustó hacer. Su frente seguía tan suave como la recordaba.

      Henry sonrió con cierta timidez.

      —Ya me toca cortarlo.

      —¿Sigues yendo al mismo peluquero de siempre?

      —Sí. Se cambió de barrio, pero sigo yendo al mismo sitio.

      Así era Henry O´Donnell, un hombre de costumbres. Organizado, metódico y responsable. Se alimentaba como Dios manda y jamás se le acumulaban facturas sin pagar. Todo lo opuesto a mí, que era el caos personificado. Pero eso es lo que dicen, ¿no? Que los polos opuestos se atraen.

      Henry podía tirarse una hora para hacer la compra. Leía con meticulosidad los ingredientes y buscaba en Wikipedia —le encantaba la Wikipedia— cualquier cosa que le hiciera sospechar que el producto no era muy sano. Yo le escuchaba con la misma expresión de una madre ante el recital de poesía de su hijo. Era uno de sus encantos, hipnotizarte con sus palabras, hablara de lo que hablara, fuera Física Cuántica o la perca de río. Otra mujer le habría metido prisa, resoplando y lanzando miradas el reloj. Yo no. Yo lo que hice fue enamorarme de él. Ahí, en mitad del pasillo de los congelados de Waitrose.

      Creo que es lo que hacemos todos, ¿no? Enamorarnos de las rarezas del otro. De lo que hace que esa persona sea diferente al resto de los mortales. Yo me enamoré de las rarezas de Henry O´Donnell. Doblaba su ropa con un famoso método japonés, ocupando el mínimo espacio, hablaba consigo mismo en la ducha, y se reía justo antes de quedarse dormido. Ya lo dijo Edgar Allan Poe: “There is not beauty without strangeness”.

      —Olivia.

      —¿Sí? —Henry estaba tan cerca de mí que noté su dulce y cálido aliento.

      —Deberías descansar, se te ve agotada. Y nos espera un intenso fin de semana.

      —Lo intentaré.

      Henry me dedicó una afectuosa sonrisa antes de marcharse. Noté que quería darme un abrazo, pero se contuvo. Yo tampoco lo intenté. Y mejor así. Mi olor corporal actual no era precisamente el de un bebé recién bañado. No podía permitirme ahora pensar en Henry O´Donnell. Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarme con él. Pero eso sería tras el fin de semana. Estos días necesitaba poner el automático y hacer las cosas que tenía pendientes. El domingo por la noche, cuando acabara toda esta pesadilla, me derrumbaría y me regodearía en todos mis problemas, y aullaría en el sofá como una loba solitaria hasta que Colin tuviera que llamar a Scotland Yard. Pero ahora no.

      En cuanto se hubo cerrado la puerta me acordé de que tenía que ir a la facultad. ¡Mierda! Había olvidado en mi despacho los relatos de mis alumnos del taller de escritura avanzada. Aún no había leído ninguno y debía escoger cuál de ellos sería el que leería su historia en voz alta en el auditorio principal. Sospeché que sería el de Jimmy Donovan. Pero no sería muy ético por mi parte escoger ese sin leer los demás. Agarré las llaves de mi Mini color turquesa —que había sido mi pequeño y gran capricho postdivorcio del Innombrable— y me puse de nuevo el horrendo chubasquero azul.

      La lasaña y la cita con Colin Firth las iba a tener que posponer. Darcy se acurrucó de nuevo junto al radiador y deseé por un momento ser él. Una gatita casera, bien alimentada y querida, sin más preocupaciones que dormir, comer y recibir mimos. ¡Qué complicada era la vida de los humanos! ¿O éramos nosotros quiénes la hacíamos complicada? No lo sabía…

      No recordaba dónde había aparcado el Mini y tuve que caminar bastante. Iba con la mirada fija en el suelo, rezando por no cruzarme con nadie. Porque es una verdad universalmente conocida que cuando peor te van las cosas, te encuentras con la persona a la que querrías restregarle tú éxito en la cara. Y siempre vas hecha un adefesio, por supuesto.

      —¡Olivia!

      Me obligué a levantar la cabeza y sonreír. Este día no podía empeorar… Si no estuviera embarazada fijo que me venía la regla también.

      —¿Qué tal, Caitriona? —dije arrastrando las palabras.

      —Bien. ¿Y tú?

      —Bien, todo bien. ¿Sigues dando clase en la universidad?

      —Sí. Ahí sigo, como siempre.

      Caitriona Primrose Peters había sido compañera mía en el instituto y durante un tiempo pensé que podríamos llegar a ser amigas. Pero al salir con ella un par de veces cambié de parecer. Sharon la había apodado C.S.I porque hacía más preguntas que los policías de la televisión. Yo la llamaba la Comadreja, por su cuerpo menudo y rotunda cabeza, y ese brillo desquiciado que aparecía en sus ojos cuando estaba frente a una de sus víctimas.

      Era una persona muy competitiva y siempre quería enterarse de cómo nos iban las cosas a las demás mujeres de nuestra generación para saber en qué puesto la dejaba eso a ella. En la residencia de la universidad se levantaba a las cinco y media de la mañana —incluidos los domingos— para ir a correr. Traía frita a su compañera de cuarto, estudiante de Medicina, que le suplicó a la directora que por favor sacaran a esa chiflada de su habitación. Y, por supuesto, siempre estaba a dieta. Cuando peor te iban las cosas ella más se alegraba. Para Caitriona Peters llevar una conversación adulta se resumía en interrogar a la otra persona. Era maestra de primaria. Tenía una hermana, más joven, guapa y exitosa que ella, y estaba bastante tocada por este tema. No era mala persona, simplemente porque no era un ser humano. Ingrid decía que era extraterrestre. Durante un tiempo Ingrid bromeó con la hipótesis de que la Comadreja fuera gay, pero Sharon la atajó enseguida:

      —¿La Comadreja lesbiana? Imposible. Esa tía es directamente asexual. Ni siquiera ha llegado a la pubertad. Sigue llevando sujetadores deportivos como a los once años y jamás se pone unas bragas sin salva slip. Y sé de lo que hablo. He compartido baño con ella en un viaje.

      Caitriona era mucho más bajita que yo y totalmente plana de pecho. Si no fuera por la falda de lana —todas sus prendas eran de lana, las típicas prendas que venden en las tiendas de comercio justo, tipo Intermón Oxfam— podría pasar por un chico de catorce años. Llevaba el pelo muy corto, algo que no le favorecía en absoluto, y se echaba toneladas de maquillaje intentando infructuosamente disimular